domingo, 4 de julio de 2010

Cartas a Julieta

A los 12 años vine a La Plata y viví unos años en casa de mis abuelos. En la esquina de la calle donde vivíamos, había un chalet de dos plantas, casi siempre cerrado, que ostentaba un nombre femenino en la barandilla de su mirador. Nombre femenino que se le adjudicaba también al hombre solitario que lo habitaba. Eran tiempos difíciles para ser homosexual. La sociedad era rígida, cerrada, pacata, prejuiciosa. Se decía que levantaba conscriptos en la estación o en el cine Roca con los que se daba “festicholas” a cambio de dinero. Se trataba de un hombre serio, discreto, para nada afeminado, de unos cuarenta y tantos años, lo que a mí en ese tiempo me parecía una edad matusalémica. Saludaba fría y secamente a los vecinos que se encontraba por la calle, en el almacén o la panadería. Se lo veía amargado. Una madrugada de invierno en que tenía que estar en la escuela a las 6 porque íbamos de excursión a Monte Grande, lo vi despedir a dos conscriptos. Vestía una robe de chambre bordó. Los conscriptos le hicieron por lo bajo un chiste amable que no oí, pero lo oí dar una carcajada fresca y cantarina. En algún momento comprendí que era un hombre feliz y que el vecindario lo despreciaba, pero en el fondo lo respetaba y quizá lo envidiaba. Porque se animaba a ser lo que era, sin vergüenza y sin que le importara nada lo que los demás opinaran.


Cartas a Julieta de Gary Winick me hizo acordar de ese hombre. No disimula y se la banca. Es una película romántica a más no poder. Cursi le dirían los vecinos que llamaban a aquel hombre La Manuelita. Estas cartas tienen dos ases bajo la manga: transcurre en la Toscana (que es más fotogénica que Catherine Deneuve), y actúa Vanessa Redgrave. Después de un inicio horrible que vaticinaba lo peor, de a poco entrelaza dos historias: la de un amor que no es, pero puede ser y la de un amor que no fue, pero que 50 años después podría ser. El único obstáculo es que hay que aceptar que la protagonista (Amanda Seyfried) es inteligente, cuando en realidad se la ve tan ingenua, crédula y aniñada que parece una boba redomada. Aunque no es un obstáculo muy grande tampoco. Las princesas de los cuentos deben creer en los finales felices. Y como yapa, la Redgrave y Franco Nero se animan a exhibir el gran amor que se tienen. Se separaron chiquicientas veces pero siempre vuelven a estar juntos. A esta altura del partido, ya son el hombre y la mujer de sus vidas.

No es una buena película en el estricto sentido del término, pero es un entretenimiento menor logrado. Como aquel hombre, es lo que es, no pide disculpas y le importa cuatro cominos lo que yo u otros piensen. Y por eso se ganó mi respeto.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

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