Programa doble, sección en la que repasamos dos películas con aspectos en común.
Hoy: Ophelia – Rosaline
Avalanzarse sobre el
Hamlet de Shakespeare es muy
tentador. Lo sé por experiencia. Es que es una de las mejores obras teatrales
jamás escritas, pero no es perfecta, quizá allí radique que se la quiera y se
la valore tanto. Tiene algunas de las líneas más bellamente escritas,
personajes tan magistralmente delineados que parecen humanos arrancados a la
realidad, pero tiene una de las tramas o argumentos o como quiera llamársele al
cuento que desarrolla que haría enrojecer de vergüenza al más desenfadado de
los folletineros, al más pirata de los autores de telenovelas, al más
mercenario de los novelistas. Hay fantasmas que aparecen no una sino varias
veces y que motorizan la acción, muertos detrás de tapices, ataques piratas en
alta mar, cartas asesinas, naufragios oportunos, duelos con espadas
envenenadas, regresos en medio de entierros determinantes, súbitos despertares
a la locura, brindis con copas de vino emponzoñado, suicidios intempestivos,
venenos vertidos en orejas y algo más que sin duda me olvido. Y con más muertos
en un final que película gore en el colmo de la truculencia.
La amé desde que la conocí y no pude estar sin participar
de su legado. Hace varios años atrás, concebí un disparate teatral al que
titulé Hamlet II, la venganza final,
en el que le daba continuidad como si se tratara de la secuela de un tanque
hollywoodense. Fue muy regocijante para todos los que participamos de este
descaro, pero al menos no hicimos trampa cambiando la caracterización de ningún
personaje, como lo hizo Lisa Klein, la autora de la novela en la que se basa la
película Ophelia (Claire McCarthy,
2018).
Ofelia, la original, la legítima es la del triste destino
y ofrece pocas aristas para contar la historia de Hamlet desde su punto de
vista. Es un perfil de mujer que ya no se estimula ni frecuenta, por más que el
romanticismo literario la haya convertido en una de sus heroínas. Ofelia, la de
Shakespeare, es sumisa, frágil, obediente, supeditada al mandato patriarcal sin
protesta. Para colmo de males es inmadura e hipersensible. Su amor por Hamlet
es literal, infantil. Por eso es que los hombres de la obra la convierten en un
alfil en un juego de poder que ella jamás comprende y cuando sus referentes
masculinos (su padre, su hermano, su novio) se alejan y la abandonan por
diferentes motivos, ella se desbarranca en la locura primero y en el suicidio
después. Ofelia, la de Shakespeare, si contara el devenir de Hamlet desde su
punto de vista, al ser tan respetuosa del mandato masculino, no haría sino
convalidar la historia que conocemos al pie de la letra, porque, seamos
sinceros, el punto de vista predominante en la obra, es el del hombre, anterior
a las consideraciones de masculinidades y femineidades o de juego de roles que
vendrían después.
De allí que la novelista Lisa Klein conciba la trampa de
querernos convencer de que todo lo que conocemos o sabemos de Ofelia es pura
apariencia, infundada en realidad alguna. Ofelia, para sobrevivir en un mundo
de hombres, se ve forzada a fingir que es frágil e hipersensible, y la locura y
el suicidio no ocurrieron, fueron una comedia concebida para apoyar la trama de
Hamlet para desenmascarar a Claudio. Es más, según Klein, Ofelia es una badass
desafiante de los mandatos machirulos de la época y más que a bordar, aprende a
leer y escribir y se pone a estudiar con los apuntes de su hermano Laertes.
Anda por el bosque como si tal cosa y se mete al lago con la seguridad de una
Esther Williams. Y puesta a cambiar cosas, Klein hace que Claudio aparte de
ladino, sea poco menos que el diablo (no literalmente, pero casi). Polonio, el
padre de Ofelia, aclaro para los que no están tan familiarizados con la obra,
no es el habitual consejero influyente sino un pobretón asociado sabrá Dios
cómo a la corte. Entonces Ofelia se ve obligada a servir más como mucama que
como dama de compañía a la reina Gertrudis (la sensual mamá de Hamlet) que en
versión de Klein, ¡tiene una hermana gemela! que es bruja y botánica, bueno más
bien homeópata, que no solo anduvo en amores con Claudio sino que hasta
engendró un hijo con él.
Esta trama agregada no se mixtura bien, al menos en la
película, por ahí sí en la novela, con la del Hamlet original de Shakespeare. El guión es medio confuso, no en
los hechos sino en la cronología, no dan muy bien los tiempos con los de la
obra. Como en toda reformulación de obras, es necesario conocer el Hamlet original para disfrutar o
reprobar los cambios. Además ciertas circunstancias se dan por sabidas y por lo
tanto pueden confundir a quienes no conozcan el argumento de la célebre obra.
Pero como el hálito es pochoclero, lo que el público
desconozca es suplido por acción a raudales, montaje Marvel, y violines
bombásticos. Ofelia, la película,
intenta ser tomada en serio, ser una alternativa válida al original, pero es un
sinsentido que puede ser gozoso si se toma para la chacota.
La melena que le pusieron a Clive Owen, aquí el pérfido
Claudio y el maquillaje gitano de la siempre bellísima Noemi Watts cuando hace
de la gemela de la reina Gertrudis desnudan la maldad y el resentimiento que
pueden albergar artistas del maquillaje y peinado. Daisy Ridley es Ofelia,
Nathaniel Parker (que fuera el Laertes para el Hamlet de Zeffirelli con Mel Gibson) es el rey Hamlet, padre,
Dominic Mafham es Polonio, Tom Felton es Laertes, George MacKay es Hamlet y
Devon Terrell es Horacio, que es el que salta tanto (pero tanto) de la trama
original de Shakespeare a la de Klein para que armonicen (es una manera de
decir) que lisa y llanamente es...Dios.
En cambio determinar el destino de Rosaline (Rosalinda para nosotros que disfrutamos de Romeo y Julieta por primera vez
traducida, ora por Astrada Marín ora por Pablo Neruda) no solo es fácil sino
hasta lícito. La pobre en los papeles no existe, ni aparece en escena porque es
solo una excusa argumental, un nombre, un perfume que se pierde apenas
percibido.
Es el pretexto para que Romeo vaya al baile de máscaras
de los Capuleto, es que la tal Rosalinda le ha dado calabazas y el chico va al
baile a intentar reconquistarla, pero, claro, conoce a Julieta y ya no tiene
ojos nada más que para ella. Y Rosalinda pasa a la historia en el cuento eterno
del Romeo y la Julieta. Pero y ¿si no se conforma con ser dejada de lado? Y ¿si
se pone a intentar recuperar a Romeo, no por amor, sino por orgullo? Y la
pregunta del millón ¿por qué no fue la rosa linda al famoso baile?
La novelista Rebecca Serle contesta estas preguntas,
gracias a Dios, en tono de comedia. Y en la danza de reveses de esta nueva
historia, habrá un padre empeñado en casar a Rosalinda a como dé lugar (en esos
tiempos las niñas ricas o se casaban o terminaban en el convento y Rosalinda
con sus 20 años ya está más que pasada para casarse, eran tiempos en los que
había que apurar el paso porque no se vivía mucho). Habrá también un proyecto
de novio mucho más interesante que Romeo y un final en el que impera la
impostura intrigada por Julieta y Romeo y no el final tan definitivo. Después
de todo, se trata de dar una lección a la sociedad y no de armar una tragedia
griega con cadenas y coturnos.
Kaitlyn Dever es una Rosaline, Rosalina, Rosalinda (o
como quiera que se la traduzca) sencillamente deliciosa. Minnie Driver
reaparece con las uñas afiladas y reverdece sus laureles para la comedia y es
un placer aparte. Sean Teale es Dario, el apetecible novio que supera a Romeo
(Kyle Allen) y la Julieta (Isabela Merced) de este cuento tiene su carácter no
vayan a creer. Y Paris (Spencer Stevenson) confirma lo que siempre sospechamos,
que es tan queer como el mejor. Bradley Whitford (que saltó a la fama como el
Joseph Lawrence de la ineludible serie El
cuento de la criada) es el padre de Rosaline, Rosalina, Rosalinda (o como
quiera que se la traduzca). En tiempos de comedias flacas, Rosaline es una estimable excepción. Abundan las risas y sonrisas.
Dirigió Karen Maine.
Ophelia se
puede ver en Netflix y Rosaline en
Star+