Programa doble: sección en la que repasamos dos películas
con aspectos en común.
Hoy: Vida de perros – Aquí río yo
El teatro es a la vez un templo pagano de deidades efímeras
y un rito pernicioso que, en su esplendor pasajero, sella destinos trágicos o
tangueros, tanto de oficiantes como de integrantes del público.
Vitta da cani / Vida de perros (Mario
Monicelli / Steno, 1950) y Qui rido io / Aquí río yo (Mario Martone,
2021) hacen del teatro su razón de ser.
En Vida de perros, salvo el prólogo que presenta a
uno de los personajes, toda la acción transcurre entre dos viajes en tren que
llevan a una compañía de revistas en gira por el interior de Italia a fines de
los cuarenta. Y si bien parece centrarse en las andanzas y trapisondas del capo
cómico, Nino Martoni (Aldo Fabrici), ilustra en realidad las peripecias que
determinan la suerte de tres chicas del elenco: la bailarina Vera (Delia
Scala), la abre telones Franca (Tamara Lees) y la inesperada vedette Margherita,
luego Rita Buton (Gina Lollobrigida). Una logrará el estrellato, otra la dicha
conyugal y la tercera el romance con la muerte. Tres cosas llaman la atención. A
pesar de suicidios, mugre, humillaciones, atropellos, vejaciones, los personajes
tienen unas ganas locas de vivir, ni que salieran de una guerra. Dos, la canción
cómica que hace la Lollobrigida es de una gracia y de una picardía tan gozables
como indiscutibles. Y tres, el amor no anda con distingos, se tenga la pinta de
un Mastroianni joven o se sea el hombre más feo de la historia, Cupido depara
amarguras y no correspondencias para todos. Como si quisiera estar más acorde
con la realidad y se negara a prodigar finales felices en los que le cuesta
creer. Retaceos que no impiden que uno la pase de lo más bien mientras
transcurre. Y la metáfora de la vida de perros no solo se aplica al otro lado
del espejo del mundo del espectáculo, sino al trasfondo de la vida misma, un
día cucha, caricias y comida y al siguiente, pulgas, patadas y desamparos. Como
sea, nunca falta quien llene los escenarios y a pesar de los llantos y quejas,
el mundo sigue y sigue. No en vano, los perros sueñan.
En Aquí río yo, el capo cómico Eduardo Scarpetta
(Toni Servillo) no tiene de qué quejarse. En la Nápoles de principios del siglo
XX, espectadores fieles y entusiastas le llenan el teatro todas las funciones.
Ha creado un tipo, una máscara, Felice Sciosciammocca, que ha desterrado al olvido
al hasta ayer rey de la risa napolitana, el personaje infaltable en casi todas
las comedias, el celebérrimo Polichinela. Tanto éxito desata odios, recelos y
envidias. El mismísimo Gabriele D’Annunzio, por celos artísticos quizá, le tiende
una trampa. Lo deja embarcarse en la parodia de una obra suya, prometiéndole la
autorización que nunca le otorga. El día del estreno le manda abucheadores y
más tarde le entabla un juicio por plagio. Y el pobre Scarpetta más que
regurgitar las hieles del éxito, descubre las fragilidades de una fortaleza que
creía inexpugnable. La máscara se resquebraja y vemos lo que él no puede ver:
que es un déspota, un prepotente, un ególatra sin remedio, un reverendo hijo de
su madre en ropajes de falsa generosidad, nula buena intencionalidad y un
presunto poliamor que no es más que narcisismo. El hombre tiene un harén, literalmente.
Una esposa legítima y numerosas amantes (una de ellas hermana de su esposa) que
habitan la misma casa y las colindantes. Con todas tiene hijos, a los que no
reconoce, y presenta al mundo como sus “sobrinos”. La prole es adiestrada en
los secretos del oficio teatral y si alguno se rebela, se lo encauza y si tiene
talento cero para el escenario, se lo instruye en labores adyacentes, como la
contabilidad. Uno de sus “sobrinitos” quiere saberlo todo sobre el arte escénico.
Es apenas un niño, pero hace copias de las comedias, se sabe el papel propio y
el de los otros por si le toca sustituirlos, estudia al detalle los modismos,
las técnicas, las intuiciones con las que Scarpetta seduce a su público. Es que
este pequeño es el futuro Eduardo de Filippo (gloria de la escena italiana y
mundial, actor insoslayable, director inventivo como pocos y dramaturgo sencillamente
genial). Cuando su hermano menor, Peppino se resista a actuar, lo convencerá que
debute señalándole el escenario y diciéndole: Ahí está nuestra libertad. La
hermana apenas mayor de ambos, Titina, ya es más que una promisoria primera
actriz con brillo propio. Eduardo (hasta su muerte, el público italiano llamará
a Eduardo de Filippo solo Eduardo, como si no hubiera otro) resiente el poder
de Eduardo Scarpetta. Y si no lo odia, le pasa raspando. La supeditación indolente
de su madre al poder inmarcesible de Scarpetta lo rebela, pero se traga la lengua
porque sabe que ya llegará su momento. Scarpetta supuestamente cederá la
jefatura de la compañía a su hijo primogénito y legítimo, Vincenzo (un tal Eduardo
Scarpetta lo interpreta y aparte de homónimo del personaje principal de este
filme es un pariente directo), pero no termina por decidirse y Vincenzo, harto
de tanto coqueteo, quiere abandonar la empresa familiar y dedicarse al
incipiente cinematógrafo. Eventualmente, cuando alcancen la mayoría de edad, Titina,
Eduardo y Peppino de Filippo iniciarán su propia compañía que además de exitosa
influirá en el desarrollo del teatro italiano y mundial del siglo XX. Terminada
la Segunda Guerra, Eduardo revivirá el tipo Polichinela, ¿en venganza contra el
legado de su padre? El título de esta película reproduce la frase inscripta a
la entrada de la mansión de Scarpetta: Aquí me río yo. Este film se complementa
con otro que espero ver pronto, I Fratelli De Filippo (2021) de Sergio
Rubini, sobre la juventud y triunfo de los hermanos De Filippo.
De algunas películas me quedan frases. De esta Qui rido
io, creo que no olvidaré la que dice la madre de los De Filippo. La pobre
anda desazonada porque han confinado a Peppino a vivir en el campo. Entonces Eduardo
le aconseja: “Mamá, ¿por qué no se recuesta y descansa?” La mujer que no hace
otra cosa que estar lista para Scarpetta le contesta: “¡Descansar! ¿De qué? ¡Si
no hago nada en todo el día!” Y esta réplica más que quedárseme, me reverbera, me
obsede. Es que la envidia me sofoca y me hace pensar que el infierno de esta
señora se parece mucho a mi idea de paraíso. Y aquí yo no río.
Gustavo Monteros