Programa doble, sección en la que repasamos dos películas
con aspectos en común.
Hoy: Barbara – I am woman
Barbara
(Mathieu Amalric, 2017) no es, por suerte, una biopic a la típica usanza
actual. Nunca el escueto slogan de venta de una película fue más elocuente: Un
director quiere hacer una película biográfica sobre la cantante Barbara. Todos,
director, actriz protagónica, elenco, equipo creativo y técnico andan detrás de
capturar el mejor modo de expresar lo que Barbara significó. Y así, el film se
convierte más en una indagación sobre los misterios de crear que en el registro
de datos o cronologías biográficas. Se estructura en una sucesión de detrás de
escenas. Se ve a Jeanne Balibar como Brigitte, la actriz elegida para
corporizar a Barbara, coreografiar gestos, actitudes, posturas identificadoras de
este ícono de la canción francesa. Se ve al director ver videos de recitales,
reportajes y películas de la leyenda escénica de la que va detrás y conversar
con quienes la conocieron, trataron o trabajaron con ella. E incluso cuando
llegamos a las escenas de la biopic propiamente dicha seguimos con los detrás
de recitales o giras. Y el juego de espejos, como corresponde a imágenes
reflejadas una contra otra, se multiplica al infinito. El procedimiento puede ser
enojoso o deparar gozo. A Amalric, como nos pudimos enterar por su opus tres, Tournée (2010) la vida de artistas lo
desvela. Allí se centraba en la gira de una compañía de stripteaseras, que no
por cultivar un género menor y frívolo dejaban de ser artistas. Amalric sabe,
en carne propia porque él también lo es y uno superlativo, que el artista
observa, evalúa, concibe al mundo desde una perspectiva distinta a la del resto
de los mortales. El arte exige creación y la sujeción a reglas intransferibles
e innegociables. Como me dijo un hombre viejo una vez: Hay que tener cabeza de
artista sino no se puede. También se crea en otras actividades y profesiones,
pero la del artista, sobre todo el ejecutante, es la más peculiar y difícil. El
escritor, el pintor, el escultor, el compositor crean de una vez y para
siempre. El actor, el bailarín, el mimo, el payaso, el músico, el cantante
deben registrar una creación y repetirla. Puede aceptarse que la creación no
sea privativa del arte. El científico quizás experimente la creación y no solo
el descubrimiento, pero de ahí a contar con los recursos de enfrentar un
público noche a noche hay un mundo. Einstein miraba más allá del horizonte, y
una stripteasera debe poder mirar más allá del reflector si quiere terminar su
rutina de desvestirse. Y ese es el misterio que le interesa a Amalric, ¿cómo es
la concepción del mundo del que tiene que enfrentar un escenario noche a noche?
¿Qué hay en esa cabeza, sea la de una stripper o la de una suma sacerdotisa de
la canción francesa? Como en la filosofía no desentraña los arcanos, pero la
indagación y su metodología tienen sus revelaciones parciales o temporarias. Y
si se acepta el juego, estas preguntas sin respuestas pueden atrapar y
encantar.
I am
woman (Unjoo Moon, 2019) película sobre la vida de la cantante
Helen Reddy es, por desgracia, una biopic a la típica usanza actual.
Ilustrativa más que reveladora, hagiográfica al extremo de provocar vergüencita
porque se basa en la biografía oficial y autorizada, con los sellos y las
bendiciones de la retratada. Salvo haber cantado la canción del título, un poco
por casualidad y otro poco por buena intuición más que por militancia, en eso
es muy honesta, y que habría de convertirse en himno de las luchadoras feministas
y que finalmente la trascendería, los hechos que jalonaron su vida no difieren
de lo esperado. Comienzos difíciles (en su caso con una hija pequeña a criar
sola), el hallazgo del amor (con un hombre que se convertiría en su mánager y
el de otros artistas de renombre), la amistad con altibajos con una
protofeminista, de inmediato o sin mucha espera el éxito descomunal y eventualmente
la pérdida de casi todo lo ganado por los descuidos de un marido más preocupado
por llenarse de cocaína que por administrar el dinero y el colofón merecido
ganado a fuerza de transpirar las cuerdas vocales: la reivindicación final
antes de una muerte tranquila. Ascenso, caída y recuperación final, como quien
dice, algo contado varias veces y hasta el momento insuperablemente por Sangre y arena (Blood and Sand, Rouben Mamoulian, 1941), ahí, con toreros y Rita
Hayworth, pero si se le saca la españolada y la melena de la Hayworth, se tiene
lo vivido por cuanta estrella de cine, roquero, boxeador o femme fatale que
haya existido y triunfado y fracasado y recuperado. Como es la usanza típica
habitual con las biopics contemporáneas, nadie parece preocuparse por crear
conmoción o al menos empatía en el espectador. El film se convierte en el
equivalente de una de esas notas con fotos sobre la vida de alguien famoso con
las que llenaban a veces la edición de alguna revista mensual. El único momento
con algo de temperatura emocional es cuando sobre el final canta la canción del
título y mujeres de distintas generaciones la corean con gratitud e
identificación. Creo que hubieran hecho una mejor película si se hubieran
dedicado a mostrar a través de distintas viñetas por qué la canción se convirtió
en un himno para esas mujeres tan distintas, hermanadas por una lucha o una
experiencia en común. Tilda Cobham-Hervey es Helen Reddy, Evan Peters es el
marido y Danielle Macdonald, la amiga.
Gustavo Monteros
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.