Dije por ahí que los críticos se volvieron obsoletos
por la ausencia de los grandes maestros. Y sí, es lo que creo. Fueron los
grandes maestros los que establecieron con sus obras los parámetros críticos,
los que ensanchaban las fronteras con sus logros, los que postulaban, hasta con
sus yerros, las reglas para dividir lo bueno de lo malo, el bodrio de lo
sublime. Esta edad de oro del cine duró desde fines de los veinte hasta fines
de los setenta. Por entonces los maestros comenzaron a morir, para los ochenta
eran pocos los que quedaban en actividad. Sus pocos herederos persisten, pero
pierden en la estadística, de cada diez que había, queda uno.
Por los ochenta, Hollywood ya era dominada por
completo por los productores. Ya no importaba tanto contar buenas historias
para atraer al público, bastaba con sabérselas vender. El arte del buen contar
se sustituyó por el mercadeo. El cine pasó a ser eso que transcurre mientras se
degluten pochoclos.
Cuando los grandes maestros dominaban la Tierra y uno
preguntaba ¿cuál es tu película favorita?, se obtenía por respuesta el título
de alguna obra maestra. Te decían cosas como Ladrones de bicicletas, Los cuatrocientos golpes, Rocco y sus hermanos,
El séptimo sello, La guerra gaucha, El ciudadano, Piso de soltero, o Bienvenido Mr. Marshall, y si tenían
gustos más populares te largaban La
diligencia, El tren, El puente sobre el río Kwai, Vértigo, Zorba, el griego, Z, La novicia rebelde o Mi bella dama.
Hoy, más veces que no, cuando preguntás por la
película favorita de tu interlocutor/a, obtenés como respuesta el título de
algo que se puede llamar película porque viene en ese formato y la exhibe algún
dispositivo proyector. Un producto de un gran estudio, hecho sin arte y con menos gracia que,
generalmente por el carisma de alguna estrella, se hace simpático y destacable
del resto.
¿Se puede amar un producto hollywoodense ramplón y
tontón? Y sí, si conecta con alguna necesidad básica o un aspecto de nuestra
formación o carácter. Y para no dármelas de superior, me pondré como ejemplo.
De entre las mascotas, soy persona-perro, ojo,
persona-perro a secas, no persona-perro y persona-gato. Me gustan mucho los
perros y como desde siempre fui medio afecto carenciado (de todas las artes
performáticas… ¡estudié actuación!), el cariño canino nunca me viene mal. De
modo que tengo inclinación y debilidad por las películas con perros. No tanto
de esas en las que hablan y de tan antropomórficos son casi humanos. No, esas
en las que no dejan de ser perros.
De modo que La
razón de estar contigo apunta a un grupo al que pertenezco, el de los
perreros.
Parte de una buena idea (se basa en una novela, casi
una rareza entre tanta biografía y hechos reales). El alma de un perro se
reencarna en varios ejemplares de distintas razas porque busca el sentido de su
existencia. No sé cuántas historias habrá en la novela, en la película hay
cuatro. Y la primera y la última se relacionan. La idea puede que sea buena,
pero las historias elegidas para contarla son de pedorras a diarreicas. Los personajes
son planos, tan interesantes como cortarse las uñas, las cosas que les pasan
generan tan poca emoción que, en comparación, esperar el ascensor es una
aventura épica.
Y sin embargo, ahí estaba yo, feliz como chico en
calesita, llorando a mares cuando les acontecía algún revés y navegando en la
congoja cuando los golpeaba alguna desgracia. (Creo que desde De los Apeninos a los Andes (Folco
Quillci, 1959) que vi cuando estaba en Primer Grado no lloro tanto con una
película). Y no me importaba nada que fuera mala, que tuviera un exceso de
violines, que la fotografía fuera primorosa y que cuando la pegaba en algo fuera
a lo sumo cursi. No, porque por fin el nuevo y estercolero Hollywood vendía una
baratija que estaba dispuesto a comprar.
Dirigió Lasse Hallström que alguna vez supo hacer
cosas buenas como Mi querido intruso
(Once around, 1991) o ¿A quién ama Gilbert Grape?, 1992, y que
después despuntó solo profesionalismo y que depende de un material más o menos
respetable, La pesca del salmón en Yemén,
2011 o El viaje de diez metros, 2014,
para hacer algo decente.
No importa, como les decía, yo estaba ahí, feliz con
mi película de perros.
La vida de los perros, bah, de los animales en
general, cambió mucho desde que existen las asociaciones contra el maltrato
animal, aunque se los sigue envenenando, ahorcando, despellejando, pateando,
abandonando. Y a pesar de todo, el perro sigue siendo el humanista imbatible de
siempre, queriéndonos, acompañándonos, esperándonos, recibiéndonos como si
viniéramos de la guerra cada vez que entramos. Y no se rinde, no para hasta que
estamos, sino felices, al menos bien y no entiende que nos enrollemos tanto
cuando se puede estar mejor, solo uno con el otro, comiendo, jugando o
durmiendo. A algo de eso, descubre el alma del perro de la película que es su
razón. Eso sí, si alguna vez llega a triunfar la filosofía canina se acaba el
capitalismo, a lo sumo quedarán las empresas gastronómicas o la industria de la
alimentación en general. Su carpe diem es absoluto, un humano, otros perros
(optativo), comer y dormir.
En resumen, La
razón de estar contigo es un producto bodrioso de toda bodriez para
cualquier ciudadano serio y respetable al que no le gustan las mascotas, pero
para los que amamos los perros una delicia a disfrutar.
Gustavo Monteros
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