Neruda del director chileno Pablo Larraín, por suerte,
gracias a los cielos, no es la típica biopic (película biográfica) de productor
carroñero, o sea la vulgar exposición de personajes “históricos” o “existentes”
sin construcción ni desarrollo, puestos en circunstancias ramplonas, que
debemos aceptar sin chistar porque se suponen “reales”
Neruda es una obra de autor. Rica como suelen serlo. Y muy
satisfactoria, también. Se focaliza en un par de años de la vida de Neruda.
Comienza en 1948, cuando el gobierno de González Videla, a instancias de
Estados Unidos (cuándo no) comienza la persecución de los adherentes al Partido
Comunista. Sus miembros son internados en el campo de concentración de Pisagua,
bajo la atenta mirada, nada más ni nada menos, de un tal Augusto Pinochet.
Neruda, senador por los comunistas, tras ser destituido, debe pasar a la
clandestinidad. Lo acompaña su segunda mujer, la pintora Delia del Carril, rica
aristócrata argentina. Durante 13 meses, para ser exactos, deambularán por
casas de amigos y partidarios.
No tardamos en saber que la voz en off que nos
acompaña desde el principio de la película pertenece a Óscar
Peluchonneau (Gael García Bernal), el policía designado para perseguir,
encontrar y encarcelar a Neruda. Habla como un poeta, resentido, porque de no
pertenecer a categorías irreconciliables, quizá fuera el depositario directo de
la poesía nerudiana. Dice el director: "'Neruda' es en el fondo una
película sobre un policía que le da sentido a su vida al perseguir al poeta”
Desde el inicio hay un tono
onírico que se manifiesta principalmente por dos herramientas. La alternancia
de “transparencias” (técnica en la que un vehículo o un actor son puestos ante
una pantalla donde se proyecta el fondo en el que transcurre la escena) y de los
lugares reales de dichas transparencias. Y de la continuidad o discontinuidad
de un mismo diálogo, a saber, la misma conversación se continúa en distintos
ámbitos. Ese tono onírico se vuelve más surreal cerca del final, cuando Larraín
nos hace dudar de la “existencia” independiente y auténtica de Peluchonneau.
Quizá porque habremos
llegado al verdadero sentido de la película: la realidad intervenida por el
artista, deja de ser realidad, pasa a ser su creación. Dice Peluchonneau,
cuando el film pasa del policial al
western: “El poeta tiene la fiebre de los espíritus artísticos, que a veces
piensan que el mundo es algo que se imaginaron”
Sí, las dos primeras partes son
un homenaje al policial noir. La interacción perseguidor-fugitivo lo amerita.
Confiesa García Bernal que para imbuirse del estilo que debía tener su
personaje vio una y otra vez las películas de Jean Pierre Melville, no en vano
el sombrero que usa remite al de Alain Delon en El samurái. Y la tercera y última parte, por ambiente, estilo y filosofía,
remite al western.
Gael García Bernal tiene una
cara ideal para el cine. De la nariz a la frente, sus rasgos son regulares y
armónicos, con expresivos y curiosos ojos claros, esa armonía se interrumpe con
dos líneas paralelas, la de los labios y la de la arruga que ostenta la
quijada. Aquí esas dos líneas se subrayan con una tercera, la de un bigote,
igual de rígido y derecho. A lo que voy es que puede hacernos pasar de la
serenidad que infunde la belleza al temor que destila la fealdad resentida, según
haga valer el relampagueo de los ojos o la tensión de sus labios. Ojo, además
de los dones otorgados, el hombre tiene claridad de objetivos y talento para
llegar a los mismos. Luis Gnecco (al que conociéramos en El bosque de Karadima, Matías Lira, 2015) es como Neruda, un hombre
feo, su encanto y su seducción radican en la fuerza de su poesía, en el caso
del poeta, y en la desinhibición para mostrar apetitos y caprichos, en el caso
del actor. Gnecco y Larraín sacan rápido a Neruda del bronce y nos dan un
personaje, admirable por momentos, aborrecible en otros. Mercedes Morán
despliega su exquisito e infinito talento.
Pero hay otros actores que
brillan tanto como los protagonistas, Pablo Derqui hace del español Víctor Pey,
amigo de Neruda, que debe tomar distancia para saber si quiere seguir
ayudándolo (Neruda, en el fondo una prima donna, es a veces difícil de
aguantar). Michael Silva es Álvaro Jara, un hombre del pueblo, encargado de la
seguridad de Neruda, que le pide modestia, porque mientras que Neruda se
postula para “gigante popular”, son los de a pie a los que golpean, encarcelan,
torturan y matan. Amparo Noguera es Silvia, la que en la fiesta pregunta cómo
vivirían si triunfara el comunismo. Y por último, y ni por las tapas menos
importante, Roberto Farías (a quien conociéramos como el boxeador gay enamorado
de Mi último round, Julio Jorquera
Arrigada, 2011, que puede verse en Nerflix) se despacha con otro personaje
inolvidable: la cantante del burdel.
Neruda es una muy buena
película que da mucha tela para cortar. Visualmente impecable, con una
bellísima recreación de época y con una música expresiva y acariciadora que
ratifica la admirable capacidad de Federico Jusid.
Pablo Larraín (Fuga, 2006, Tony Manero, 2008, Post
Mortem, 2011, No, 2012, El club, 2015) reaparecerá en unas
semanas con su primera película rodada en inglés, Jackie, sobre Jackie Kennedy, claro. Mientras tanto podemos
descansar de tanta producción yanqui y disfrutar de su Neruda.
Gustavo Monteros
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