viernes, 14 de noviembre de 2025

The Medusa Touch - Satánico


 


El 10 de noviembre de 2025 se cumplieron 100 años del nacimiento de Richard Burton. El aniversario me pareció una buena excusa para ver una película en la que estuviera.

 

Reviso las que tengo a mano y en una primera selección, me quedo con Alexander the Great / Alejandro Magno (Robert Rossen, 1956), Where Eagles Dare / Donde las águilas se atreven (Brian G. Hutton, 1968), The Medussa / Satánico (Jack Gold, 1978) o 1984 (Michael Radford, 1984). O sea, una por década.

 

A Alejandro Magno nunca la terminé de ver, me aburro por la mitad. A Donde las águilas se atreven, en cambio, nunca me canso de mirarla, es una de mis favoritas. A Satánico, la vi una vez y por la mitad, entré cuando ya estaba empezada, eran los tiempos del continuado y no me quedé para ver el principio. A 1984 la vi en video una madrugada entre sueños, tenía que devolver el video al día siguiente y con tal de no pagar la multa, preferí malverla.

 

Opto por Satánico. Dicen las malas lenguas que, por la bebida, en los setenta, Richard, Dick, para los amigos, no era muy quisquilloso a la hora de elegir proyectos, de ahí que esté en películas que los puristas califican de impresentables y que el resto ve con regocijo, maligno o renovado.

 

Satánico figura en los primeros puestos de las peores películas de 1978. Pero, ¿qué es lo mejor o lo peor? Maravillas reverenciadas por la crítica caen en profundos olvidos y supuestos bodrios son con el tiempo celebrados como hitos imperdibles. Nada permanece incólume por siempre. Sobre todo, los juicios críticos.

 

Satánico puede revivir en culto, no por decisiones estéticas que más tarde se vuelven camp o kirsch, ni por actuaciones tan desmelenadas que de tan pasadas de vuelta son deliciosas, ni porque cuente una historia tan implausible que desata sonrisas involuntarias.

 

No, se trata de una producción profesional, filmada con corrección, con un elenco que sostiene la trama con mucho oficio y está bien dirigida dentro del género en que hay elegido ubicarla.

 

Creo que no se la olvidó, porque sorprendió, sedujo y entusiasmó.

 

La premisa que fundamenta el argumento puede resultar polémica, pero nunca ridícula o involuntariamente cómica.

 

Se trata de un thriller sobrenatural, que inicia con una indagación policial clásica de quién mató a la víctima, que de a poco deriva en lo extraordinario y que termina con elementos del cine catástrofe.

 

Hay un escritor de novelas acusatorias del establishment y sus inequidades (las reacciones ante la injusta distribución de la riqueza vienen ya de lejos), personaje llamado John Morlar, que es el que hace Richard Burton. Lo golpean en la cabeza repetidas veces con una estatuita de Napoleón y lo dan por muerto, aunque queda en coma.

 

Al ataque lo investiga un policía francés, que anda en Londres por un intercambio con un inglés que anda por París, el galo se llama inspector Brunel, papel que hace Lino Ventura, que parece que hablara inglés con acento francés, pero que informan que fue doblado por David de Keyser (yo hubiera jurado que era el propio Ventura).

 

La víctima, o sea Burton, no tiene amigos ni parientes, pero tiene psiquiatra, la doctora Zonfeld, papel que hace Lee Remick.

 

La Medusa del título en inglés es, claro, la gorgona de la mitología griega que te deja de piedra (literalmente) si te mira fijo.

 

Y no está en el título, hablo de la vieja y querida telekinesis, pero la película se ocupa de definirla oportunamente con claridad. Dice alguien que es la capacidad que tienen algunas mentes de mover objetos o controlar eventos.

 

Es que en los setenta la telekinesis era furor. Brian de Palma no podía estar sin ella: Carrie (1976) y The Fury / La furia (1978).

 

Y como era muy influyente, creó tendencia: Ruby (Curtis Harrington, 1977), Jennifer (Brice Mack, 1978), Patrick / Patrick, una experiencia alucinante (Richard Franklin, 1978), The Kirlian Witness / El testimonio de Kirlian o El poder de las plantas (Jonathan Sarno).

 

Como se ve, la ola era irrefrenable, tanto que siguió en los ochenta: Scanners (1981) / Telépatas, mentes destructoras / Los amos de la muerte, clásico de David Cronenberg, The Sender / Alucinaciones del mal (Roger Christian, 1982), The Dead Zone / La zona muerta (1983), otro Cronenberg imperdible, con el siempre atendible Christopher Walken, Firestarter / Llamas de venganza (Mark L. Lester, 1984) con la niña Drew Barrymore.

 

La veta dio también para la comedia: Modern Problems / El poder de los celos (Ken Shapiro, 1981), con el por entonces rey de las boleterías, Chevy Chase y Zapped! / Los estudiantes se divierten (Robert J. Rosenthal, 1982).

 

(Y no es que sea un experto en el tema, esta información me la dio la enciclopédica internet)

 

Y si creen que con lo de la telekinesis hago espóiler en esta crónica de Satánico, les cuento que el afiche decía: “Richard Burton es el hombre con el toque de Medusa… Tiene el poder de crear catástrofes…”

 

Puede que, en 1978, los veteranos dijeran: “Bueno, seamos serios…”, pero los jóvenes con nuestras mentes febriles (pero no telequinéticas, ¡qué lástima!) abrazamos la premisa con fervor y la registramos a fuego. De ahí que varios comentarios de usuarios de IMDB digan: “la vi de chico y se me pegó”. El poder de las películas.

 

Puede que, por las reacciones ante el estreno, Dick y Lee se vieran en la obligación de justificarse. Burton se escudó en Remick y ella en él. Dijeron que aceptaron hacerla porque el otro ya estaba en el proyecto. Lino Ventura no dijo nada. Trabajaba demasiado como para volver atrás y lamentarse.

 

No debieron haberse disculpado, la muchachada estaba agradecida. No habremos hecho volar cosas con la mente para vengarnos de los males recibidos, pero todavía nos dura la fantasía de querer hacerlo.

Gustavo Monteros

 

Ah, en un momento dado, el personaje de Burton dice: “Todos somos los hijos del demonio. Aprendemos en qué consiste la energía del sol y nos ponemos a hacer bombas. Creamos riqueza y nos obsesiona la avaricia. Conseguimos poder y nos volvemos locos. Siempre destruimos. ¿Por qué, Zonfeld, por qué?”

 

Cualquier parecido con la realidad no es, por desgracia, pura coincidencia.


 






viernes, 7 de noviembre de 2025

Noiret - Tavernier 08 - La hija de D'Artagnan


 

Y la octava y última colaboración entre Philippe Noiret y Bertrand Tavernier fue casual y accidentada, no intencional.

 

Riccardo Freda, un director de filmes de bajo presupuesto y que había paseado por multitud de géneros (el peplum, el giallo, el de espías, el policial, el de capa y espada, entre otros) había dirigido en 1950 Il figlio de d’Artagnan (en inglés se distribuyó como The Gay Swordsman) sobre idea y guion propios.

 

En 1994, Tavernier dispuso producirle a Freda su vuelta al cine después de 14 años, con una versión de su historia de mosqueteros, aunque esta vez con una hija en vez de hijo. Y así pasaron de Il figlio di d’Artagnan a La fille de d’Artagnan.

 

Sophie Marceau, la protagonista, se llevó mal lo que se dice mal con Freda y a los pocos días de iniciado el rodaje, le dio a Tavernier el ultimátum: o ella o Freda.

 

Marceau era la estrella del momento y Freda un director casi olvidado. Despedirlo era más barato que despedirla. Adiós, Freda, entonces. Y Tavernier para evitarse más problemas asumió la dirección.

 

La hija de d’Artagnan es un divertimento a la manera de los que Philippe De Broca y Jean-Paul Rappeneau concibieron para Jean-Paul Belmodo, Cartouche (1964) Les mariés de l’an deux / El aventurero del año II (1971), respectivamente. Aunque no tan logrado como los ejemplos señalados.

 

Se trata de un buen ejercicio de estilo sobre una película de matiné con más profesionalismo que inspiración.

 

El convento donde está internada la hija de D’Artagnan se ve envuelto en una intriga que involucra el derrocamiento del rey, negociados con esclavos y asesinatos impunes.

 

D’Artagnan, la hija y los mosqueteros que aun viven, con las mañas residuales que persisten a pesar de la edad avanzada, ordenaran los entuertos, impedirán los atropellos y salvarán el día.

 

La hija del título de paso florecerá como espadachina guerrera y se reconciliará con el padre y obtendrá pareja.

 

Es una película sin alegría ni ingenio que, sin embargo, se ve con agrado, porque siempre se aprecian los salvatajes inusitados de proyectos condenados a no realizarse y a perderse en el fondo de un cajón.

 

Estas quijotadas son un homenaje al oficio. Porque como dice María Elena Walsh en Como la cigarra: “A la hora del naufragio / Y de la oscuridad / Alguien te rescatará / Para ir cantando”

 

Por eso da ternura que la última colaboración de Philippe Noiret y Bertrand Tavernier no sea otra obra maestra, como alguna de las que les tocó crear, sino una de “hay que sacarla como sea, pero hay que sacarla”

 

Cuando trabajaron juntos por primera vez en 1974 en El relojero de Saint-Paul / L’horloger de Saint-Paul, Bertrand Tavernier llevaba años cumpliendo varias tareas en las bambalinas de las producciones cinematográficas, pero salvo un par de cortometrajes que se incluyeron en películas de episodios a mediados de los sesenta, no tenía pruebas de su talento para mostrar. Se hablaba de él y se suponía que “prometía”, pero no había nada que asegurara la creencia.

 

Philippe Noiret era por entonces una estrella consagrada, con gran llegada al público y experiencias con grandes directores. Leyó un guion primerizo de El relojero y se comprometió de palabra.

 

Cuando Tavernier consiguió la financiación y la producción estuvo en marcha, Noiret dijo que la haría, aunque eso significara aceptar que le redujeran mucho, menos que a la mitad, lo que cobraba por película.

 

Años más tarde, Tavernier se animó a preguntarle por qué se la había jugado por un desconocido. Noiret con sencillez le contestó: Te había dado mi palabra, ¿no?

 

Noiret murió a los 76 años, el 23 de noviembre de 2006, luego de padecer lo que eufemísticamente se llama una larga y dolorosa enfermedad. Trabajó hasta el último segundo que le fue posible. Al día siguiente de su deceso tenía programado otro encuentro con el actor que lo sustituía en la obra de teatro que hasta hace poco estaba haciendo.

 

Se trataba de Cartas de amor de A.R. Gurney, una pieza para ser leída por un actor y una actriz. Es una historia de amor que se cuenta a través de cartas que se envían los protagonistas, desde que son niños hasta que alcanzan la madurez física.

 

El montaje habitual es con dos mesitas o con dos atriles, a los que están ya los actores cuando se corre el telón o se ilumina el espacio escénico. O sea que no se los ve entrar a escena. Cuando la obra termina, hay un apagón y al volver la luz, la escena está vacía. Entonces los actores entran desde las bambalinas a ambos lados del escenario para el saludo final.

 

Noiret hasta la última función que dio pegó una ágil corridita hasta el centro del escenario y recibir el aplauso. La actriz que lo acompañaba le dijo que lo sabía con dolores y limitaciones y no pensaba que podía lucir tan ágil, algo que hasta a ella que estaba bien, le costaba. Él sonrió y le dijo: Es que lo actúo para que los malestares no salgan a escena.

 

Bertrand Tavernier murió a los 79 años, el 25 de marzo de 2021, por complicaciones de una pancreatitis. Su última película de ficción es de 2013, Quai d’Orsay, una comedia sobre entretelones del manejo del poder político. Y su última película es un documental de 2016, Voyage à travers le cinéma français / Viaje por el cine francés. El film dura 3 horas y 20 minutos y se estrenó en el Festival de Cannes de dicho año.

 

Es, por supuesto, un homenaje a las películas francesas que Tavernier amó durante su vida. Este material extendido y dividido en 9 episodios se estrenó al año siguiente en la televisión francesa.

 

Dejó una productora cinematográfica en funcionamiento a cargo de sus hijos, Tiffany y Nils Tavernier. Este último escribió, dirigió y estrenó este año (2025) La vie devant moi / La vida ante nosotros. Es también un actor prolífico.

 

Philippe Noiret y Bartrand Tavernier cumplieron su derrotero artístico con creces. El mundo, gracias a su obra, es un lugar mejor.

 

Gustavo Monteros

viernes, 31 de octubre de 2025

Noiret - Tavernier 07 - La vida y nada más


 

La séptima colaboración del actor Philippe Noiret con el director Bertrand Tavernier es de 1989 y se llama La vie et rien d’autre o sea La vida y nada más)

 

Las guerras no terminan cuando se dicen que terminan. Y para los que participaron en ellas, no terminan más.

 

La vida y nada más transcurre en varias localidades de Francia en 1920.

 

La Primera Guerra Mundial, la que iba a terminar con todas las guerras, la que iba a durar tan poco que los soldados no terminarían de partir cuando ya estarían de vuelta, se extendió por cuatro años. La estrategia de trincheras enfrentadas con una tierra de nadie en el medio fue un siniestro agujero negro que absorbió millones de víctimas.

 

Incluso después de dos años de su fecha de cierre, el comandante Dellaplane (Philippe Noiret) busca identificar a los soldados franceses dados por desaparecidos en la contienda. Tarea que sabe inabarcable, porque se calcula que son aproximadamente unos 350.000, igual busca cumplirla lo más exhaustivamente posible.

 

Dellaplane visita hospitales neuropsiquiátricos (por entonces popularmente llamados manicomios) ya que hay soldados que enloquecieron, que perdieron la memoria. Si carece de datos que permitan identificarlos, les saca fotos, arma fichas con sus rasgos peculiares y los censa.

 

Visita los improvisados hospitales de campaña que quedan. (Los castillos, las casas solariegas de los nobles y ricos en tiempos de guerra se transforman en sitios de cura y recuperación). Ahora subsisten los de heridas graves, los de pacientes de lenta agonía, los que no quieren someter sus despojos a los familiares.

 

Recaba datos en vecindarios donde hubo batallas cercanas o desmovilizaciones. Muchos soldados sin brazos o piernas, ciegos o sordos, con las caras desfiguradas partieron supuestamente de regreso a casa, pero en el camino eligieron no volver.

 

Los busca también en las cercanías de los campos minados, donde todavía desactivan bombas, porque hay los que fueron enterrados de apuro.

 

Él los busca oficialmente, pero hay grupos de parientes que los buscan por su cuenta, porque necesitan saber si están vivos o muertos. La mayoría da a los suyos por muertos, pero nunca se sabe. Para ayudarlos, el ejército coloca tablones sobre los cuales se distribuyen efectos personales rescatados de los cadáveres, relojes, cadenas con medallitas o crucifijos, cigarreras, encendedores (por entonces se fumaba mucho), talismanes, anillos, o lo que fuera que llevaran consigo.

 

Entre idas y venidas, Dellaplane se topa con dos mujeres. Con la elegante y de alcurnia, Irène de Courtil (Sabine Azéma) que busca a su marido desaparecido y que viaja en un imponente auto con chofer de librea, y con Alice (Pascale Vignal), una maestra que busca a su novio, y que, al perder su trabajo en la escuela de campo, acepta ser camarera en una fonda del lugar, con tal de estar cerca de los parajes cercanos a la batalla de la que su novio ya no volvió. Nada más ni nada menos que la célebre, por lo cruenta y terrible, batalla de Verdún.

 

A las dos les aconsejará que abandonen la búsqueda, pero son tozudas, incansables y decididas. Con Irène tendrá un ida y vuelta que en otro contexto sería de seducción. (De tan distintos se llevan en el fondo de lo más bien, por más que en la superficie no dejen de esgrimir sus diferencias.)

 

Las guerras se generan una y otra vez porque hay quienes obtienen beneficios económicos con ellas. Como resume tan bien Bertold Brecht en una línea de su obra Madre Coraje: “La guerra es un comercio, se venden balas en vez de pan”.

 

Y aquí como hay muchos cadáveres prolifera la carroña.

 

Están quienes venden servicios de búsquedas y cobran bien trabajos que nunca harán. Están también los escultores que buscan inspiración. Todas las ciudades, pequeñas o grandes, comisionan el emplazamiento de una estatua o grupos escultóricos en homenaje a los caídos (Las estafas y el lucro que se obtuvo por estas estatuas y monumentos son el tema determinante en Au revoir là-haut / Nos vemos allá arriba (Albert Dupontel, 2017) sobre novela de Pierre Lemaitre, otra película imperdible).

 

Y hay también algunos que no son carroñeros, aunque bordean la condición.

 

Como los representantes de un pueblito que no tuvo pérdidas de vidas, dado que sus vecinos volvieron todos. Se quedan entonces sin el subsidio de guerra para la comuna. Y para obtener de todos modos el beneficio, piden que a un soldado de un pueblo vecino se lo considere un muerto de la comarca.

 

Y hasta los altos mandos buscan su muerto. Necesitan llenar la Tumba del Soldado Desconocido, monumento imponente que se inaugurará en París con gran pompa. Quieren que sea un “francés puro”, o sea sin contaminación étnica reconocible, y en lo posible no comunista. Los requisitos parecen broma, ¿cómo se sabe si un cadáver es comunista? Si por algún motivo se supiera, no sería un desconocido como el que supone debe honrar el monumento. La raza podría deducirse, claro.

 

Como dijimos, Dellaplane y de Courtil concluyen en algo que se parece al amor. El final original de Tavernier era más tajante que el que quedó. La modificación la motivó el trabajo de la actriz Azéma que le puso tanta pasión al impulso de su personaje por comunicarse con el de Noiret que creó una química que hubiera quedado desairada con otro final distinto al que ahora tiene el filme. Esto habla de la flexibilidad de Tavernier o de la magia que tienen las historias por hallar su mejor final.

 

Los logros de La vida y nada más fueron tantos que Tavernier en 1996 volvería a meterse con la Primera Guerra Mundial en El capitán Conan, que entre otros temas trata sobre cómo los hombres que pueden ser los guerreros ideales no tienen lugar para sus particulares talentos en tiempos de paz.

 

El director Claude Sautet amigo y consultor de Tavernier de toda la vida después de ver Capitaine Conan le dijo a Tavernier que si modificaba un fotograma de lo que acababan de proyectarle no volvería a dirigirle la palabra, tan inmejorable le había parecido.

 

Noiret no estaría en Capitaine Conan. Aunque Tavernier y Noiret no lo sabían, para 1996 sus trabajos en común habían terminado. Una pena, la gloria del cine perdería el matiz de volver a ser agigantada por ellos dos juntos.

 

Lo que hace Philippe Noiret en La vida y nada más es maravilloso. Sin embargo, su excelso trabajo pasó casi desapercibido porque venía de una película de Giuseppe Tornatore que obnubilaba todo: Nouvo Cinema Paradiso o Cinema Paradiso, a secas. A veces los espectadores están de racha.

Gustavo Monteros

viernes, 24 de octubre de 2025

Noiret - Tavernier 06 - Cerca de la medianoche / 'Round Midnight


 

Después de 4 protagónicos y una participación especial, la sexta aparición de Philippe Noiret en una película de Bertrand Tavernier es tan breve (prácticamente un cameo) que uno se pregunta si darla por válida como una colaboración artística efectiva.

 

Yo al menos no sé si el director llamó al actor o si el actor decidió participar de este proyecto (‘Round Midnight / Cerca de la medianoche, 1986), pero si uno o los dos sintieron que no debían perderse la oportunidad de estar otra vez juntos, aunque más no sea durante una jornada de rodaje, basta para incluirla en una retrospectiva del trabajo conjunto.

 

Fue la primera coproducción franco-norteamericana de Tavernier, quizá obligada por el tema elegido, la preeminencia del jazz negro en la escena francesa de la inmediata postguerra de la segunda contienda mundial.

 

(En 2009, Tavernier participaría de una segunda coproducción con los norteamericanos, In the Electric Mist / En el centro de la tormenta, que no fue tan armónica. El desentendimiento con los productores llevó a que hubiera dos cortes, el del director que dura 117 minutos y es el que se conoce actualmente y el de los productores que es de 104 minutos y que solo se distribuyó para el estreno en EE. UU y Reino Unido y que quizá persista en la primera copia para video.)

 

La trama de ‘Round Midnight / Cerca de la medianoche es sencilla. Un saxofonista negro, Dale Turner (Dexter Gordon) llega a actuar a París muy endeble de salud y con su alcoholismo apenas contenido.

 

La mujer que lo acompaña, Buttercup (Sandra Reeves-Phillips) mas que cuidarlo lo tiene prisionero para que no beba y pueda cumplir con el contrato.

 

Francis Borier (François Cluzet), un fan francés, ilustrador de profesión, enamorado del arte de Turner, lo rescata, lo lleva a vivir a la casa que comparte con su hija, Berangere (Gabrielle Haker) y logra que el saxofonista vuelva a grabar.

 

Este renacimiento artístico los llevará de regreso a New York, en la que Francis será brevemente su representante hasta que deba volver a Francia.

 

Para mí más que una película de segundas oportunidades, es sobre el breve fulgor antes de la muerte que tienen los agonizantes, ese efímero momento en el que parecen revivir antes de entregarse a la muerte.

 

La música domina ‘Round Midnight / Cerca de la medianoche. Es una carta de amor al jazz bebop.

 

Y es también una película de personajes. El músico Dexter Gordon logrará ser nominado para el Óscar como Actor Protagónico. Mérito en el que no poco tuvo que ver Tavernier, también un grandioso director de actores.

 

Las malas lenguas dicen que Gordon hizo un poco de sí mismo. Puede que tuviera un conocimiento de primera mano de lo que transita el personaje, pero en la recreación de pasajes tanto leves y humorísticos como desgarradores y dramáticos tiene que echar mano a un juego actoral exigente, del que sale más que airoso. La nominación no fue un ataque de suerte ni de generosidad inusitada, se la ganó en buena ley.

 

Tavernier tiene mucha delicadeza y ternura para tratar el tema de la adicción. Y en los entresijos se esboza que el protagonista pasó por humillaciones profundas, malos tratos crueles y padecimientos psicológicos insuperables. Nunca se sabe si estos fueron causa o efecto de las adicciones. O de haber sido simplemente negro en la primera mitad del siglo XX. De lo que no hay duda es de que el personaje Dale Turner y su intérprete Dexter Gordon tuvieron una vida muy dura.

 

Tampoco hay duda de que actor y personaje, unidos en la música, fueron capaces de generar una inmensa belleza. Y a veces por eso se paga un precio terrible. Para algunos artistas crear es vislumbrar el abismo y hasta caer en él.

 

Y según parece lo que se ve es tan devastador que a la vuelta hay que anestesiarse con lo que se pueda. Ojalá que ante lo que desconocemos, Dios nos salve de levantar el dedo.

Gustavo Monteros

 

Post scriptum: Como dijimos el personaje de Francis es un ilustrador. En un momento, muestra su trabajo en una distribuidora cinematográfica, el empleado que lo atiende no muestra mucho entusiasmo, pero aparece el jefe (Philippe Noiret) que lo felicita por los afiches presentados y da a entender que pagará bien el trabajo. Ese par de líneas es toda la participación de Noiret.

 

En las escenas de Nueva York, Martin Scorsese hace el papel de un productor / representante. Muy bien, porque a sus talentos de director hay que sumar que es un buen actor. (En ese terreno es inolvidable su Vincent Van Gogh en los Sueños (1990) de Akira Kurosowa.

 

Y, claro, el título de la película es el de una bella canción compuesta por Thelonious Monk, Cootie Williams y Bernie Hanighen.

viernes, 17 de octubre de 2025

Noiret - Tavernier 05 - Más allá de la justicia - Coup de torchon


 

Si las cuatro colaboraciones anteriores del actor Philippe Noiret y el director Bertrand Tavernier podían calificarse como mínimo de insoslayables, la quinta solo puede considerarse una obra maestra.

 

Más allá de la justicia (Coup de torchon, 1981) comienza el 29 de mayo de 1938, cuando se produjo un eclipse total de sol. Y ya se sabe, no hay fenómeno celeste que no sea excepcional ni que desate cambios.

 

Estamos en una pequeña ciudad de Nigeria.  Lucien Cordier (Philippe Noiret) es el comisario del lugar. Es perezoso, indolente, ineficaz, incapaz de ejercer la mínima autoridad.

 

El director de la empresa maderera, Vanderbrouck (Michel Beaune) lo insulta a diario delante de todos.

 

Su bella esposa, Huguette (Stéphane Audran) lo engaña en sus narices con su amante, Nono (Eddy Mitchell) al que hace pasar por su hermano.

 

Cordier se siente atraído por la joven y sensual Rose (Isabelle Huppert), pero permite que su marido Marcaillou (Victor Garrivier) la golpee a gusto en medio de la calle.

 

Y Cordier permite incluso que dos proxenetas, Le Péron (Jean-Pierre Marielle) y Leonelli (Gérald Hernandez) lo humillen de la peor forma.

 

Estos dos parecen haber tocado un límite de la indolencia de Cordier, porque al día siguiente viaja a una ciudad vecina y le pregunta a su jefe inmediato superior, Marcel Chavasson (Guy Marchand) cómo hacer para bajarle los humos a estos dos delincuentes.

 

Chavasson le dará una lección, humillándolo a su vez.

 

En el viaje en tren de vuelta conocerá a la nueva maestra, Anne (Irène Skobline) que al contrario de todos los demás, lo valorará y lo respetará.

 

Cuando vuelva a encontrarse con los proxenetas, pondrá las cosas en claro de una manera definitiva.

 

Y cuando Chavasson venga a cerciorarse si es Cordier el que los ajustició, Cordier lo hace caer en una manipulación que deja a Chavasson como el probable asesino.

 

Cordier disfruta el cambio de payaso a juez, jurado y verdugo. Y descubre la omnipotencia que puede brindar el cargo de comisario y la inmunidad que la da su fama de incompetente.

 

Su acceso a una locura racional (valga la contradicción) inspira compasión en un principio (¡lo hemos visto tan maltratado!) que deriva en indignación porque en su nuevo camino no duda en matar inocentes que podrían inculparlo.

 

La historia más que surrealista, parece corrida de la realidad que conocemos. Los personajes parecen habitar lo bufonesco, pero se les cuela una verdad que desconcierta. Las situaciones se vuelven enajenadas y las derivas extremas. La línea demarcatoria que separa bien del mal se desdibuja, se difumina. Lo trágico se vuelve cómico y el humor de tan negro se vuelve ácido.

 

Es un capítulo de cine noir distinto a todos. Es una película luminosa de colores claros, en la tonalidad que llamamos pastel. Y las escenas nocturnas son en “noche americana”, así que son más azuladas que oscuras. Eso sí, la película se hermana con la tradición noir en que su visión de la humanidad es sombría, casi todos los personajes son moralmente vacíos, crueles, corruptos, criminales.

 

Se basa en la novela de Jim Thompson, PoP 1280 (aquí PoP es Population of Pottsville, pequeña ciudad de Texas en la que transcurre la acción, de ahí que el título fue traducido al castellano como “1280 almas”. Y dicen los que la leyeron que no perdió nada de su ferocidad original al haberla Tavernier trasladado a la Nigeria colonial.

 

Coup de torchon es “limpiar con un trapo”, en este caso un pizarrón en el Cordier ha escrito una confesión.

 

Tavernier ratifica aquí el postulado del Cambalache de Enrique Santos Discépolo: El mundo fue y será una porquería. ¿Lo es? No se. Pero el que al menos una vez al día no sienta que es así, que tire la bíblica primera piedra.

Gustavo Monteros


viernes, 10 de octubre de 2025

Noiret - Tavernier 04 - Una semana de vacaciones


 

Continuamos el repaso de la colaboración del actor Philippe Noiret con el director Bertrand Tavernier. Hoy nos toca Una semana de vacaciones / Une semaine de vacances (1980).

 

Laurence (Nathalie Baye) tiene lo que podríamos considerar un buen presente. Anda por los treinta años, es una docente de los primeros años de secundaria talentosa y bien considerada, los alumnos, los directivos y los colegas la aprecian, tiene una relación estable, de buen sexo y en líneas generales de buena comunicación con Pierre (Gérard Lanvin), se lleva hasta ahí con su hermano menor, Jacques (Philippe Delaigue) y más o menos bien con su madre (Marie-Louise Ebeli) que no se queja mucho de atender al postrado padre (Jean Dasté).

 

Sin embargo, una mañana no puede llegar a la escuela. Va a ver a su médico (Philippe Léotard), que le recomienda use un privilegio que al menos en 1980 tenían los docentes franceses, tomarse por estrés una semana de vacaciones en cualquier momento del año.

 

Y entonces Laurence comienza a correrse de los mandatos sociales que la constriñeron, sí, pero que le dieron un sentido de orden.

 

Y ¿cómo se corre uno de los mandatos? De una manera muy simple: dudando.

 

Disfruta de ser docente, pero le cansa que el sistema educativo se la pase instrumentando reformas sin evaluar las que dejan de lado (no sé por qué esa queja me suena conocida), los alumnos responden con clichés, ideas preconcebidas, eludiendo las respuestas personales propias (esto se pondrá peor, mi querida, al menos responden, con el tiempo no les interesará ni responder).

 

A veces halla a su pareja, Pierre, un poco cargoso, un prepotente, uno que la da por sabida, puede ser, pero lo que más le molesta es que él no le teme al compromiso y ella, sí. Él quiere hijos, ella todavía no sabe si quiere o no.

 

Su hermano y su madre le exigen atención o cuidados, que ella no quiere satisfacer y comprende que eso demuele la imagen de buena mina que ella tiene de sí misma. Además, su padre, enfermo y demandante, ya no es, por supuesto, el que ella admiraba.

 

Conoce a Lucien (Michel Galabru), el padre de un alumno, un separado que muestra que puede amar. Él no la juzga. Es dueño de un café-bar, lo que posibilita que la relación se desarrolle con fluidez. Eso lo lleva a él a un equívoco, sobre el que pedirá perdón.

 

En un momento, Lucien la invita a cenar con un amigo, Michel (Philippe Noiret), el mismo personaje de El relojero de Saint-Paul. Se informa a los que no lo conocen del film anterior que es padre de un convicto acusado de un crimen.

 

Michel habla de lo duro que es relacionarse con alguien que está preso. A la salida de las visitas, ve que hay cerca de la cárcel, un bar al que no va, pero al que le gustaría entrar. Supone que los que salen de la prisión y a los que nadie los espera, van ahí como primera parada de su reconquistada libertad. Se pregunta si se animará a hablar con alguno de ellos.

 

Al despedirse dirá que los alumnos de Laurence tendrán que aprender lo que nos cuesta a todos: saber escuchar.

 

La película aparte de una crisis adelantada de la edad mediana, trata también la soledad (la colega que no encuentra la suela de su zapato), la vejez (la vecina muy mayor que se marchita en el departamento de enfrente y a la que ve por su ventana), la inseguridad por la poca confianza en uno mismo (la alumna que no habla porque teme decir estupideces y revelar que aparte de ignorante es tonta).

 

Tavernier es de los que puede hacer divertida, trascendente y profunda la lectura de la guía telefónica (una antigüedad que en 1980 todavía existía y era útil).

 

Nada hay más egocéntrico que una crisis de edad mediana, pero si se considera que hay un espectador, el creador la llena de detalles y la hace perspicaz y pertinente para los que la están viendo, porque al profundizar en las circunstancias de una persona, estas se vuelven universales.

 

Esto suena muy evidente, pero hay que saber hacerlo. Éric Rohmer en El rayo verde (1986) narra otra crisis personal y es más aburrida que contar segundos durante diez minutos. La protagonista y sus circunstancias nunca nos interesan y uno en un ataque de fastidio termina diciendo: má sí, superá tu depresión, o no, pero no jodás más.

 

El cine es un espectáculo con sus reglas, que alguien sufra no garantiza solidaridad inmediata, hay que ganarla.

 

Tavernier se permite dialogar con sus películas anteriores. Como en El juez y el asesino de 1976, vuelve a darle a Michel Galabru otro papel serio, de hondura psicológica. Otros directores siguen dándole roles payasescos de una sola nota.

 

Y aparte del personaje de Michel (Philippe Noiret) lo que relaciona esta película con El relojero de Saint-Paul (1974) es que es otra declaración de amor a la ciudad de Lyon, que sale incluso más bella que en El relojero.

 

A Tavernier los problemas sociales de su presente no le son indiferentes y tiene un modo muy empático de exponerlos. No parte de certezas, sino que indaga.

 

En Des enfants gâtés / Dos inquilinos (1977) acerca los problemas que tienen los franceses por entonces para alquilar y parte de lo que se entera un director de cine (Michel Piccoli), cuando al no poder trabajar sobre el guion de su próxima película en su casa, alquila un departamentito en un edificio, la otra inquilina del título en español es una vecina con la que tiene un romance (Christine Pascal).

 

Nathalie Baye, la protagonista de Una semana de vacaciones, en uno de sus primeros protagónicos absolutos aprovecha la ocasión para cimentar su fama deslumbrando.

 

El tema de la educación y sus problemas volverá a aparecer en la obra de Tavernier, más precisamente en 1999 con Ça commence aujourd'hui / Todo comienza hoy, sobre un maestro de jardín de infantes que intenta hacer una diferencia en una ciudad deprimida económicamente.

 

Es que Tavernier es un humanista y en tiempos tan desangelados como los actuales (y algunos de los que le tocó vivir), los humanistas no son necesarios sino imprescindibles.

Gustavo Monteros

viernes, 3 de octubre de 2025

Noiret - Tavernier 03 - El juez y el asesino


 

Y el tercer largometraje de Bertrand Tavernier fue también con Philippe Noiret. Se llamó Le juge et l’assassin / El juez y el asesino. Filme elocuente y ambicioso (y por lo tanto, polémico) que despejó cualquier duda que se pudiera tener respecto del talento de Tavernier. Ya se lo podía dejar de saludar como a un director en ciernes. Para calificarlo como maestro era temprano, aunque no lo era para considerarlo como un autor con inquietudes y muchas cosas para decir.

 

Se basa en hechos reales, con los nombres cambiados, porque a Tavernier no le interesa reproducir la veracidad sino dar su interpretación, su lectura.

 

Estamos a fines del siglo XIX, y el caso Dreyfus domina las conversaciones. En zonas rurales, un asesino feroz ataca pastores y pastoras que están entre la infancia y la adolescencia.

 

Se ve que Joseph Bouvier (Michel Galabru), que así se llama el asesino, tiene más de un tornillo flojo.

 

Se ve también que es un hombre inteligente con algún tipo de instrucción, mezcla teorías antisemitas, masonas, católicas, conservadoras y retrógradas con evidencia de un pleno conocimiento de las mismas.

 

Emile Rousseau (Philippe Noiret), un juez de provincia, de simpatías ultraderechistas, quiere cazarlo. El juez ambiciona una Legión de Honor, por lo que estima que debe mandar al asesino a la guillotina.

 

El impedimento más evidente es que el asesino está loco. Si se admite la locura, el reo evitará el guillotinamiento, así que el juez debe lograr que se lo dictamine apto de entendederas.

 

Los temas que desarrolla la película son, por desgracia, harto vigentes. Como la manipulación de la justicia (que es más teatro que otra cosa) o la tergiversación mediática permanente (los diarios falsean los hechos con primor). Esto acrecienta la incapacidad del público de pensar por su cuenta.

 

La gente se deja pensar por los diarios y su opinión es determinada por el operador de éxito, tanto así que entregará feliz los libros de Balzac que hasta ayer atesoraba para que los quemen.

 

Las hipocresías están a la orden del día. A saber:

 

La madre del juez (Renée Faure) consiente que su hijo tenga una amante, Rose (Isabelle Huppert), hasta le manda confituras para el cumpleaños, siempre y cuando, la exobrera y ¿su hermana menor?, ¿su hija? se mantengan lejos de su presencia. Cuando el juez, obligado por circunstancias, que no vienen al cuento, se vea obligado a llevarla a su casa, la madre la desairará con ahínco.

 

El procurador De Villedieu (Jean-Claude Brialy), muy amigo de Emile, parece no darse cuenta de que la devoción que le ofrece su exótico sirviente traído de la Cochinchina es producto de la extorsión. El procurador acusó al hermano del sirviente de un crimen que no cometió, no obstante, aquel logró la libertad a cambio de la esclavización de por vida del hermano.

 

La hermana menor de Rose es sexualmente precoz, como se desconoce el tratamiento, la someten a torturas varias.

 

El cura en el púlpito pide para los francmasones poco menos que la vuelta de la Inquisición sin que nadie levante una ceja.

 

El cura y sus feligreses son muy antisemitas, lo que les parece el estado natural de las cosas.

 

La madre del juez les da sopa de pollo a los pobres siempre y cuando firmen una proclama que pide que el asesino sea declarado mentalmente sano. 

 

Las mentes bien pensantes se escandalizan porque las víctimas del asesino llegan a la veintena, pero ni se inmutan porque cientos de chicos son abatidos a tiros en las huelgas de las fábricas, donde trabajan de sol a sol, sin salir del hambre.

 

Philippe Noiret retrata con sutileza las contradicciones de su juez. No la menor de ellas es el apego peculiar a su madre. Y Michel Galabru, un histrión habitualmente relegado a papeles cómicos burdos, da una interpretación dramática impecable de su asesino.

 

Y Tavernier, con calculada impiedad, da cuenta de nuestras miserias cotidianas. Y como no se excluye, se gana el derecho de decir lo que se le venga en gana. Con aliteración incluida y todo.

Gustavo Monteros

 

viernes, 26 de septiembre de 2025

Noiret - Tavernier 02 - Que la fiesta comience



Y el segundo largometraje de Bertrand Tavernier fue también su segunda colaboración con Philippe Noiret y su primera incursión en los filmes históricos.

 

Se centra en algunos meses en la vida de Felipe II de Orleans (Philippe Noiret), regente que gobernó Francia mientras Luis XV era niño entre 1715 y 1723.

 

Figura controversial que restringió el poder de la Iglesia, reestableció la paz, mejoró las finanzas y la economía con las políticas de Law (introductor del papel moneda en Europa) a la vez que lideró una vida escandalosa de fiestas licenciosas, orgías palaciegas y banquetes pantagruélicos.

 

Y como toda figura controversial, quizá no fue el monstruo que una facción pretende, aunque tampoco el progresista que la otra facción estimula. Degustaba la buena mesa y la buena bebida, el sexo y el arte.

 

Tavernier, en el período de tiempo elegido, lo muestra tironeado entre las intrigas del abate Dubois (Jean Rochefort) para ascender en la escala eclesiástica y la conspiración bretona antiimpuestos liderada por Pontcallec (Jean-Pierre Marielle).

 

La película se abre con la muerte de la hija de Felipe, María Luisa Isabel de Orleans. Las malas lenguas decían que Felipe era su amante y el padre de los hijos bastardos que nacieron, y que había muerto tras un aborto.

 

En escenas posteriores, Tavernier establece que no fueron amantes, aunque los dos participaban de las mismas orgías.

 

Puede que, en 1975 fecha del estreno, las escenificaciones de las orgías levantaran algunas cejas. Hoy son tan inocuas como una fiesta de casamiento en un salón parroquial.

 

La película se cierra con dos ejecuciones, que no se muestran y un enojo popular, que sí se ve. Y subraya que la Revolución Francesa no surgió de un repollo, que la desatención de las necesidades del pueblo fue sistemática y constante. Y que la inequidad resultante solo podía terminar en violencia social instauradora de los derechos postergados.

 

Para la industria francesa es relativamente sencillo hacer películas sobre el siglo XVIII, muchas casas y palacios de la época siguen en pie. Por las óperas y las obras de teatro transcurridas en el período, tienen sastrerías especializadas con centenares de vestuarios. O sea que cuentan con los elementos para llenar el cuadro y el ojo con suntuosidad.

 

Philippe Noiret, Jean Rochefort y Jean-Pierre Marielle juegan con maestría admirable sus personajes y no caen en la vulgar dicotomía de volverlos ángeles o demonios, sino seres humanos, con sus vicios y virtudes, con sus claroscuros. Movidos por la ambición, aunque capaces de generosidades inesperadas o insospechadas.

 

Que la fête commence… / Que la fiesta comience (Bertrand Tavernier, 1975) es una película sólida y lograda. Hay quien dice que Tavernier hará películas mejores en este género. Puede ser, pero esta tiene méritos suficientes para engalanar por sí sola la carrera de cualquiera.

 

Cuando se revee la trayectoria de un director talentoso se cometen estas injusticias, se considera como algo menor, lo que en otras manos se considerarían obras mayores, solo porque se la contrapone con alguna excelsitud posterior.

 

A cada cual su mérito y al dios cine, el de todos.

Gustavo Monteros

viernes, 19 de septiembre de 2025

Noiret - Tavernier 01 - El relojero de Saint-Paul


 

A riesgo de hartar por repetirme tanto, igual insisto: el adicto al cine es un cazador de recuerdos (no soy dueño de muchas nociones originales, así que, si me la van a usar, sepan reconocerme el copyright).

 

De ahí que una de mis ocupaciones favoritas es barajar recuerdos. Paso horas felices confrontando datos, repasando carreras de actores, directores, libretistas. Maravillándome al comprobar que tales o cuales películas fueron estrenadas el mismo año. Constatar que tal actor saltó de esta esplendidez a esta otra. 

 

Un día, en una de esas, me cruzo con La vida y nada más (La vie et rien d’autre, Bertrand Tavernier, 1989), película que vi mal.

 

¿Qué es para mí ver mal una película? Verla en un momento en que no estaba listo para apreciarla, por obligación, por mandato cultural, porque uno no deja pasar la obra de un director importante, así como así.

 

Con el tiempo aprendí que no hay que cumplir con todos los mandatos. Algunos merecen un pito catalán. Es preferible dejar pasar una película que verla mal o ser injusto con ella.

 

Hay momentos en uno está demasiado ganado por las circunstancias personales y ante películas que demandan algo más que una presencia zombi ante la pantalla, mejor elegir degustarlas cuando se esté listo. ¿Acaso tomamos el mejor champán cuando tenemos gastritis? No.

 

Me digo, bien, hago una retrospectiva de la carrera de Tavernier y la veo en contexto. Me conozco y me corrijo. Sé como terminan mis deseos de armar retrospectivas con las carreras largas de directores, comienzo con entusiasmo, llego a la tercera parte y salto a otra cosa con renovado interés y me juro que completaré la retrospectiva en cuestión a la primera de cambio.

 

Y las intenciones se acumulan y es como cuando uno se jura terminar este libro, después de leer este otro, y la mesa de lecturas no tarda en ser una Torre de Babel que rasca el cielo.

 

Me decido por concentrarme en las películas que Tavernier hizo con Philipe Noiret. Son ocho, seis tienen a Noiret de protagonista y dos de invitado especial. Una misión que puedo cumplir. Me doy un plazo abierto (nada de los martes de agosto o los miércoles alternados de septiembre, o para cuando me pasé de café y no puedo dormir), las veré bajo el principio del placer, mandato que debería regir supremo sobre todos los demás.

 

La primera es El relojero de Saint-Paul (L’horloger de Saint-Paul), 1974, y casualmente, o no tanto, es el debut en el largometraje de Tavernier. Se basa en una novela de Georges Simenon que transcurre, leo por ahí, en Nueva York, pero que Tavernier traslada a Lyon, y reflejó la ciudad con tanto amor, que se dice contribuyó grandemente a que con posterioridad la eligieran patrimonio cultural de la humanidad.

 

Michel Descombes (Philippe Noiret) es un relojero, padre del veinteañero Bernard (Sylvain Rougerie). Se lo cree viudo. En realidad, la mujer los dejó y no volvió más.

 

Michel contrató a una mujer, Madeleine (Andrée Tainsy) para que lo ayudara con la casa y a criar a Bernard, mientras rumiaba una misoginia leve para no llenarse de tristeza y desesperación.

 

Cuando lo creyó oportuno, despidió a Madelaine y comenzó una convivencia estrecha con su hijo, con más secretos que confidencias.

 

La película arranca con Michel cenando con unos amigos. Es noche de elecciones parlamentarias, parece que para los municipios gana la izquierda. Escuchan los resultados en una radio que anda con intermitencias. La acción es contemporánea a la hechura de la película, o sea, estamos en 1974. Perder señal era frecuente por entonces.

 

Más tarde hay un chiste, con la interferencia de señal mientras transcurre una misa, cuando de repente, interrumpen al cura unos mensajes policiales de las radios de los patrulleros. Algo también muy común por entonces.

 

Estabas en un acto escolar en el patio y te aparecían de pronto mensajes de taxistas. O estabas en el cine y la banda sonora se interrumpía para dar paso a un intercambio entre radioaficionados. Cerremos el paréntesis que se hizo largo y volvamos a Michel.

 

Terminada la cena, Michel vuelve a su casa. A la mañana siguiente, a primera hora, lo visita un policía y lo lleva a un paraje al costado de la ruta que deja Lyon para que hable con el comisario Guilboud (Jean Rochefort).

 

Bernard, el hijo de Michel, ha matado al dueño de la fábrica en la que trabajaba su novia, Liliane (Christine Pascal). Hay más interrogantes que certezas: ¿por qué?, ¿el motivo es personal o laboral?, ¿Liliane es cómplice o testigo?, ¿por qué quemaron el auto del patrón? Lo concreto es que Bernard y Liliane se han dado a la fuga y el comisario Guilboud espera contar con la colaboración de Michel, para que cuando los encuentren, los convenza de entregarse y que no respondan a los tiros cual Bonnie and Clyde.

 

Los fugitivos son hábiles y tardarán en hallarlos. Mientras tanto, Michel y Guilboud desarrollarán una relación que bordea la amistad (algo muy Georges Simenon, tal como aprendimos en las muchas películas que se basan en sus novelas, estar con la ley o en su contra es una circunstancia casual casi, los personajes de uno u otro lado tienen más en común de lo que a priori podría sospecharse).

 

Y en esta espera que lleva a la captura, conocemos más y más a Michel. Cómo es y fue su vida, su relación con Bernard, con sus amigos, y como inciden en él los cambios en estos peculiares tiempos presentes.

 

No es casual que la película se abra con los resultados de las elecciones, la visión política o la falta de ella será relevante. No olvidar que estamos en las postrimerías del mayo francés.

 

Pero todo, tanto la relación de Michel con Bernard, con sus amigos, con el comisario, con Madelaine, tiene más puntos suspensivos que declaraciones. Nada es oscuro, pero está implícito, se trabaja en entrelíneas, y no es que haya que prestar mucha atención, los actores hacen un trabajo prístino, luminoso. A lo que voy es que no entregan todo deglutido y subrayado, solo hay que ver y deducir.

 

Y es curioso como todos los temas que discutimos hoy están presentes aquí: la polarización política, el avance sobre los derechos laborales, el atropello a la mujer, objetivada por el machismo patriarcal, el empeño en creer que la política tiene poco o nada que ver con nosotros, miopía que se paga cara.

 

Como es un caso policial, que implica a un patrón y a una obrera, los medios se ocupan con delectación. En un momento se ve en el televisor que se le da voz al ciudadano de a pie y se oyen expresiones que oímos todos los días en nuestras actualizadas cadenas de noticias.

 

Y yo comprendí al menos que la lucha es perpetua, que lo ganado, sean logros sociales como el matrimonio igualitario, el divorcio, el aborto, o logros laborales, como la jornada acotada, el reconocimiento jubilatorio, el acceso a obras sociales, etcétera, se defienden siempre. La derecha, el establishment, el poder verdadero no da nada por sentado. No bien pueda y tenga un resquicio arrebatará algo de lo cedido.

 

Tavernier no subraya y Noiret, Rochefort y todo el resto del elenco, tampoco ocultan nada. Y este relojero no fue una excepción, un exabrupto de talento que se agotó en el primer título.

 

No, para gloria del cine y placer de los espectadores, fue el inicio de una carrera fulgurante que abarcaría diversos géneros y dejaría algunas películas monumentales, ineludibles y como esta, entrañables, que es lo que las hace eternas e inolvidables. Si algo conmueve o hace reír, deja una sensación de belleza que no borra ni la desmemoria.

Gustavo Monteros