Nos vamos de vacaciones, volvemos el viernes 13 de febrero de 2026. Y recuerden, en caso de duda, opten por un clásico. ¡Buen año! Gustavo Monteros
Crónicas de cine
por Gustavo Monteros
viernes, 26 de diciembre de 2025
viernes, 19 de diciembre de 2025
Historias dos veces contadas - Hoy: El cielo y el infierno - Del cielo al infierno
El cielo y el infierno
(según título para la Argentina) El infierno del odio (título para
España), thriller de 1963 de Akira Kurosawa (Tengoku to jigoku, en el
original, High and Low, en su título en inglés) es una de las cumbres
del género.
Tiene dos partes claramente diferenciables. La primera de
55 minutos (el metraje total es de dos horas, 23 minutos) transcurre por entero
en la casa de Kingo Gondô (Toshiro Mifume) sobre todo en su amplio living.
Gondô vive allí con su esposa Reiko (Kyôko Kagawa) y su
hijo de 10 años, Jun (Toshio Egi). En la casa viven asimismo su chofer viudo,
Aoki (Yutaka Sada) que también tiene un hijo de 10 años, Shini’ichi (Masahiko
Shimazu).
Kingo Gondô es un alto ejecutivo de una compañía de
calzados femeninos. La primera escena nos lo muestra en conflicto sobre el
manejo de la empresa con la junta parcial de grandes accionistas. La reunión
termina abrupta y airadamente. Gondô tomará una decisión audaz que compromete todo
el dinero que lleva amasado hasta la fecha.
Una llamada telefónica le informará de un secuestro. De
inmediato dos cosas no se ponen en duda, pagar el rescate (de ahí que el título
de la novela de Evan Hunter o su alias, Ed McBain en la que se basa es El
rescate de un rey) y avisar a la policía.
Habrá una vuelta de tuerca (muy George Bernard Shaw) que
desatará dilemas morales. Saldremos entonces del living de Kingo Gondô y se
dará inicio a la segunda parte que se concentra en cómo se lleva a cabo la
investigación policial para dar con el secuestrador, o sea pasamos a lo que
ahora se denomina policial procedimental.
Peculiaridad a destacar, Gondô o sea el inmenso Mifune,
salvo muy breves intervenciones, prácticamente desaparecerá de escena en la
segunda parte del film.
La película es innovadora en muchos recursos técnicos y en
dos aspectos inusuales a la época de su realización: el retrato de los
devastadores efectos de la heroína y el impacto que provoca el despliegue
obsceno de la riqueza desmedida en los que poco o nada tienen.
De ahí la importancia que cobra el living casi panorámico
de la casa de Kingo Gondô y el doble juego que permite: lo que de allí se ve y lo
que puede ser espiado desde abajo.
Spike Lee a lo largo de los años ha declarado gran
admiración por esta película de Akira Kurosawa y este año decidió estrenar su
versión: Highest 2 Lowest. (Del cielo al infierno, en su título
de distribución para la Argentina)
Kingo Gondô es ahora David King, es decir Denzel
Washington. Ya no es más CEO de una empresa de zapatos sino de una gran
discográfica.
Pam (Ilfenesh Hadera) es la esposa, el hijo ya no tiene 10
años, sino unos 18 y se llama Trey (Aubrey Joseph). Ahora el chofer es Paul
Christopher (Jeffrey Wright), sigue siendo viudo y el hijo, de edad similar a
la del de David, se llama Kyle (Elijah Wright) (sí, es hijo en la vida real del
gran Jeffrey).
Esta vez el living quizá no sea tan destacado, pero el
edificio lo es y el departamento de David King y sobre todo el balcón son
discernibles. (Estamos ahora en Nueva York).
Ya no hay dos partes tan claras como en el original de
Kurosawa. No está la claustrofobia desesperante (lograda en un ambiente amplio
con gran apertura de cámara y muchos actores en escena, genialidad narrativa si
las hubo).
En esta versión de Spike Lee no hay mucha concentración de
espacios, las escenas son breves y en diversos ambientes. Lo demás se mantiene
en equivalencias similares.
Está el policial procedimental, aunque esta vez el chofer y
su hijo no son los que contribuyen a la pesca del culpable, sino el mismísimo
King, o sea Denzel con el chofer Paul como su secuaz.
Hay esta vez una persecución a lo Bullit (Peter
Yates, 1968) mientras toca en la calle Eddie Palmieri & The Salsa Orchestra
(en lo que sería la última aparición de Palmieri en el cine, murió en agosto de
2025).
Habrá otras lindezas como Aiyana-Lee Anderson cantando la
canción original de la película, una balada en estilo de musical como Dreamgirls
(Bill Condon, 2006) que no en vano es el tema final de la película y que
conjuga con la apertura, que viene de un musical, la versión de Norm Lewis de
Oh, What a Beautiful Mornin’ de la Oklahoma! de Rodgers y Hammerstein
II, llevada al cine en 1955 por Fred Zinnemann.
La película de Lee no empalidece ante la de Kurosawa, pero
tampoco la lleva más allá, a otros logros, a otras alturas. Me pasa aquí lo que
me pasó con la Psicosis de Gus Van Sant o la West Side Story de
Steven Spielberg. ¿Para qué repetir obras que si no son la perfección se le
acercan bastante?
Para dar con una respuesta, me fijo qué hacen con la
admiración por algunas obras en otros géneros. En la plástica, si bien copiar
cuadros y estatuas es un ejercicio habitual, no hay Giocondas de Picasso o
Lautrec. A lo sumo en tiempos de parodia, hay cuadros “intervenidos”. Obras a
las que se le agregan elementos generalmente humorísticos.
En la literatura, generalmente se toman personajes de
alguna novela célebre y se los pone en tramas anteriores a los hechos narrados
en la ficción de origen (no tan frecuente) o se los usa en tramas posteriores a
los entuertos conocidos (más frecuentes).
En música, a lo sumo se usan temas de la obra original y se
los cita en la composición nueva.
Lo más parecido a lo que hacen las remakes cinematográficas
es lo que sucede con las obras teatrales. Algunos directores con mucha impronta
logran puestas que se consideran canónicas por lo magistrales, pero no pasan
décadas antes de que otro director con la misma obra logre impactos que borren
o desdigan lo conseguido antes.
El cine siempre anduvo revisitando temas. El cine mudo se
atrevió con cuanta ficción famosa andaba por ahí. El cine sonoro las rehízo con
actores parlantes, lo que, en un punto, era más que lógico.
Aunque lo curioso de las remakes, más o menos cercanas en
el tiempo, es que nunca se hacen sobre films muy atendibles pero fallidos, sino
sobre películas casi impecables.
A veces me pregunto si esa admiración por alguna película ineludible
no estaría mejor puesta en arreglar con quienes tengan los derechos y
reestrenar esas obras maestras en versiones restauradas.
Porque si he de ser sincero conmigo mismo, las buenas
remakes a lo sumo empatan sus originales, y por más logros a los que lleguen,
es un poco como si las abarataran. Es solo un parecer, ojo.
Gustavo Monteros
viernes, 12 de diciembre de 2025
Programa doble - Hoy: Nouvelle Vague - Blue Moon
A fines de los años cincuenta, París bullía…literalmente.
Nunca fue más pujante. Los jóvenes al fin eran jóvenes y cuestionaban lo
incuestionable, se rebelan ante lo estratificado, revolucionaban hasta lo
sacrosanto.
En el ámbito del cine, los muchachos de Cahiers du cinema,
reinventaban la pólvora. Insultaban, pontificaban, demonizaban. Y a diferencia
de otros movimientos críticos, no querían solo teorizar, ambicionaban crear. De
a uno en fondo hicieron su primera película, que inauguraría, en todos los
casos, carreras fecundas.
El más tiracuetes de todos, Jean-Luc Godart, quedó en la
retaguardia. Pero un buen día, dejó de hablar, sacó patente de genio y en unas
semanas luminosas de 1960, puso patas para arriba las maneras de producir y
filmar un largometraje con su Sin aliento, À bout de soufflé, en el
original.
La protagonizaron dos estrellas en ascenso imparable: Jean
Seberg (que, acostumbrada a las formas rutinarias de Hollywood, padeció el
rodaje) y Jean-Paul Belmondo (que disfrutó el rodaje a lo grande, porque intuyó
que, pese a los buenos consejos de su representante, no había que sustraerse a
este proyecto). Hoy todo esto es historia.
Se dice que al cine pocas cosas le gustan más que
celebrarse. Debe ser cierto porque las instancias de esta presunta verdad se
multiplican exponencialmente. Y al prolífico Richard Linklater, oriundo no de
París, Texas, sino de Houston, Tejas, le tocó tentarse con recrear esta mítica
filmación.
En refulgente blanco y negro, con formato de pantalla
cuadrada (al uso de la época) comienza su Nouvelle Vague (2025). La
cosa, como le conviene mejor, a decir verdad, arranca con aires de documental.
Y así, a cada vez que se presenta un personaje, se le
imprime el nombre con el que fue conocido (pocas veces el seudónimo, muchas, el
verdadero).
Para quienes los recordamos, algunos vienen con su prosapia
de horas de tarde de cine: Truffaut,
Chabrol, Rivette, Rohmer, Melville, Rossellini, Breson, Cocteau, Varda, y
siguen las firmas (no todos de la Nouvelle Vague, pero todos muy activos en ese
entonces). A algunos los conozco de mentas, a otros recién los oigo nombrar.
Pero si a todos los buscáramos en las enciclopedias o diccionarios de cine,
comprobaríamos que son, sin excepción, próceres de la historia del séptimo
arte: músicos, camarógrafos, escenógrafos, vestuaristas, representantes,
productores, realizadores, y un largo y luminoso etcétera.
Y si hasta el más aburrido rodaje viene con anécdotas, este
que fue parteaguas, las tiene de todo tipo y color. Los no versados en el cine
de la época, los que no oyeron mencionar jamás el término “nouvelle vague”, los
que gustan del cine industrial de fácil ver, y con tirria al cine de autor, ¿pueden
disfrutar de este delante y detrás de escena de una película que ni vieron?
¡Sí! Son los que mejor la van a pasar, porque tienen la
impunidad del que no sabe y la libertad de discernimiento del que solo termina
de ver algo si algo lo atrapa e interesa.
Circulan muchas teorías de que la civilización fue posible
gracias a la pulsión por saber y difundir qué ocultaban los vecinos, o para
decirlo en sencillo, por la curiosidad de enterarse para después difundir, o
sea el chismorreo.
Y aquí hay chismes de todos los estilos y tamaños, y para no arruinar las sorpresas que les esperan, solo me queda repetir lo que decían los antiguos a la hora de vender un espectáculo: Pasen y vean, pasen y vean.
Guillaume Marbeck es Jean-Luc Godard, Zoe Deutch es Jean Seberg y Aubry Dullin es Jean-Paul Belmondo.
Blue Moon es la segunda película
que Richard Linklater estrenó este año y se centra en una noche crucial para
Lorenz Hart. Pero comencemos por el principio.
El gran compositor estadounidense (principalmente de
musicales, aunque compuso también otro tipo de obras) en su larga y fructífera
carrera trabajó mayormente con dos igualmente grandes letristas, Lorenz Hart
(entre 1917 y 1942) y Oscar Hammerstein II (entre 1942 hasta la muerte de
Hammerstein en 1960).
En 1942, cuando Rodgers aceptó Oklahoma!, como su próximo
proyecto supuso que, como acostumbraba, trabajaría con Hart, pero como este
parecía dominado por el alcoholismo, sumó como colaborador eventual a
Hammerstein II.
A Hart le disgustaba el material de Oklahoma!, le
parecía de tan sentimental, cursi, y se bajó del encargo, aunque tampoco podía
ya dominar su problema con la bebida y menos enfrentar una obra de largo
aliento.
Y así Hammerstein comenzó su colaboración con Rodgers que
abarcaría, además de Oklahoma!, títulos como Carousel, 1954, State
Fair para cine, 1945, South Pacific, 1949, The King and I,
1951, Cinderella para televisión, 1957, Flower Drum Song, 1959, y
The Sound of Music (o sea La novicia rebelde), 1959, entre los
más renombrados.
Blue Moon, la película, que
lleva ese título por la canción más popular del dúo Rodgers y Hart, transcurre
la noche del 31 de marzo de 1943, que fue cuando se estrenó Oklahoma!
Hart (un magnífico Ethan Hawke) procura mostrarse sobrio
ante su (¿ex?) socio creativo, Rodgers (Andrew Scott) para alardear de que
todavía puede ser confiable. (Hart, si no ahora, en algún momento estuvo
enamorado de Rodgers, que nunca le dio esperanza de que lo correspondería).
Hart persigue en la instancia de esta noche el amor de la
joven Elizabeth Weiland (Margaret Qualley), que lo quiere mucho, pero no
románticamente.
En esta noche clave y difícil, Hart cuenta con el apoyo del
barista Eddie (Bobby Cannevale), un cliente del bar, E.B. “Andy” White (Patrick
Kennedy), el futuro autor de la exitosísima novela infantil, La telaraña de
Charlotte / Charlotte’s Webb), el pianista Morty Rifkin (Jonah Lees) y un
cadete de una florería, Sven (Giles Surridge) con el que coquetea.
Y aunque muy laterales, tendrán su relevancia, Hammerstein
(Simon Delaney) y su ahijado, un niño por entonces (tanto que lo llaman Stevie),
un tal ¡Steven Sondheim! (Cilliam Sullivan).
Todos los participantes, del protagonista al último
tiracables, están irreprochables, pero el héroe de la velada es el guionista
Robert Kaplow, que obtiene “la voz” de sus personajes de la correspondencia
entre Lorenz Hart y Elizabeth Weiland.
En un tiempo en el que guiones gloriosos en el futuro se
vuelven obras teatrales luminosas, el de Kaplow, bien puede, en un porvenir no
muy lejano, tener una versión teatral. Como sea, el guion es de una brillantez
celebrable. Su Hart no solo nos involucra, nos volvemos sus barras bravas.
Hart tendría su última colaboración con Rodgers. Para A
Connecticut Yankee, reestrenada el 17 de noviembre de 1943, contribuiría
con una letra inolvidable, la de “To Keep My Love Alive”. Lorenz Hart moriría
el 22 de noviembre de 1943, a los 48 años.
Devolvámosle a Dios sus bendiciones, porque sin dudas,
Lorenz Hart, (y Rodgers y Hammerstein II y Sondheim) son la prueba tangible de
su existencia. Amén.
Gustavo Monteros
viernes, 5 de diciembre de 2025
viernes, 28 de noviembre de 2025
Cacería de brujas
Aunque en los papeles era una de las favoritas, Cacería
de brujas (After the Hunt, Luca Guadagnino, 2025) no avanzó en la
temporada de premios. Su presentación en el Festival de Venecia no entusiasmó a
la crítica y tras su estreno mundial, el público se abstuvo de verla. ¿Por qué?
Esto incentivó más mi curiosidad que si hubiera seguido en carrera.
A los pocos minutos de iniciada, ya tenía una pista firme. Un
cartel nos informa que estamos en Yale. De inmediato, estamos en una fiesta con
muchos universitarios, muy pagados de sí mismos al punto de creerse la hostia,
aunque para demostrarlo intercambian obviedades, eso sí, enunciadas en
“difícil” para que creamos que son muy “profundos”. Punto en contra, todos los
personajes nos caen antipáticos y nos empieza a dar lo mismo lo que pase con
ellos.
Vemos que todos los personajes giran alrededor del de Julia
Roberts que es Alma. La tal Alma ha vuelto a la universidad después de unos
cuantos años de ausencia a dictar filosofía o ética.
Compite por el nombramiento definitivo con un colega que
ella ha formado, Hank (Andrew Garfield), con el que tiene un juego de
seducción, que sulfura al marido de Alma, el psiquiatra, Frederik (Michael
Stuhlbarg), el que también tiene ojeriza por la asistente de cátedra de Alma,
Maggie (Ayo Edebiri), que es lesbiana, negra y muy rica, tres características
que la chica exhibe como si fueran títulos nobiliarios, ante los cuales los demás
deben respetar al punto de la pleitesía.
Maggie es también alumna de Hank, los dos, como bien señala
el marido Frederik, aspiran a más que la atención de Alma y por ello se
detestan visiblemente.
Partidos todos los invitados, Alma se dobla de dolor (¿el
motivo por el que estuvo tantos años sin trabajar?, ¿es algo físico?, ¿es
psico-somático?) Tendremos un indicio claro más adelante.
Maggie, esa noche en particular está sola en su casa porque
su pareja transexual, Alex (Lío Mehiel) está de viaje. Maggie y Hank dejan la
fiesta juntos.
Al día siguiente, Maggie le contará a Alma que Hank ha
abusado de ella. Dice que cuando llegaron a la puerta del edificio en el que
vive, le pidió a Hank que subiera a tomar el trago del estribo, (¿para qué?, si
no lo aguanta) y que él, aunque ella se resistió, pasó todos los límites. Fue
al hospital para someterse al protocolo de violación, pero se arrepintió a
último momento, insiste, eso sí, que las cámaras deben haber registrado que
entró al hospital, y que dio la vuelta. Raro.
Alma que, ante el tema, por algo que sabremos después,
debería excusarse, le dice a Maggie en un principio que prefiere no ponerse de
lado de nadie, porque no fue testigo de nada.
Puro sentido común que no podrá sostener por dos razones,
una, porque es imposible mantenerse neutral en temas así, el entorno exige una
postura, y dos, Maggie la manipula para que se ponga de su lado, porque, como
docente y como mujer, es la única posición correcta.
Alma habla con Hank que dice no recordar nada, por lo que
sospecha que ha sido drogado. De paso dice que Maggie le tiene particular
inquina porque él ha descubierto a quien le está plagiando las ideas para la
tesis en la que trabaja y que además la pescó copiándose en un examen tan
ostensiblemente que tuvo que quitárselo. (Frederik también sospecha que Maggie
está plagiando ideas ajenas para la tesis).
La película comienza a manejar los conflictos dualmente, como
un drama de abuso y como un policial (¿quién dice la verdad?, ¿quién es el o la
“culpable”?) Punto en contra: no es que un genero (drama o policial) anule al
otro, pero muestra indefinición de miras, y banalización.
Mientras la historia va de acá para allá, se desarrolla una
subtrama entre Alma y su amiga Kim (Chlöe Sevigny) psiquiatra que trabaja
también en la universidad y que junto al decano y otros notables integra el
consejo administrativo superior.
Alma tiene unos cuantos secretos que hasta la fecha ha
mantenido bajo siete llaves. Y no es la única.
Terminaremos, claro, por saber cuáles son los secretos de
todos, pero a medida que nos vamos enterando, los conflictos son manejados con
alta importancia, como si les fuera la vida, como si no tuvieran otras
opciones.
Todo llega a una apoteosis, apocalíptica, casi. Vamos a
fundido al viejo y querido fundido a negro y creemos que van a empezar a rodar
los créditos finales del film. No, aparece un cartel que nos dice: Cinco años
después.
Lo que sigue es prácticamente una escena de otra película.
El registro es leve, se nos ratifica que hay siempre segundas oportunidades,
que en definitiva nada es tan serio ni tan decisivo. Punto en contra. ¿Para qué
diablos expresaron todo lo contrario en las dos horas anteriores?
Dos horas en las que obviaron el sentido común y ahora lo
esgrimen como la panacea universal. Punto en contra: suena a tomada de pelo.
Y en el último segundo hay una coda final con una voz en
off que muy postmodernamente nos revela que estuvimos en una ficción, en una
dramatización, perdidos en un relato. ¿Es necesario? ¿Es una confesión de que
nos tomaron por tontos?
Entre las muchas cosas que se dijeron sobre esta película
(con las que no estamos de acuerdo con ninguna, ni las que están a favor ni las
que están en contra), la más repetida es la protesta de que Julia Roberts está
fuera de registro y tipo (lo que se define como miscast en inglés).
Muchas películas que fueron rechazadas en sus estrenos
fueron después rescatadas y revalorizadas. Lo que se leyó en principio como
falla, se consideró después como factor constitutivo de una visión superadora.
¿Será este otro ejemplo de eso? El tiempo lo dirá.
Objetivamente hablando, no es un desastre absoluto, tiene apuntes logrados.
¿Bastarán en un futuro cercano o se olvidarán? No sé.
Gustavo Monteros
viernes, 21 de noviembre de 2025
Programa doble - Hoy: Noche de paz
Si de verdad hicieran programa doble quedaría un poco
confuso, porque estas dos películas se conocieron por estos pagos como Noche
de paz.
Aunque una es polaca de 2017 (Cicha noc, en el original)
y la dirigió Piotr Domalewski, y la otra es una glamorosa coproducción de Francia,
Alemania, Reino Unido, Bélgica, Rumania y Japón de 2005 (Joyeux Noël, en
el original) y la dirigió Christian Carion.
Cicha noc es aristotélica,
porque respeta a rajatabla las tres unidades aristotélicas, o sea la de acción,
de tiempo y de lugar. Transcurre en la casa familiar perdida en el campo, en la
Nochebuena y todo gira alrededor de lo que Adam (Dawid Ogrodnik) debe conseguir:
que sus hermanos Pawel (Tomasz Zietec) y Jolka (Maria Debska) y su padre
(Arkadiusz Jakubik) acepten que él venda la propiedad del abuelo para hacer un
negocio que se trae entre manos.
A la madre le preocupa que Adam y Pawel se reconcilien.
Están distanciados porque Adam se llevó a Pawel a la ciudad para que lo ayude
con un trabajo y en mitad de la faena, Pawel se volvió sin dar muchas
explicaciones. La hermanita menor, Kasia (Amelia Tyszkiewicz) solo quiere que
Adam registre, con la camarita que trajo, su recital de violín (la pobre toca
horrible, pero le pone garra). Al abuelo (Pawel Nowisz) solo le interesa que lo
dejen emborracharse en paz. Y el tío Jurek (Adam Cywka) pretende que lo apoyen en
la realización de una empresa que se parece mucho al contrabando. Y así.
Ya se sabe, donde hay una familia, problemas y conflictos
abundan. Adam no la tiene fácil. Lejos de ello. Todos guardan secretos que
saldrán a luz y lo desbaratarán emocionalmente.
El estilo es realista, hay mucha cámara en mano y plano
secuencia. Y a pesar de ser aristotélica, no es nada teatral.
Es una familia católica y el filme nos permite conocer como
son las liturgias celebratorias navideñas del catolicismo polaco. Los votos,
las felicitaciones, el partir de a dos un turrón o una galleta dura e
intercambiar las partes que le tocó a cada uno mientras se manifiestan deseos o
intenciones para el año, etc.
Vemos también como disfrutan de platos tradicionales que no
nos son familiares, como una sopa con ciruelas que los deleita, etc.
Es una comedia dramática muy lograda y altamente
recomendable. Pertenece al género navideño, claro, pero no es boba como todas
esas películas que hacen los yanquis a carradas.
Cicha noc pasó casi
desapercibida por las pantallas locales, en cambio Joyeux Noël, sin ser Titanic,
tuvo su agosto, a pesar de ser marxista.
Transcurre en la Nochebuena de 1914, en el Frente
Occidental, o sea por el noroeste de Francia, cerca de Bélgica y Luxemburgo. Ya
están las trincheras de un lado y del otro, con la tierra de nadie en el medio.
En este sector en particular hay tres ejércitos, el
francés, el escocés y el alemán.
El francés está comandado por el teniente Audebert
(Guillaume Canet) y entre su tropa se destaca Ponchel (Dany Boon) que anda con
un reloj despertador que alarma la hora en la que compartía un té con su madre.
El escocés está a cargo del teniente Gordon (Alex Ferns) y
en su tropa se destacan el pastor Palmer (Gary Lewis, para siempre el papá
minero de Billy Elliot) y dos hermanos muy entusiasmados en combatir,
William (Robin Laing) y Jonathan (Steven Robertson).
Y al ejército alemán lo comanda el teniente Horstmayer
(Daniel Brühl) y entre la tropa se destaca el tenor de fama internacional,
Nikolaus Sprink (Benno Fürmann, y en las partes cantadas pone la voz el
mexicano Rolando Villazón), al que lo visita su esposa, la prima donna Anna
Sörensen (Diane Kruger, y en las partes cantadas la soprano francesa Natalie
Dessay pone la voz).
Por culpa de la música (los escoceses con sus gaitas y los
alemanes con su tenor y soprano), gaita va y gorgorito viene, se arma un
intermezzo lírico que termina en una improvisada tregua. Y como el que no tiene
comida, tiene alcohol, comparten y confraternizan.
Y aquí yo hago entrar el manifiesto marxista. Todas las
guerras, por más que las adornen con motivos de religión o política, son por
plata.
Y aquí se cumple aquello tan marxista de que, si todos los
obreros del mundo se ponen de acuerdo, el capitalismo se acaba en una hora.
Estos tres ejércitos detuvieron la guerra y después les costó volver a
guerrear. Ya no eran enemigos anónimos, tenían nombres, historias, sueños.
Dicen que esta tregua humanitaria pasó de verdad.
Cuando los mandamases, jerarcas militaristas que defienden
el Capital con armas (sigo en el marxismo) se enteraron, no se pusieron muy
contentos y no premiaron a sus soldados por el humanismo manifiesto. No. Los
castigaron duramente.
Como se trataba de ejércitos enteros, por más ganas que tuvieran
de acusarlos de traición, no los podían mandar al paredón y fusilarlos al
amanecer, entonces para que no propagaran el ejemplo de confraternizar con el
enemigo (y por ahí avivarse y acabar con los combates), los mandaron a los
frentes más peliagudos.
A los escoceses, los dividieron en compañías y los
desperdigaron, a los franceses los mandaron a ¡Verdún! (epicentro de uno de las
batallas más cruentas y sanguinarias de todas las guerras) y a los alemanes los
mandaron al ¡frente ruso! (con sus nieves largas y las tierras arrasadas, es
decir hambre y congelamiento, ¡te la regalo!)
Las dos navidades de estas películas son epifanías.
El polaquito Adam ratifica el amor que le tiene a su
familia, y en nombre de ese amor, se sacrifica y toma otro rumbo, muy diferente
al que imaginaba seguir.
Y estos ejércitos que celebraron una navidad juntos
comprendieron que detrás de las armas, las banderas y los uniformes que se
paran enfrente, hay hombres que más ganas de vivir por la patria, que matar por
ella, iguales a ellos en su humildad y alegría.
Los dueños del mundo, que son muy pocos, siempre tienen
miedo. Con artimañas han logrado una ilusión de autoridad que los mantiene en
el poder.
Y andan con miedo, porque los que no son ricos y poderosos,
son legión y los superan en número por mucho. Y temen que algún día se aviven y
los pasen por arriba y acaben con el hambre, la pobreza y la injusticia.
El polaquito y los soldados de estas películas, en sus
epifanías, perforaron la burbuja que protege la ilusión de autoridad y entre
vahos de alcohol comprendieron el poder que da la unidad del gran número.
Y se volvieron peligrosos por un momento. De ahí que a las
horas los sojuzgaron otra vez y peor. ¿Algún día harán algo más con esa visión
de un nuevo poder que solo olvidarla?
Gustavo Monteros
viernes, 14 de noviembre de 2025
The Medusa Touch - Satánico
El 10 de noviembre de 2025 se cumplieron 100 años del
nacimiento de Richard Burton. El aniversario me pareció una buena excusa para
ver una película en la que estuviera.
Reviso las que tengo a mano y en una primera selección, me
quedo con Alexander the Great / Alejandro Magno (Robert Rossen,
1956), Where Eagles Dare / Donde las águilas se atreven (Brian G.
Hutton, 1968), The Medussa / Satánico (Jack Gold, 1978) o 1984
(Michael Radford, 1984). O sea, una por década.
A Alejandro Magno nunca la terminé de ver, me aburro
por la mitad. A Donde las águilas se atreven, en cambio, nunca me canso
de mirarla, es una de mis favoritas. A Satánico, la vi una vez y por la
mitad, entré cuando ya estaba empezada, eran los tiempos del continuado y no me
quedé para ver el principio. A 1984 la vi en video una madrugada entre
sueños, tenía que devolver el video al día siguiente y con tal de no pagar la
multa, preferí malverla.
Opto por Satánico. Dicen las malas lenguas que, por
la bebida, en los setenta, Richard, Dick, para los amigos, no era muy
quisquilloso a la hora de elegir proyectos, de ahí que esté en películas que
los puristas califican de impresentables y que el resto ve con regocijo,
maligno o renovado.
Satánico figura en los primeros
puestos de las peores películas de 1978. Pero, ¿qué es lo mejor o lo peor?
Maravillas reverenciadas por la crítica caen en profundos olvidos y supuestos
bodrios son con el tiempo celebrados como hitos imperdibles. Nada permanece
incólume por siempre. Sobre todo, los juicios críticos.
Satánico puede revivir en culto, no
por decisiones estéticas que más tarde se vuelven camp o kirsch, ni por
actuaciones tan desmelenadas que de tan pasadas de vuelta son deliciosas, ni porque
cuente una historia tan implausible que desata sonrisas involuntarias.
No, se trata de una producción profesional, filmada con
corrección, con un elenco que sostiene la trama con mucho oficio y está bien
dirigida dentro del género en que hay elegido ubicarla.
Creo que no se la olvidó, porque sorprendió, sedujo y
entusiasmó.
La premisa que fundamenta el argumento puede resultar
polémica, pero nunca ridícula o involuntariamente cómica.
Se trata de un thriller sobrenatural, que inicia con una
indagación policial clásica de quién mató a la víctima, que de a poco deriva en
lo extraordinario y que termina con elementos del cine catástrofe.
Hay un escritor de novelas acusatorias del establishment y
sus inequidades (las reacciones ante la injusta distribución de la riqueza
vienen ya de lejos), personaje llamado John Morlar, que es el que hace Richard
Burton. Lo golpean en la cabeza repetidas veces con una estatuita de Napoleón y
lo dan por muerto, aunque queda en coma.
Al ataque lo investiga un policía francés, que anda en
Londres por un intercambio con un inglés que anda por París, el galo se llama inspector
Brunel, papel que hace Lino Ventura, que parece que hablara inglés con acento
francés, pero que informan que fue doblado por David de Keyser (yo hubiera
jurado que era el propio Ventura).
La víctima, o sea Burton, no tiene amigos ni parientes,
pero tiene psiquiatra, la doctora Zonfeld, papel que hace Lee Remick.
La Medusa del título en inglés es, claro, la gorgona de la
mitología griega que te deja de piedra (literalmente) si te mira fijo.
Y no está en el título, hablo de la vieja y querida
telekinesis, pero la película se ocupa de definirla oportunamente con claridad.
Dice alguien que es la capacidad que tienen algunas mentes de mover objetos o
controlar eventos.
Es que en los setenta la telekinesis era furor. Brian de
Palma no podía estar sin ella: Carrie (1976) y The Fury / La furia
(1978).
Y como era muy influyente, creó tendencia: Ruby
(Curtis Harrington, 1977), Jennifer (Brice Mack, 1978), Patrick /
Patrick, una experiencia alucinante (Richard Franklin, 1978), The
Kirlian Witness / El testimonio de Kirlian o El poder de las plantas
(Jonathan Sarno).
Como se ve, la ola era irrefrenable, tanto que siguió en
los ochenta: Scanners (1981) / Telépatas, mentes destructoras / Los
amos de la muerte, clásico de David Cronenberg, The Sender /
Alucinaciones del mal (Roger Christian, 1982), The Dead Zone / La zona
muerta (1983), otro Cronenberg imperdible, con el siempre atendible
Christopher Walken, Firestarter / Llamas de venganza (Mark L. Lester,
1984) con la niña Drew Barrymore.
La veta dio también para la comedia: Modern Problems /
El poder de los celos (Ken Shapiro, 1981), con el por entonces rey de las
boleterías, Chevy Chase y Zapped! / Los estudiantes se divierten (Robert
J. Rosenthal, 1982).
(Y no es que sea un experto en el tema, esta información me
la dio la enciclopédica internet)
Y si creen que con lo de la telekinesis hago espóiler en
esta crónica de Satánico, les cuento que el afiche decía: “Richard
Burton es el hombre con el toque de Medusa… Tiene el poder de crear
catástrofes…”
Puede que, en 1978, los veteranos dijeran: “Bueno, seamos
serios…”, pero los jóvenes con nuestras mentes febriles (pero no
telequinéticas, ¡qué lástima!) abrazamos la premisa con fervor y la registramos
a fuego. De ahí que varios comentarios de usuarios de IMDB digan: “la vi de
chico y se me pegó”. El poder de las películas.
Puede que, por las reacciones ante el estreno, Dick y Lee
se vieran en la obligación de justificarse. Burton se escudó en Remick y ella
en él. Dijeron que aceptaron hacerla porque el otro ya estaba en el proyecto.
Lino Ventura no dijo nada. Trabajaba demasiado como para volver atrás y
lamentarse.
No debieron haberse disculpado, la muchachada estaba
agradecida. No habremos hecho volar cosas con la mente para vengarnos de los
males recibidos, pero todavía nos dura la fantasía de querer hacerlo.
Gustavo Monteros
Ah, en un momento dado, el personaje de Burton dice: “Todos
somos los hijos del demonio. Aprendemos en qué consiste la energía del sol y
nos ponemos a hacer bombas. Creamos riqueza y nos obsesiona la avaricia.
Conseguimos poder y nos volvemos locos. Siempre destruimos. ¿Por qué, Zonfeld,
por qué?”
Cualquier parecido con la realidad no es, por desgracia, pura coincidencia.
viernes, 7 de noviembre de 2025
Noiret - Tavernier 08 - La hija de D'Artagnan
Y la octava y última colaboración entre Philippe Noiret y
Bertrand Tavernier fue casual y accidentada, no intencional.
Riccardo Freda, un director de filmes de bajo presupuesto y
que había paseado por multitud de géneros (el peplum, el giallo, el de espías,
el policial, el de capa y espada, entre otros) había dirigido en 1950 Il
figlio de d’Artagnan (en inglés se distribuyó como The Gay Swordsman)
sobre idea y guion propios.
En 1994, Tavernier dispuso producirle a Freda su vuelta al
cine después de 14 años, con una versión de su historia de mosqueteros, aunque
esta vez con una hija en vez de hijo. Y así pasaron de Il figlio di
d’Artagnan a La fille de d’Artagnan.
Sophie Marceau, la protagonista, se llevó mal lo que se
dice mal con Freda y a los pocos días de iniciado el rodaje, le dio a Tavernier
el ultimátum: o ella o Freda.
Marceau era la estrella del momento y Freda un director
casi olvidado. Despedirlo era más barato que despedirla. Adiós, Freda,
entonces. Y Tavernier para evitarse más problemas asumió la dirección.
La hija de d’Artagnan es un
divertimento a la manera de los que Philippe De Broca y Jean-Paul Rappeneau
concibieron para Jean-Paul Belmodo, Cartouche (1964) Les mariés de
l’an deux / El aventurero del año II (1971), respectivamente. Aunque
no tan logrado como los ejemplos señalados.
Se trata de un buen ejercicio de estilo sobre una película
de matiné con más profesionalismo que inspiración.
El convento donde está internada la hija de D’Artagnan se
ve envuelto en una intriga que involucra el derrocamiento del rey, negociados
con esclavos y asesinatos impunes.
D’Artagnan, la hija y los mosqueteros que aun viven, con
las mañas residuales que persisten a pesar de la edad avanzada, ordenaran los
entuertos, impedirán los atropellos y salvarán el día.
La hija del título de paso florecerá como espadachina
guerrera y se reconciliará con el padre y obtendrá pareja.
Es una película sin alegría ni ingenio que, sin embargo, se
ve con agrado, porque siempre se aprecian los salvatajes inusitados de
proyectos condenados a no realizarse y a perderse en el fondo de un cajón.
Estas quijotadas son un homenaje al oficio. Porque como
dice María Elena Walsh en Como la cigarra: “A la hora del naufragio / Y de la
oscuridad / Alguien te rescatará / Para ir cantando”
Por eso da ternura que la última colaboración de Philippe
Noiret y Bertrand Tavernier no sea otra obra maestra, como alguna de las que
les tocó crear, sino una de “hay que sacarla como sea, pero hay que sacarla”
Cuando trabajaron juntos por primera vez en 1974 en El
relojero de Saint-Paul / L’horloger de Saint-Paul, Bertrand
Tavernier llevaba años cumpliendo varias tareas en las bambalinas de las
producciones cinematográficas, pero salvo un par de cortometrajes que se
incluyeron en películas de episodios a mediados de los sesenta, no tenía
pruebas de su talento para mostrar. Se hablaba de él y se suponía que
“prometía”, pero no había nada que asegurara la creencia.
Philippe Noiret era por entonces una estrella consagrada,
con gran llegada al público y experiencias con grandes directores. Leyó un
guion primerizo de El relojero y se comprometió de palabra.
Cuando Tavernier consiguió la financiación y la producción
estuvo en marcha, Noiret dijo que la haría, aunque eso significara aceptar que
le redujeran mucho, menos que a la mitad, lo que cobraba por película.
Años más tarde, Tavernier se animó a preguntarle por qué se
la había jugado por un desconocido. Noiret con sencillez le contestó: Te había
dado mi palabra, ¿no?
Noiret murió a los 76 años, el 23 de noviembre de 2006,
luego de padecer lo que eufemísticamente se llama una larga y dolorosa
enfermedad. Trabajó hasta el último segundo que le fue posible. Al día
siguiente de su deceso tenía programado otro encuentro con el actor que lo
sustituía en la obra de teatro que hasta hace poco estaba haciendo.
Se trataba de Cartas de amor de A.R. Gurney, una
pieza para ser leída por un actor y una actriz. Es una historia de amor que se
cuenta a través de cartas que se envían los protagonistas, desde que son niños
hasta que alcanzan la madurez física.
El montaje habitual es con dos mesitas o con dos atriles, a
los que están ya los actores cuando se corre el telón o se ilumina el espacio
escénico. O sea que no se los ve entrar a escena. Cuando la obra termina, hay
un apagón y al volver la luz, la escena está vacía. Entonces los actores entran
desde las bambalinas a ambos lados del escenario para el saludo final.
Noiret hasta la última función que dio pegó una ágil
corridita hasta el centro del escenario y recibir el aplauso. La actriz que lo
acompañaba le dijo que lo sabía con dolores y limitaciones y no pensaba que
podía lucir tan ágil, algo que hasta a ella que estaba bien, le costaba. Él
sonrió y le dijo: Es que lo actúo para que los malestares no salgan a escena.
Bertrand Tavernier murió a los 79 años, el 25 de marzo de
2021, por complicaciones de una pancreatitis. Su última película de ficción es
de 2013, Quai d’Orsay, una comedia sobre entretelones del manejo del
poder político. Y su última película es un documental de 2016, Voyage à
travers le cinéma français / Viaje por el cine francés. El film dura
3 horas y 20 minutos y se estrenó en el Festival de Cannes de dicho año.
Es, por supuesto, un homenaje a las películas francesas que
Tavernier amó durante su vida. Este material extendido y dividido en 9
episodios se estrenó al año siguiente en la televisión francesa.
Dejó una productora cinematográfica en funcionamiento a
cargo de sus hijos, Tiffany y Nils Tavernier. Este último escribió, dirigió y
estrenó este año (2025) La vie devant moi / La vida ante nosotros.
Es también un actor prolífico.
Philippe Noiret y Bartrand Tavernier cumplieron su
derrotero artístico con creces. El mundo, gracias a su obra, es un lugar mejor.
Gustavo Monteros
viernes, 31 de octubre de 2025
Noiret - Tavernier 07 - La vida y nada más
La séptima colaboración del actor Philippe Noiret con el
director Bertrand Tavernier es de 1989 y se llama La vie et rien d’autre o
sea La vida y nada más)
Las guerras no terminan cuando se dicen que terminan. Y
para los que participaron en ellas, no terminan más.
La vida y nada más
transcurre en varias localidades de Francia en 1920.
La Primera Guerra Mundial, la que iba a terminar con todas
las guerras, la que iba a durar tan poco que los soldados no terminarían de
partir cuando ya estarían de vuelta, se extendió por cuatro años. La estrategia
de trincheras enfrentadas con una tierra de nadie en el medio fue un siniestro
agujero negro que absorbió millones de víctimas.
Incluso después de dos años de su fecha de cierre, el
comandante Dellaplane (Philippe Noiret) busca identificar a los soldados
franceses dados por desaparecidos en la contienda. Tarea que sabe inabarcable,
porque se calcula que son aproximadamente unos 350.000, igual busca cumplirla
lo más exhaustivamente posible.
Dellaplane visita hospitales neuropsiquiátricos (por
entonces popularmente llamados manicomios) ya que hay soldados que
enloquecieron, que perdieron la memoria. Si carece de datos que permitan
identificarlos, les saca fotos, arma fichas con sus rasgos peculiares y los
censa.
Visita los improvisados hospitales de campaña que quedan.
(Los castillos, las casas solariegas de los nobles y ricos en tiempos de guerra
se transforman en sitios de cura y recuperación). Ahora subsisten los de
heridas graves, los de pacientes de lenta agonía, los que no quieren someter
sus despojos a los familiares.
Recaba datos en vecindarios donde hubo batallas cercanas o
desmovilizaciones. Muchos soldados sin brazos o piernas, ciegos o sordos, con
las caras desfiguradas partieron supuestamente de regreso a casa, pero en el
camino eligieron no volver.
Los busca también en las cercanías de los campos minados,
donde todavía desactivan bombas, porque hay los que fueron enterrados de apuro.
Él los busca oficialmente, pero hay grupos de parientes que
los buscan por su cuenta, porque necesitan saber si están vivos o muertos. La
mayoría da a los suyos por muertos, pero nunca se sabe. Para ayudarlos, el
ejército coloca tablones sobre los cuales se distribuyen efectos personales
rescatados de los cadáveres, relojes, cadenas con medallitas o crucifijos,
cigarreras, encendedores (por entonces se fumaba mucho), talismanes, anillos, o
lo que fuera que llevaran consigo.
Entre idas y venidas, Dellaplane se topa con dos mujeres.
Con la elegante y de alcurnia, Irène de Courtil (Sabine Azéma) que busca a su
marido desaparecido y que viaja en un imponente auto con chofer de librea, y
con Alice (Pascale Vignal), una maestra que busca a su novio, y que, al perder su
trabajo en la escuela de campo, acepta ser camarera en una fonda del lugar, con
tal de estar cerca de los parajes cercanos a la batalla de la que su novio ya
no volvió. Nada más ni nada menos que la célebre, por lo cruenta y terrible,
batalla de Verdún.
A las dos les aconsejará que abandonen la búsqueda, pero
son tozudas, incansables y decididas. Con Irène tendrá un ida y vuelta que en
otro contexto sería de seducción. (De tan distintos se llevan en el fondo de lo
más bien, por más que en la superficie no dejen de esgrimir sus diferencias.)
Las guerras se generan una y otra vez porque hay quienes
obtienen beneficios económicos con ellas. Como resume tan bien Bertold Brecht
en una línea de su obra Madre Coraje: “La guerra es un comercio, se
venden balas en vez de pan”.
Y aquí como hay muchos cadáveres prolifera la carroña.
Están quienes venden servicios de búsquedas y cobran bien
trabajos que nunca harán. Están también los escultores que buscan inspiración.
Todas las ciudades, pequeñas o grandes, comisionan el emplazamiento de una
estatua o grupos escultóricos en homenaje a los caídos (Las estafas y el lucro
que se obtuvo por estas estatuas y monumentos son el tema determinante en Au
revoir là-haut / Nos vemos allá arriba (Albert Dupontel, 2017) sobre
novela de Pierre Lemaitre, otra película imperdible).
Y hay también algunos que no son carroñeros, aunque bordean
la condición.
Como los representantes de un pueblito que no tuvo pérdidas
de vidas, dado que sus vecinos volvieron todos. Se quedan entonces sin el
subsidio de guerra para la comuna. Y para obtener de todos modos el beneficio, piden
que a un soldado de un pueblo vecino se lo considere un muerto de la comarca.
Y hasta los altos mandos buscan su muerto. Necesitan llenar
la Tumba del Soldado Desconocido, monumento imponente que se inaugurará en
París con gran pompa. Quieren que sea un “francés puro”, o sea sin
contaminación étnica reconocible, y en lo posible no comunista. Los requisitos
parecen broma, ¿cómo se sabe si un cadáver es comunista? Si por algún motivo se
supiera, no sería un desconocido como el que supone debe honrar el monumento.
La raza podría deducirse, claro.
Como dijimos, Dellaplane y de Courtil concluyen en algo que
se parece al amor. El final original de Tavernier era más tajante que el que
quedó. La modificación la motivó el trabajo de la actriz Azéma que le puso
tanta pasión al impulso de su personaje por comunicarse con el de Noiret que
creó una química que hubiera quedado desairada con otro final distinto al que
ahora tiene el filme. Esto habla de la flexibilidad de Tavernier o de la magia
que tienen las historias por hallar su mejor final.
Los logros de La vida y nada más fueron tantos que
Tavernier en 1996 volvería a meterse con la Primera Guerra Mundial en El capitán
Conan, que entre otros temas trata sobre cómo los hombres que pueden ser
los guerreros ideales no tienen lugar para sus particulares talentos en tiempos
de paz.
El director Claude Sautet amigo y consultor de Tavernier de
toda la vida después de ver Capitaine Conan le dijo a Tavernier que si
modificaba un fotograma de lo que acababan de proyectarle no volvería a
dirigirle la palabra, tan inmejorable le había parecido.
Noiret no estaría en Capitaine Conan. Aunque
Tavernier y Noiret no lo sabían, para 1996 sus trabajos en común habían
terminado. Una pena, la gloria del cine perdería el matiz de volver a ser
agigantada por ellos dos juntos.
Lo que hace Philippe Noiret en La vida y nada más es
maravilloso. Sin embargo, su excelso trabajo pasó casi desapercibido porque
venía de una película de Giuseppe Tornatore que obnubilaba todo: Nouvo
Cinema Paradiso o Cinema Paradiso, a secas. A veces los espectadores
están de racha.
Gustavo Monteros














