viernes, 10 de octubre de 2025

Noiret - Tavernier 04 - Una semana de vacaciones


 

Continuamos el repaso de la colaboración del actor Philippe Noiret con el director Bertrand Tavernier. Hoy nos toca Una semana de vacaciones / Une semaine de vacances (1980).

 

Laurence (Nathalie Baye) tiene lo que podríamos considerar un buen presente. Anda por los treinta años, es una docente de los primeros años de secundaria talentosa y bien considerada, los alumnos, los directivos y los colegas la aprecian, tiene una relación estable, de buen sexo y en líneas generales de buena comunicación con Pierre (Gérard Lanvin), se lleva hasta ahí con su hermano menor, Jacques (Philippe Delaigue) y más o menos bien con su madre (Marie-Louise Ebeli) que no se queja mucho de atender al postrado padre (Jean Dasté).

 

Sin embargo, una mañana no puede llegar a la escuela. Va a ver a su médico (Philippe Léotard), que le recomienda use un privilegio que al menos en 1980 tenían los docentes franceses, tomarse por estrés una semana de vacaciones en cualquier momento del año.

 

Y entonces Laurence comienza a correrse de los mandatos sociales que la constriñeron, sí, pero que le dieron un sentido de orden.

 

Y ¿cómo se corre uno de los mandatos? De una manera muy simple: dudando.

 

Disfruta de ser docente, pero le cansa que el sistema educativo se la pase instrumentando reformas sin evaluar las que dejan de lado (no sé por qué esa queja me suena conocida), los alumnos responden con clichés, ideas preconcebidas, eludiendo las respuestas personales propias (esto se pondrá peor, mi querida, al menos responden, con el tiempo no les interesará ni responder).

 

A veces halla a su pareja, Pierre, un poco cargoso, un prepotente, uno que la da por sabida, puede ser, pero lo que más le molesta es que él no le teme al compromiso y ella, sí. Él quiere hijos, ella todavía no sabe si quiere o no.

 

Su hermano y su madre le exigen atención o cuidados, que ella no quiere satisfacer y comprende que eso demuele la imagen de buena mina que ella tiene de sí misma. Además, su padre, enfermo y demandante, ya no es, por supuesto, el que ella admiraba.

 

Conoce a Lucien (Michel Galabru), el padre de un alumno, un separado que muestra que puede amar. Él no la juzga. Es dueño de un café-bar, lo que posibilita que la relación se desarrolle con fluidez. Eso lo lleva a él a un equívoco, sobre el que pedirá perdón.

 

En un momento, Lucien la invita a cenar con un amigo, Michel (Philippe Noiret), el mismo personaje de El relojero de Saint-Paul. Se informa a los que no lo conocen del film anterior que es padre de un convicto acusado de un crimen.

 

Michel habla de lo duro que es relacionarse con alguien que está preso. A la salida de las visitas, ve que hay cerca de la cárcel, un bar al que no va, pero al que le gustaría entrar. Supone que los que salen de la prisión y a los que nadie los espera, van ahí como primera parada de su reconquistada libertad. Se pregunta si se animará a hablar con alguno de ellos.

 

Al despedirse dirá que los alumnos de Laurence tendrán que aprender lo que nos cuesta a todos: saber escuchar.

 

La película aparte de una crisis adelantada de la edad mediana, trata también la soledad (la colega que no encuentra la suela de su zapato), la vejez (la vecina muy mayor que se marchita en el departamento de enfrente y a la que ve por su ventana), la inseguridad por la poca confianza en uno mismo (la alumna que no habla porque teme decir estupideces y revelar que aparte de ignorante es tonta).

 

Tavernier es de los que puede hacer divertida, trascendente y profunda la lectura de la guía telefónica (una antigüedad que en 1980 todavía existía y era útil).

 

Nada hay más egocéntrico que una crisis de edad mediana, pero si se considera que hay un espectador, el creador la llena de detalles y la hace perspicaz y pertinente para los que la están viendo, porque al profundizar en las circunstancias de una persona, estas se vuelven universales.

 

Esto suena muy evidente, pero hay que saber hacerlo. Éric Rohmer en El rayo verde (1986) narra otra crisis personal y es más aburrida que contar segundos durante diez minutos. La protagonista y sus circunstancias nunca nos interesan y uno en un ataque de fastidio termina diciendo: má sí, superá tu depresión, o no, pero no jodás más.

 

El cine es un espectáculo con sus reglas, que alguien sufra no garantiza solidaridad inmediata, hay que ganarla.

 

Tavernier se permite dialogar con sus películas anteriores. Como en El juez y el asesino de 1976, vuelve a darle a Michel Galabru otro papel serio, de hondura psicológica. Otros directores siguen dándole roles payasescos de una sola nota.

 

Y aparte del personaje de Michel (Philippe Noiret) lo que relaciona esta película con El relojero de Saint-Paul (1974) es que es otra declaración de amor a la ciudad de Lyon, que sale incluso más bella que en El relojero.

 

A Tavernier los problemas sociales de su presente no le son indiferentes y tiene un modo muy empático de exponerlos. No parte de certezas, sino que indaga.

 

En Des enfants gâtés / Dos inquilinos (1977) acerca los problemas que tienen los franceses por entonces para alquilar y parte de lo que se entera un director de cine (Michel Piccoli), cuando al no poder trabajar sobre el guion de su próxima película en su casa, alquila un departamentito en un edificio, la otra inquilina del título en español es una vecina con la que tiene un romance (Christine Pascal).

 

Nathalie Baye, la protagonista de Una semana de vacaciones, en uno de sus primeros protagónicos absolutos aprovecha la ocasión para cimentar su fama deslumbrando.

 

El tema de la educación y sus problemas volverá a aparecer en la obra de Tavernier, más precisamente en 1999 con Ça commence aujourd'hui / Todo comienza hoy, sobre un maestro de jardín de infantes que intenta hacer una diferencia en una ciudad deprimida económicamente.

 

Es que Tavernier es un humanista y en tiempos tan desangelados como los actuales (y algunos de los que le tocó vivir), los humanistas no son necesarios sino imprescindibles.

Gustavo Monteros

viernes, 3 de octubre de 2025

Noiret - Tavernier 03 - El juez y el asesino


 

Y el tercer largometraje de Bertrand Tavernier fue también con Philippe Noiret. Se llamó Le juge et l’assassin / El juez y el asesino. Filme elocuente y ambicioso (y por lo tanto, polémico) que despejó cualquier duda que se pudiera tener respecto del talento de Tavernier. Ya se lo podía dejar de saludar como a un director en ciernes. Para calificarlo como maestro era temprano, aunque no lo era para considerarlo como un autor con inquietudes y muchas cosas para decir.

 

Se basa en hechos reales, con los nombres cambiados, porque a Tavernier no le interesa reproducir la veracidad sino dar su interpretación, su lectura.

 

Estamos a fines del siglo XIX, y el caso Dreyfus domina las conversaciones. En zonas rurales, un asesino feroz ataca pastores y pastoras que están entre la infancia y la adolescencia.

 

Se ve que Joseph Bouvier (Michel Galabru), que así se llama el asesino, tiene más de un tornillo flojo.

 

Se ve también que es un hombre inteligente con algún tipo de instrucción, mezcla teorías antisemitas, masonas, católicas, conservadoras y retrógradas con evidencia de un pleno conocimiento de las mismas.

 

Emile Rousseau (Philippe Noiret), un juez de provincia, de simpatías ultraderechistas, quiere cazarlo. El juez ambiciona una Legión de Honor, por lo que estima que debe mandar al asesino a la guillotina.

 

El impedimento más evidente es que el asesino está loco. Si se admite la locura, el reo evitará el guillotinamiento, así que el juez debe lograr que se lo dictamine apto de entendederas.

 

Los temas que desarrolla la película son, por desgracia, harto vigentes. Como la manipulación de la justicia (que es más teatro que otra cosa) o la tergiversación mediática permanente (los diarios falsean los hechos con primor). Esto acrecienta la incapacidad del público de pensar por su cuenta.

 

La gente se deja pensar por los diarios y su opinión es determinada por el operador de éxito, tanto así que entregará feliz los libros de Balzac que hasta ayer atesoraba para que los quemen.

 

Las hipocresías están a la orden del día. A saber:

 

La madre del juez (Renée Faure) consiente que su hijo tenga una amante, Rose (Isabelle Huppert), hasta le manda confituras para el cumpleaños, siempre y cuando, la exobrera y ¿su hermana menor?, ¿su hija? se mantengan lejos de su presencia. Cuando el juez, obligado por circunstancias, que no vienen al cuento, se vea obligado a llevarla a su casa, la madre la desairará con ahínco.

 

El procurador De Villedieu (Jean-Claude Brialy), muy amigo de Emile, parece no darse cuenta de que la devoción que le ofrece su exótico sirviente traído de la Cochinchina es producto de la extorsión. El procurador acusó al hermano del sirviente de un crimen que no cometió, no obstante, aquel logró la libertad a cambio de la esclavización de por vida del hermano.

 

La hermana menor de Rose es sexualmente precoz, como se desconoce el tratamiento, la someten a torturas varias.

 

El cura en el púlpito pide para los francmasones poco menos que la vuelta de la Inquisición sin que nadie levante una ceja.

 

El cura y sus feligreses son muy antisemitas, lo que les parece el estado natural de las cosas.

 

La madre del juez les da sopa de pollo a los pobres siempre y cuando firmen una proclama que pide que el asesino sea declarado mentalmente sano. 

 

Las mentes bien pensantes se escandalizan porque las víctimas del asesino llegan a la veintena, pero ni se inmutan porque cientos de chicos son abatidos a tiros en las huelgas de las fábricas, donde trabajan de sol a sol, sin salir del hambre.

 

Philippe Noiret retrata con sutileza las contradicciones de su juez. No la menor de ellas es el apego peculiar a su madre. Y Michel Galabru, un histrión habitualmente relegado a papeles cómicos burdos, da una interpretación dramática impecable de su asesino.

 

Y Tavernier, con calculada impiedad, da cuenta de nuestras miserias cotidianas. Y como no se excluye, se gana el derecho de decir lo que se le venga en gana. Con aliteración incluida y todo.

Gustavo Monteros

 

viernes, 26 de septiembre de 2025

Noiret - Tavernier 02 - Que la fiesta comience



Y el segundo largometraje de Bertrand Tavernier fue también su segunda colaboración con Philippe Noiret y su primera incursión en los filmes históricos.

 

Se centra en algunos meses en la vida de Felipe II de Orleans (Philippe Noiret), regente que gobernó Francia mientras Luis XV era niño entre 1715 y 1723.

 

Figura controversial que restringió el poder de la Iglesia, reestableció la paz, mejoró las finanzas y la economía con las políticas de Law (introductor del papel moneda en Europa) a la vez que lideró una vida escandalosa de fiestas licenciosas, orgías palaciegas y banquetes pantagruélicos.

 

Y como toda figura controversial, quizá no fue el monstruo que una facción pretende, aunque tampoco el progresista que la otra facción estimula. Degustaba la buena mesa y la buena bebida, el sexo y el arte.

 

Tavernier, en el período de tiempo elegido, lo muestra tironeado entre las intrigas del abate Dubois (Jean Rochefort) para ascender en la escala eclesiástica y la conspiración bretona antiimpuestos liderada por Pontcallec (Jean-Pierre Marielle).

 

La película se abre con la muerte de la hija de Felipe, María Luisa Isabel de Orleans. Las malas lenguas decían que Felipe era su amante y el padre de los hijos bastardos que nacieron, y que había muerto tras un aborto.

 

En escenas posteriores, Tavernier establece que no fueron amantes, aunque los dos participaban de las mismas orgías.

 

Puede que, en 1975 fecha del estreno, las escenificaciones de las orgías levantaran algunas cejas. Hoy son tan inocuas como una fiesta de casamiento en un salón parroquial.

 

La película se cierra con dos ejecuciones, que no se muestran y un enojo popular, que sí se ve. Y subraya que la Revolución Francesa no surgió de un repollo, que la desatención de las necesidades del pueblo fue sistemática y constante. Y que la inequidad resultante solo podía terminar en violencia social instauradora de los derechos postergados.

 

Para la industria francesa es relativamente sencillo hacer películas sobre el siglo XVIII, muchas casas y palacios de la época siguen en pie. Por las óperas y las obras de teatro transcurridas en el período, tienen sastrerías especializadas con centenares de vestuarios. O sea que cuentan con los elementos para llenar el cuadro y el ojo con suntuosidad.

 

Philippe Noiret, Jean Rochefort y Jean-Pierre Marielle juegan con maestría admirable sus personajes y no caen en la vulgar dicotomía de volverlos ángeles o demonios, sino seres humanos, con sus vicios y virtudes, con sus claroscuros. Movidos por la ambición, aunque capaces de generosidades inesperadas o insospechadas.

 

Que la fête commence… / Que la fiesta comience (Bertrand Tavernier, 1975) es una película sólida y lograda. Hay quien dice que Tavernier hará películas mejores en este género. Puede ser, pero esta tiene méritos suficientes para engalanar por sí sola la carrera de cualquiera.

 

Cuando se revee la trayectoria de un director talentoso se cometen estas injusticias, se considera como algo menor, lo que en otras manos se considerarían obras mayores, solo porque se la contrapone con alguna excelsitud posterior.

 

A cada cual su mérito y al dios cine, el de todos.

Gustavo Monteros

viernes, 19 de septiembre de 2025

Noiret - Tavernier 01 - El relojero de Saint-Paul


 

A riesgo de hartar por repetirme tanto, igual insisto: el adicto al cine es un cazador de recuerdos (no soy dueño de muchas nociones originales, así que, si me la van a usar, sepan reconocerme el copyright).

 

De ahí que una de mis ocupaciones favoritas es barajar recuerdos. Paso horas felices confrontando datos, repasando carreras de actores, directores, libretistas. Maravillándome al comprobar que tales o cuales películas fueron estrenadas el mismo año. Constatar que tal actor saltó de esta esplendidez a esta otra. 

 

Un día, en una de esas, me cruzo con La vida y nada más (La vie et rien d’autre, Bertrand Tavernier, 1989), película que vi mal.

 

¿Qué es para mí ver mal una película? Verla en un momento en que no estaba listo para apreciarla, por obligación, por mandato cultural, porque uno no deja pasar la obra de un director importante, así como así.

 

Con el tiempo aprendí que no hay que cumplir con todos los mandatos. Algunos merecen un pito catalán. Es preferible dejar pasar una película que verla mal o ser injusto con ella.

 

Hay momentos en uno está demasiado ganado por las circunstancias personales y ante películas que demandan algo más que una presencia zombi ante la pantalla, mejor elegir degustarlas cuando se esté listo. ¿Acaso tomamos el mejor champán cuando tenemos gastritis? No.

 

Me digo, bien, hago una retrospectiva de la carrera de Tavernier y la veo en contexto. Me conozco y me corrijo. Sé como terminan mis deseos de armar retrospectivas con las carreras largas de directores, comienzo con entusiasmo, llego a la tercera parte y salto a otra cosa con renovado interés y me juro que completaré la retrospectiva en cuestión a la primera de cambio.

 

Y las intenciones se acumulan y es como cuando uno se jura terminar este libro, después de leer este otro, y la mesa de lecturas no tarda en ser una Torre de Babel que rasca el cielo.

 

Me decido por concentrarme en las películas que Tavernier hizo con Philipe Noiret. Son ocho, seis tienen a Noiret de protagonista y dos de invitado especial. Una misión que puedo cumplir. Me doy un plazo abierto (nada de los martes de agosto o los miércoles alternados de septiembre, o para cuando me pasé de café y no puedo dormir), las veré bajo el principio del placer, mandato que debería regir supremo sobre todos los demás.

 

La primera es El relojero de Saint-Paul (L’horloger de Saint-Paul), 1974, y casualmente, o no tanto, es el debut en el largometraje de Tavernier. Se basa en una novela de Georges Simenon que transcurre, leo por ahí, en Nueva York, pero que Tavernier traslada a Lyon, y reflejó la ciudad con tanto amor, que se dice contribuyó grandemente a que con posterioridad la eligieran patrimonio cultural de la humanidad.

 

Michel Descombes (Philippe Noiret) es un relojero, padre del veinteañero Bernard (Sylvain Rougerie). Se lo cree viudo. En realidad, la mujer los dejó y no volvió más.

 

Michel contrató a una mujer, Madeleine (Andrée Tainsy) para que lo ayudara con la casa y a criar a Bernard, mientras rumiaba una misoginia leve para no llenarse de tristeza y desesperación.

 

Cuando lo creyó oportuno, despidió a Madelaine y comenzó una convivencia estrecha con su hijo, con más secretos que confidencias.

 

La película arranca con Michel cenando con unos amigos. Es noche de elecciones parlamentarias, parece que para los municipios gana la izquierda. Escuchan los resultados en una radio que anda con intermitencias. La acción es contemporánea a la hechura de la película, o sea, estamos en 1974. Perder señal era frecuente por entonces.

 

Más tarde hay un chiste, con la interferencia de señal mientras transcurre una misa, cuando de repente, interrumpen al cura unos mensajes policiales de las radios de los patrulleros. Algo también muy común por entonces.

 

Estabas en un acto escolar en el patio y te aparecían de pronto mensajes de taxistas. O estabas en el cine y la banda sonora se interrumpía para dar paso a un intercambio entre radioaficionados. Cerremos el paréntesis que se hizo largo y volvamos a Michel.

 

Terminada la cena, Michel vuelve a su casa. A la mañana siguiente, a primera hora, lo visita un policía y lo lleva a un paraje al costado de la ruta que deja Lyon para que hable con el comisario Guilboud (Jean Rochefort).

 

Bernard, el hijo de Michel, ha matado al dueño de la fábrica en la que trabajaba su novia, Liliane (Christine Pascal). Hay más interrogantes que certezas: ¿por qué?, ¿el motivo es personal o laboral?, ¿Liliane es cómplice o testigo?, ¿por qué quemaron el auto del patrón? Lo concreto es que Bernard y Liliane se han dado a la fuga y el comisario Guilboud espera contar con la colaboración de Michel, para que cuando los encuentren, los convenza de entregarse y que no respondan a los tiros cual Bonnie and Clyde.

 

Los fugitivos son hábiles y tardarán en hallarlos. Mientras tanto, Michel y Guilboud desarrollarán una relación que bordea la amistad (algo muy Georges Simenon, tal como aprendimos en las muchas películas que se basan en sus novelas, estar con la ley o en su contra es una circunstancia casual casi, los personajes de uno u otro lado tienen más en común de lo que a priori podría sospecharse).

 

Y en esta espera que lleva a la captura, conocemos más y más a Michel. Cómo es y fue su vida, su relación con Bernard, con sus amigos, y como inciden en él los cambios en estos peculiares tiempos presentes.

 

No es casual que la película se abra con los resultados de las elecciones, la visión política o la falta de ella será relevante. No olvidar que estamos en las postrimerías del mayo francés.

 

Pero todo, tanto la relación de Michel con Bernard, con sus amigos, con el comisario, con Madelaine, tiene más puntos suspensivos que declaraciones. Nada es oscuro, pero está implícito, se trabaja en entrelíneas, y no es que haya que prestar mucha atención, los actores hacen un trabajo prístino, luminoso. A lo que voy es que no entregan todo deglutido y subrayado, solo hay que ver y deducir.

 

Y es curioso como todos los temas que discutimos hoy están presentes aquí: la polarización política, el avance sobre los derechos laborales, el atropello a la mujer, objetivada por el machismo patriarcal, el empeño en creer que la política tiene poco o nada que ver con nosotros, miopía que se paga cara.

 

Como es un caso policial, que implica a un patrón y a una obrera, los medios se ocupan con delectación. En un momento se ve en el televisor que se le da voz al ciudadano de a pie y se oyen expresiones que oímos todos los días en nuestras actualizadas cadenas de noticias.

 

Y yo comprendí al menos que la lucha es perpetua, que lo ganado, sean logros sociales como el matrimonio igualitario, el divorcio, el aborto, o logros laborales, como la jornada acotada, el reconocimiento jubilatorio, el acceso a obras sociales, etcétera, se defienden siempre. La derecha, el establishment, el poder verdadero no da nada por sentado. No bien pueda y tenga un resquicio arrebatará algo de lo cedido.

 

Tavernier no subraya y Noiret, Rochefort y todo el resto del elenco, tampoco ocultan nada. Y este relojero no fue una excepción, un exabrupto de talento que se agotó en el primer título.

 

No, para gloria del cine y placer de los espectadores, fue el inicio de una carrera fulgurante que abarcaría diversos géneros y dejaría algunas películas monumentales, ineludibles y como esta, entrañables, que es lo que las hace eternas e inolvidables. Si algo conmueve o hace reír, deja una sensación de belleza que no borra ni la desmemoria.

Gustavo Monteros


viernes, 12 de septiembre de 2025

La quimera del oro


 

Últimamente ando con las teorías alborotadas. Como todo viejo antes de mí, comprendo que el mundo que dejaremos es muy diferente del que conocimos cuando entramos. Y como atestigüé cada cambio, me resisto a caer en la trampa de la nostalgia. Nada es mejor o peor, solo diferente. Aunque estas consideraciones no quitan que me ponga estricto y categórico. Como con las películas, por ejemplo.

 

Las películas que se hacen hoy poco o nada tienen que ver con las que se llamaron películas cuando el cine se consolidaba. Hoy más que películas se hacen registros audiovisuales que ya deberían conocerse bajo otro nombre. A falta de uno mejor, y en homenaje a Prince, propongo “lo que antes se conocía como películas” o “expelículas”, a secas.

 

A riesgo de parecer rígido, para mí las películas son esos artificios pensados y concebidos para ser mostrados en salas a oscuras, contra un lienzo blanco, a muchos o pocos espectadores, que las aprecian de manera simultánea y mancomunada al momento de su exhibición.

 

De ahí que digo, al contrario de otros pensadores (la originalidad, si existió, ya está extinta) que al cine no lo mató la videocasete, el cable o el streaming, sino la televisión. Cuando la televisión trajo el entretenimiento audiovisual a las casas y para completar una programación demandante comenzó a exhibir películas, no significó el lento ocaso de las salas de cine sino el fin del cine y sus películas.

 

Hoy en día la cabeza que piensa y el cuerpo que hace artilugios para una sala de cine ya no existe. Hoy se piensa y se hace metrajes para ser vistos individualmente (lo grupal ya no es prioritario) en porciones (un rato hoy, un rato mañana o cuando sea), en pantallas de vidrio y plástico. (Ojo, no mezclemos las discusiones, aquí lo que considero no es las nuevas formas de ver cine, sino la manera de concebir una película)

 

A los ejemplos me remito. Hoy se da como primicia, durante una semana en salas de cine, material que será luego visto en streaming. Y como he visto casi toda la filmografía de Martin Scorsese en cine, cuando se exhibió Killers of the Flower Moon / Los asesinos de la luna en salas, allá fui a ver, de una sentada, las 3 horas con 26 minutos que duraba este opus.

 

Y me pasó que no pude juzgarla como película, porque no lo era. Si la veía como película tenía que decir que era reiterativa, machacona, que subrayaba cada tanto lo que ya había sido dicho antes (y más de una vez), que volvía una y otra vez a referir detalles ya destacados, y así.

 

En resumidas cuentas, se vendía como película, algo que no lo era, porque no había sido pensada para ser vista de una sentada, sino para ser dividida en dos o tres sesiones.

 

O sea, no era una película sino una expelícula, que estaba más emparentada con El pájaro canta hasta morir que con Lawrence de Arabia.

 

La quimera del oro (Charles Chaplin, 1925) es una película pura. De cuando el cine se preparaba para ser el séptimo arte.

 

Anuncian que la darán durante una semana, en solo una función diaria, e invito a una amiga y a un amigo (no doy los nombres porque no les pregunté si me autorizaban) para que me acompañen a verla. Las películas se ven de a muchos.

 

Pensé que no seríamos muchos, como pasó este mismo año cuando dieron en salas de cine, Rocco y sus hermanos. ¡Sorpresa! Éramos unos cuantos. La sala, para 230 personas, estaba llena en su 80%. ¡Aguante, Chaplin! ¡En tu cara, Marvel!

 

Hablando de Marvel, como la copia está restaurada con tecnología de última generación, se ve y suena como una de Marvel.

 

Unos títulos iniciales nos cuentan la historia de la restauración y que parte de la misma (o toda) fue pagada por la municipalidad de Boloña. (¡Gracias, comuna boloñesa!)

 

Y comienza la magia. Somos un público variado, hay viejos como yo, familias con chicos, parejas adolescentes románticas, solos y solas, o sea un amplio abanico de edades y elecciones sexuales (esto lo supongo porque soy muy discreto).

 

Y como de comicidad se trata, se verifica aquello de que todos lloramos por lo mismo (cuando Disney mató a la mamá de Bambi, no dejó ojo seco en el mundo), pero no todos nos reímos de lo mismo.

 

Hay gags que todos festejamos y otros que no nos dan para la risa propia, aunque genera la ajena. Y pocas cosas desatan buenos aires que oír reír a los que nos acompañan, y no hablo solo de los que vinieron con nosotros.

 

Por lo tanto, se da eso que es propio del cine, la celebración mancomunada.

 

Los padres les preguntan a sus hijos si comprendieron la resolución de tal o cual gag. Los chicos que decodifican imágenes desde la cuna, los tranquilizan y hasta les dan cátedra sobre los detalles secundarios.

 

La quimera del oro, si bien tiene un arco narrativo, no está estructurada en exposición, desarrollo y desenlace, o sea cohesionada como City Lights / Luces de la ciudad o Modern Times / Tiempos modernos.

 

Es más bien una sucesión de gags, escenas que pueden extrapolarse, o sketches variados que van uniéndose por la repetición de personajes.

 

Eso hace que los chicos de TikTok puedan seguirla con entusiasmo renovado, enganchándose y desenganchándose, como si de reels o shorts se tratara.

 

La quimera del oro tiene dos hits que regocijan siempre, el de la comida del borceguí y el de los dos panes ensartados en sendos tenedores a los que Chaplin coreografía como si fueran dos pies bailando.

 

El primero es Chaplin típico. Es cómico en un nivel y desesperado en otro. Comen el borceguí porque tienen hambre y no hay nada más que comer. Pero Carlitos come la dura suela de cuero (el grandote se apropió del cuerpo del zapato) con cuchillo y tenedor, porque no hay que perder la dignidad ni con el hambre.

 

Termina, y hasta yo que soy un purista, hago eso que no se hace en el cine: aplaudir.

 

Todos salimos felices. Porque la genialidad no apabulla, solo celebra la gloria que puede ser el hombre.

Gustavo Monteros

 

 

 

viernes, 5 de septiembre de 2025

Lecciones de un pingüino - El amigo



 

Tom (Steve Coogan) e Iris (Naomi Watts) andaban a los tumbos por la vida hasta que les cayeron como peludo de regalo a él, un pingüino (The Penguin Lessons / Lecciones de un pingüino, Peter Cattaneo, 2024) y a ella, un gran danés (The Friend / El amigo, Scott McGehhe, David Siegel, 2024)

 

(Aclaración para lectores no argentinos, “como peludo de regalo” es una expresión del lunfardo argentino que se usa para describir a alguien o algo que llega inesperada o inoportunamente, el peludo en cuestión puede referirse al armadillo, cuyo caparazón se usa para armar el instrumento musical llamado charango, o a un borracho, sinónimo muy en desuso)

 

En Lecciones de un pingüino, Tom llega a la Argentina, huyendo de una desgracia personal, pero estamos en marzo de 1976, y caerá de lleno en una de las peores desgracias sociales conocidas por la humanidad, la dictadura militar argentina, ejemplo perfecto de terrorismo de estado, con desaparición de personas, tortura y asesinatos, secuestros de bebés, apropiación ilegal de bienes y el inicio de una especulación financiera desastrosa que todavía subsiste.

 

Tom es un profesor de lengua y literatura inglesa que viene a trabajar a un exclusivo colegio bilingüe de Quilmes. A poco de llegar se desata el golpe de estado y como las clases se suspenden temporariamente, se va a pasar a unos días a Uruguay.

 

En una discoteca conoce a una mujer joven con la que espera tener sexo. Cuando salen de la disco, amanece y mientras caminan por la playa se topan con pingüinos muertos cubiertos de petróleo. Uno de ellos agoniza en realidad. Se lo llevan al hotel en el que él se aloja para limpiarlo.

 

Después, más tarde, Tom hará todo lo posible para sacárselo de encima. Obviamente por el título de la película (por lo tanto no es un espóiler) no podrá.

 

Tom, recién llegado, es indolente, indiferente, todo le resbala, le da lo mismo, es superficial, vacuo, egoísta, o sea un ser despreciable. Personaje para el que Steve Coogan se pinta solo.

 

De a poco el pingüino hará que se relacione con sus alumnos, su colega docente, Tapio (Björn Gustafsson), con el director del colegio (Jonathan Pryce), con el personal de limpieza, María (Vivian El Jaber), Sofía (Alfonsina Carrocio) de un modo diferente al inicial. Sabremos que su indolencia es una coraza para protegerse de las consecuencias de la desgracia que arrastra.

 

La película filmada en Gran Canaria es muy respetuosa con lo que de verdad importa, las dolorosas contingencias provocadas por la dictadura.

 

En los detalles escenográficos, Quilmes les quedó como una mezcla rara entre San Telmo (un barrio de la ciudad de Buenos Aires) y Concepción (ciudad uruguaya). No seamos quisquillosos, los ambientes no serán exactos, pero tienen sabor argentino.

 

En El amigo, Iris es una de las integrantes del harén de Walter (Bill Murray), escritor talentoso y celebrado. Dentro de este harén (metafórico), Iris es la amiga, Elaine (Carla Gugino) fue la primera esposa, Tuesday (Constance Wu) fue la segunda, y Barbara (Noma Dumezweni) es la esposa actual, y Val (Sarah Pidgeon) es una hija (¿adoptiva?, ¿fruto de una relación pasajera?, queda como un cotilleo, pero que es hija es hija.

 

A pesar de tanto soporte femenino, Walter, ya sea por una enfermedad terminal o por una depresión irreversible, ha decidido suicidarse, hecho que todas respetan.

 

Aunque un inconveniente persiste. Entre el legado material, intelectual y espiritual a repartir, figura con preminencia, Apolo (Bing), la mascota. Iris es la afortunada depositaria que debe cuidarlo.

 

Pero Iris vive en un departamento minúsculo, de renta controlada (o sea que no es cuestión de mudarse y perderlo) de un edificio que no acepta mascotas. Y Apolo no es un caniche toy, que se mete en una bolsa y se lleva a todas partes, es un gran danés, que como hasta su propio nombre lo indica, es de gran porte.

 

Encima Apolo también es un deudo y desconoce los protocolos humanos de lidiar con el duelo, el pobre extraña y no sabe qué hacer con eso.

 

Y mientras Iris considera cómo solucionar el problema (¿entregarlo a un refugio?, ¿darlo en adopción?, ¿encajárselo a alguien cercano?, ¿quedárselo?), se va relacionando con Apolo y como no ha tenido mascotas, no sabe que convivir con un animal de compañía no es algo que se tome a la ligera.

 

Las dos películas se centran en la relación hombre-animal y lo que provoca: solidaridad, entendimiento, trascenderse. Salirse de uno y hacerse cargo.

 

Y parece magia, pero no, a cambio de dar cariño, comida, un techo a un no humano, uno se vuelve más humano.

 

Yo soy un hombre perro más o menos reciente y lamento los años que perdí sin tener una mascota al lado.

 

En una nota reciente en The Guardian listaban las mejores películas vistas en el 2025 hasta la fecha y figuraban estas dos. Adhiero.

Gustavo Monteros

viernes, 29 de agosto de 2025

Better Man


Better Man (Michael Gracey, 2024) inaugura un género: la autobiopic o selfbiopic, o sea vida contada por su protagonista.

 

Le cabe entonces la pregunta que se hizo Liv Ullman al comienzo de la suya (en versión libro, Senderos): cuando uno tiene por delante todavía un trecho más para recorrer, ¿para qué ponerse a contar lo vivido? (al margen del beneficio económico que se recibirá por el encargo, claro)

 

Liv se contestó: para explicarse, para entender por qué se hizo lo que hizo, para conocerse más.

 

Robbie Williams con la suya (en versión película) adhirió a pie juntillas con lo que concluyó Liv y le agregó: para redimirse, para resarcir los daños cometidos, para pedir perdón, para apaciguar mis enemigos interiores.

Better man arranca en clave distanciamiento Brecht (tomar distancia subrayando el artificio, estilo que más que objetivar crea otra forma de establecer vínculo con el espectador).

 

Robbie no se presenta como tal, en el cuerpo y rostro que le conocemos, si no transformado en un CGI monkey, o sea un monito manipulado por imágenes creadas por computadora.

 

El artilugio es bueno y eficiente, el monito es Robbie y a la vez no es Robbie. Nos permite superponer o reemplazar las nociones preestablecidas (prejuicios o vista gorda) que tenemos sobre él con otras nuevas, surgidas por las intimidades que nos va a develar.

 

El retrato no es amable, ni cómodo, ni hagiográfico. De entrada, se presenta como egoísta, narcisista (aunque se parezcan, no son sinónimos), competitivo hasta con su sombra, cruel, despiadado, indiferente a todo lo que no sea él, superficial, caprichoso e inmaduro. Algo así como si me ven, crucen de vereda que les va a ir mejor.

 

Si de chico, lo hubieran dejado elegir destino hubiera preferido ser jugador de fútbol. No pudo ser, en la cancha era un perro que no la veía ni cuadrada. Con un padre que ya tenía un pie fuera de la casa, compartía un tiempo de calidad, emulando a Frank Sinatra.

 

Él le pegó el virus de la performance, de actuar para que te quieran. Le pasó también la maldición: no ser uno más, si no tener “eso”, como Sinatra, como Dean Martin, como Sammy Davis Jr., que la luz te dé, abrir la boca, emitir la primera nota y que los que te ven se olviden de todo, elevarlos a lo que cantas, que vivan en lo que sentís y creas.

 

Algo más que la excelencia, la magia del arte.

 

El padre terminará por abandonar a su esposa, a su propia madre y a Robbie, claro, que se pasará anhelando su aprobación, porque lo quiere y lo necesita y por la culpa de no saber si se fue porque hubo algo que él no pudo o no supo hacer.

 

Tendrá suerte, en la adolescencia formará parte de una boy band, Take That, y no disfrutará la experiencia, por no aceptar su lugar, por querer ser el líder, porque lo suyo es sobresalir o morir, porque ya lo carcome la dicotomía del artista no bien plantado, aquello de “quiero que me quieran” versus “no me acompañen que me quiero destruir”.

 

Y comienza el ciclo habitual de drogas cada vez más duras, de alcohol cada vez más fino y en insaciables cantidades, de tabaco en continuado, de sexo de todo tipo y color.

 

Entonces será cruel con los que siempre han estado, mezquino con las relaciones sentimentales nuevas, generoso con los que quieren vaciarlo y fugitivo de todo lo no resuelto.

 

Pasará a ser solista, logrará que lo quieran, en lo público una audiencia cada vez más multitudinaria y en lo privado, minas fieles de gran corazón, pero nada le servirá mientras no aplaque los demonios que lo persiguen, a los que dice odiar, aunque alimenta a cuerpo de rey. 

 

Hasta que toca fondo, y de a poco empieza a encajar las piezas donde van y aprende que eso no es cosa de un día, sino de cada segundo hasta el fin de los tiempos, porque si se descuida volverá a lo mismo, una y otra vez.

 

Y obtiene algo parecido al perdón y a la paz, y reivindicará lo que su papá le enseñó, ser Sinatra, Dean Martin o Sammy Davis Jr.

 

Para el mundo del pop y del rock, eso es querer ser un crooner de night club (“a cabaret act”, en el original), un cantante de cantina, de restaurante, de bingo, una nada.

 

Puede ser, dice Robbie, pero me importa un comino (él no es tan fino, pero la idea es clara) quiero ser eso, pero el mejor.

 

Qué vivo, no es una declaración de principios, es una certeza. Él ya sabe que tiene “eso”, porque se pone a cantar y todos los que lo escuchan se olvidan de lo que los aqueja y hasta de lo que no. Porque pasan a vivir según lo que él siente y crea. Y está bien que así sea, porque ahí por un rato somos todos un better man, él y cada uno de nosotros.

Gustavo Monteros

 

viernes, 22 de agosto de 2025

Ice Road: Vengeance


 

Uno tiene la constatación de que es irremediablemente viejo, cuando para hablarle a alguien más joven, a las diez oraciones ya tiene que poner notas al pie de página.

 

Ejemplo: comentaba que, en mi etapa de actor, uno de mis espectáculos se llamó Ídolo de matiné. ¿Ídolo de qué?, me interrumpió un interlocutor con el fastidio de no conocer algo que tendría que sonarle familiar.

 

Porque el tiempo que mucho lo borra, se llevó puestas las matinés. Las últimas que usaron la palabra, creo, fueron las discotecas para designar turnos para chicos o adolescentes. Para entonces, las matinés de los cines y los teatros eran tan del pasado como la luz de gas. De ahí que un veinteañero no tuviera ni idea de lo que hablaba. 

 

Me guardé tan bellos pensamientos y no insistí con ningún tema que fuera más allá de los noventa. Mi joven amigo, lisa y llanamente, equipara a los años setenta y ochenta con la Edad Media, o sea un tiempo tan anterior que le parece oscuro y lejanísimo. Sabe mi edad, debe creer que nací y viví en tiempos del Antiguo Testamento.

 

La idea era que viéramos El ángel exterminador de Buñuel, pero como yo tenía la cabeza perdida en sandeces, propuse que viéramos algo más liviano. Nos costó encontrar algo que no hubiéramos visto los que estaban presentes. Optamos por una de las últimas con Liam Neeson: Ice Road: Vengeance (2025) de Jonathan Hensleigh. Ya había habido una The Ice Road uno, que todos habíamos visto.

 

En esta saga, Liam Neeson es Mike McCann, un camionero con experiencia en caminos difíciles. En la ahora uno anduvo por caminos de hielo, de ahí el título, porque tenía que llegar contrarreloj a salvar unos mineros atrapados en una excavación lejana y helada. En una de las vueltas del argumento, perdía a su hermano Gurty, que moría heroicamente.

 

En el inicio de esta continuación, Mike anda lidiando mal con la culpa de haber sobrevivido a su hermano. Para acelerar el duelo, decide llevar las cenizas de Gurty para esparcirlas desde las alturas de los Himalayas. Nada de tirarlas desde un puente de aquí a la vuelta.

 

Mike llega a Katmandú y es recibido por una guía experta que contrató, Dhani (Bingbing Fan) (¡Y después dicen que los orientales tienen nombres raros!).

 

En paralelo vemos que en Kodari, un líder opositor, Ganesh Rai (Shapoor Batliwalla) se manifiesta contra la hechura de un dique, que lleva adelante para gran beneficio propio, Rudra (Mahesh Jadu), que es más malo que escorpiones enojados y tiene un ejército de matones a cargo.

 

Mientras Ganesh se gana la simpatía del pueblo, Rudra mata al padre de Ganesh, desbarrancando el bus en el que viajaba con otra gente que no tenía nada que ver en el entuerto del dique. A los malos ya no les importa nada.

 

Vijay (Saksham Sharma), el hijo de Ganesh, sospecha que Rudra matará a Ganesh a continuación y lo esconde en las montañas.

 

Mike y Dhani irán a los Himalayas en el colectivo de Spike (Geoff Morrell), un veterano tan duro como simpático. Más tarde se les unirá Vijay y ya están a bordo, Evan Myers (Bernard Curry) un profesor universitario estadounidense muy importante y su hija, Starr (Grace O’Sullivan), chica moderna que no se puede despegar de su ultramoderno celular.

 

A poco de empezar el viaje, dos matones de Rudra intentarán secuestrar o matar a Vijay, pero…

 

La película tuvo críticas muy malas, lo que es injusto. Es un film de presupuesto medio sobre un viaje que te lleva a destino con algún que otro rasguño, pero sin aburrirte. Su única ambición es entretener y que se te pase rápido el tiempo que toma verla. Y lo logra. Es de la que nos apasionaban en las matinés de la infancia.

 

Me muerdo la palabra matiné y el comentario supuestamente culto de que ese esquema narrativo, el del viaje de diversas personas que deben sobrevivir ataques varios, se originó con el western La diligencia (Stagecoach), dirigido por John Ford, en 1939.

 

Suspiro, me resigno y digo Western/La diligencia, 1939/John Ford, y abro y expando los comentarios al pie de página.

 

Para no quedar muy pedante, cuando hablo del esquema narrativo iniciado, les pido que recuerden todas las películas que han visto en las que hay un viaje de varias personas que soportan ataques, contratiempos, impedimentos varios para llegar a destino.

 

Pueden ser de cualquier género, incluso los más insospechados de un argumento así, como el musical y el romántico. Se entusiasman y tiran unos cuántos títulos.

 

Los hago olvidar mi pedantería o mi erudición, que no es más que un enciclopedismo trasnochado. Pero yo no pude olvidar los años que se me acumulan encima, el entretenimiento fugaz de la lista de películas no hubiera sido posible sin las notas de pies de página.

Gustavo Monteros

viernes, 15 de agosto de 2025

Misericordia - Cuando cae el otoño




 

Íbamos en el Costera a Buenos Aires a ver una obra de teatro. La conversación fluctuaba animosa como siempre. Agotados los temas personales, pasamos a libros, filmes y exposiciones, temas que nos unían y apasionaban. En algún momento ella me dice: Volví a ver esa película de Ozon de los levantes gays en un bosque al lado de una playa. ¿Cuál?, ¿El desconocido del lago?, precisé yo. Sí, esa, me confirmó ella. Pero no es de Ozon, es de un tal Guiraudie, aclaré. Y como no le gustaba saberse en falta, se encogió de hombros, y dijo: Si no es de Ozon, debería serlo, el coso ese y Ozon son casi hermanos mellizos. Me reí y cambiamos de tema.

 

Ahora que ya he visto más películas de Guiraudie, no puedo insistirle con que el cine de François Ozon no puede ser más diferente que el de Alain Guiraudie. porque ella ya no está.

 

François Ozon es proteico, salta de un género a otro, aunque él dice que no se concentra en géneros, sino que busca el modo que más le conviene a la historia que quiere contar. Guiraudie, mientras tanto, profundiza en el desconcierto que es la vida y la imposibilidad de saber qué nos motiva a hacer lo que hacemos.

 

Sin embargo y no por darte la razón, se estrenan dos películas que no los hacen mellizos, pero los hermanan bastante.

 

En Miséricorde (Alain Guiraudie, 2024), Jérémie Pastor (Félix Kysyl) vuelve de Toulouse al pueblito de Saint-Martial para el entierro de su antiguo jefe, un panadero, por el que sentía amor y pasión, que no sabemos si fueron correspondidos.

 

La viuda, Martine (Catherine Frot) lo invita a que se quede en su casa todo el tiempo que quiera. En un principio no parece que tenga apetencias sexuales con Jérémie, pero lo quiere y lo cela.

 

El hijo de Martine, Vincent (Jean-Baptiste Durand) resiente la presencia de Jérémie y sospecha que quiere acostarse con su madre. Vincent vive en otra casa con su mujer e hijo, pero se le aparece a Jérémie en el dormitorio todos los días a las cuatro de la mañana, antes de ir a trabajar. Entonces ¿a quién cela en realidad? ¿A la madre o a Jérémie?

 

Es que Jérémie, como decían en la Catamarca de mi infancia, es medio Beba, la irresistible. Porque también, tanto Walter (David Ayala), un amigo de la familia, y de Vincent en particular (aunque lo niegue) como el cura del lugar, Philippe (Jacques Develay) (que no lo niega para nada, más bien lo contrario) sienten atracción sexual por Jérémie.

 

El binomio deseo-violencia anda siempre inseparable, y tanta tensión sexual dando vuelta deriva, más temprano que tarde, en un hecho de sangre.

 

En Cuando cae el otoño (Quand vient láutomme, François Ozon, 2024). Hélène Vincent (Michelle Giraud) y Marie-Claude Perrin (Josiane Balasko) son dos señoras maduras, amigas de toda la vida, que viven en la campiña francesa.

 

Las pobres han tenido poca suerte con los hijos, el de Marie-Claude, Vincent (Pierre Lottin) cumple sentencia en prisión y la de Hélène, Valérie (Ludivine Sagnier) tiene un rechazo por su madre que se parece al odio.

 

Cuando la película empieza, Valérie viene de París a dejarle a su hijo, Lucas (Garland Tessier) unos días, para que Hélène se ocupe de él, mientras ella se va de vacaciones. Hélène le ha preparado a Valérie su plato favorito, un guiso con champiñones, recolectados en un bosque cercano por ella y Marie-Claude.

 

Hélène no come porque se le ha cerrado el estómago de los nervios que le provoca Valérie. Lucas tampoco come porque no le gustan los champiñones. Valérie halla el guiso tan sabroso, que repite.

 

Termina en el hospital con lavaje de estómago, los hongos eran venenosos. ¿Hélène se equivocó o lo hizo a propósito? Valérie la castiga, se lleva al hijo y que Hélène, que es investigada de oficio, agradezca que no le ponga además una denuncia.

 

Al poco tiempo, Vincent sale de la cárcel y hace pequeños trabajos en el jardín para Hélène, que además le da el dinero para que haga realidad el emprendimiento con el que sueña, poner un bar. La cercanía de Vincent y Hélène derivará en un hecho de sangre.

 

Las dos películas, aparte de los hechos de sangre, parafraseando a Homero Expósito, son raras como encendidas. Para empezar las motivaciones de los personajes son inescrutables. Imposible saber con certeza por qué hacen lo que hacen. Las dos subvierten el sentido de justicia que hemos aprendido a sostener y aceptar.

 

El hecho de sangre de Misericordia se ve, el de Cuando cae el otoño está fuera de cámara. Quien ejecuta el primero y es sospechoso del segundo no tendrán castigo. Aquí el crimen no solo paga, sino que es disculpado por los más cercanos a las víctimas.

 

La mirada es práctica. ¿Si al culpable le cae el peso de la ley, la condena le devolverá la vida a la víctima? No, entonces mejor que siga libre y que compense con buenas acciones que de paso satisfagan los deseos de los cercanos a las víctimas.

 

Misericordia es un poquito más delirada, con un dejo de humor permanente. Cuando cae el otoño es más poética, hasta tiene un fantasma que vigila que las compensaciones por el crimen no se desvirtúen. Y las dos tienen hasta un elemento (¿menor?) que las acerca: en las dos se va al bosque a buscar setas.

 

Si se ven con un hiato temporal en el medio, es posible que las diferencias se destaquen, pero si las ven una detrás de otra, como yo hice, parecen salidas de la misma mente creadora. Acaso en la poca escrutabilidad del motivo de mi mirada, ¿le quiero dar la razón a mi amiga, con la que ya no puedo discutir, pero traigo con esto a mi cercanía? Quizás. No. Bah, seguro.

Gustavo Monteros