Continuamos el repaso de la colaboración del actor Philippe
Noiret con el director Bertrand Tavernier. Hoy nos toca Una semana de
vacaciones / Une semaine de vacances (1980).
Laurence (Nathalie Baye) tiene lo que podríamos considerar
un buen presente. Anda por los treinta años, es una docente de los primeros
años de secundaria talentosa y bien considerada, los alumnos, los directivos y
los colegas la aprecian, tiene una relación estable, de buen sexo y en líneas
generales de buena comunicación con Pierre (Gérard Lanvin), se lleva hasta ahí
con su hermano menor, Jacques (Philippe Delaigue) y más o menos bien con su
madre (Marie-Louise Ebeli) que no se queja mucho de atender al postrado padre
(Jean Dasté).
Sin embargo, una mañana no puede llegar a la escuela. Va a
ver a su médico (Philippe Léotard), que le recomienda use un privilegio que al
menos en 1980 tenían los docentes franceses, tomarse por estrés una semana de
vacaciones en cualquier momento del año.
Y entonces Laurence comienza a correrse de los mandatos
sociales que la constriñeron, sí, pero que le dieron un sentido de orden.
Y ¿cómo se corre uno de los mandatos? De una manera muy
simple: dudando.
Disfruta de ser docente, pero le cansa que el sistema
educativo se la pase instrumentando reformas sin evaluar las que dejan de lado
(no sé por qué esa queja me suena conocida), los alumnos responden con clichés,
ideas preconcebidas, eludiendo las respuestas personales propias (esto se
pondrá peor, mi querida, al menos responden, con el tiempo no les interesará ni
responder).
A veces halla a su pareja, Pierre, un poco cargoso, un
prepotente, uno que la da por sabida, puede ser, pero lo que más le molesta es
que él no le teme al compromiso y ella, sí. Él quiere hijos, ella todavía no
sabe si quiere o no.
Su hermano y su madre le exigen atención o cuidados, que
ella no quiere satisfacer y comprende que eso demuele la imagen de buena mina
que ella tiene de sí misma. Además, su padre, enfermo y demandante, ya no es,
por supuesto, el que ella admiraba.
Conoce a Lucien (Michel Galabru), el padre de un alumno, un
separado que muestra que puede amar. Él no la juzga. Es dueño de un café-bar,
lo que posibilita que la relación se desarrolle con fluidez. Eso lo lleva a él
a un equívoco, sobre el que pedirá perdón.
En un momento, Lucien la invita a cenar con un amigo,
Michel (Philippe Noiret), el mismo personaje de El relojero de Saint-Paul.
Se informa a los que no lo conocen del film anterior que es padre de un
convicto acusado de un crimen.
Michel habla de lo duro que es relacionarse con alguien que
está preso. A la salida de las visitas, ve que hay cerca de la cárcel, un bar
al que no va, pero al que le gustaría entrar. Supone que los que salen de la
prisión y a los que nadie los espera, van ahí como primera parada de su
reconquistada libertad. Se pregunta si se animará a hablar con alguno de ellos.
Al despedirse dirá que los alumnos de Laurence tendrán que
aprender lo que nos cuesta a todos: saber escuchar.
La película aparte de una crisis adelantada de la edad
mediana, trata también la soledad (la colega que no encuentra la suela de su
zapato), la vejez (la vecina muy mayor que se marchita en el departamento de
enfrente y a la que ve por su ventana), la inseguridad por la poca confianza en
uno mismo (la alumna que no habla porque teme decir estupideces y revelar que
aparte de ignorante es tonta).
Tavernier es de los que puede hacer divertida, trascendente
y profunda la lectura de la guía telefónica (una antigüedad que en 1980 todavía
existía y era útil).
Nada hay más egocéntrico que una crisis de edad mediana,
pero si se considera que hay un espectador, el creador la llena de detalles y
la hace perspicaz y pertinente para los que la están viendo, porque al
profundizar en las circunstancias de una persona, estas se vuelven universales.
Esto suena muy evidente, pero hay que saber hacerlo. Éric
Rohmer en El rayo verde (1986) narra otra crisis personal y es más
aburrida que contar segundos durante diez minutos. La protagonista y sus
circunstancias nunca nos interesan y uno en un ataque de fastidio termina
diciendo: má sí, superá tu depresión, o no, pero no jodás más.
El cine es un espectáculo con sus reglas, que alguien sufra
no garantiza solidaridad inmediata, hay que ganarla.
Tavernier se permite dialogar con sus películas anteriores.
Como en El juez y el asesino de 1976, vuelve a darle a Michel Galabru
otro papel serio, de hondura psicológica. Otros directores siguen dándole roles
payasescos de una sola nota.
Y aparte del personaje de Michel (Philippe Noiret) lo que
relaciona esta película con El relojero de Saint-Paul (1974) es que es
otra declaración de amor a la ciudad de Lyon, que sale incluso más bella que en
El relojero.
A Tavernier los problemas sociales de su presente no le son
indiferentes y tiene un modo muy empático de exponerlos. No parte de certezas,
sino que indaga.
En Des enfants gâtés / Dos inquilinos (1977) acerca
los problemas que tienen los franceses por entonces para alquilar y parte de lo
que se entera un director de cine (Michel Piccoli), cuando al no poder trabajar
sobre el guion de su próxima película en su casa, alquila un departamentito en
un edificio, la otra inquilina del título en español es una vecina con la que
tiene un romance (Christine Pascal).
Nathalie Baye, la protagonista de Una semana de
vacaciones, en uno de sus primeros protagónicos absolutos aprovecha la
ocasión para cimentar su fama deslumbrando.
El tema de la educación y sus problemas volverá a aparecer
en la obra de Tavernier, más precisamente en 1999 con Ça commence
aujourd'hui / Todo comienza hoy, sobre un maestro de jardín de infantes que
intenta hacer una diferencia en una ciudad deprimida económicamente.
Es que Tavernier es un humanista y en tiempos tan
desangelados como los actuales (y algunos de los que le tocó vivir), los
humanistas no son necesarios sino imprescindibles.
Gustavo Monteros
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.