Y el tercer largometraje de Bertrand Tavernier fue también
con Philippe Noiret. Se llamó Le juge et l’assassin / El juez y el
asesino. Filme elocuente y ambicioso (y por lo tanto, polémico) que despejó
cualquier duda que se pudiera tener respecto del talento de Tavernier. Ya se lo
podía dejar de saludar como a un director en ciernes. Para calificarlo como
maestro era temprano, aunque no lo era para considerarlo como un autor con
inquietudes y muchas cosas para decir.
Se basa en hechos reales, con los nombres cambiados, porque
a Tavernier no le interesa reproducir la veracidad sino dar su interpretación,
su lectura.
Estamos a fines del siglo XIX, y el caso Dreyfus domina las
conversaciones. En zonas rurales, un asesino feroz ataca pastores y pastoras
que están entre la infancia y la adolescencia.
Se ve que Joseph Bouvier (Michel Galabru), que así se llama
el asesino, tiene más de un tornillo flojo.
Se ve también que es un hombre inteligente con algún tipo
de instrucción, mezcla teorías antisemitas, masonas, católicas, conservadoras y
retrógradas con evidencia de un pleno conocimiento de las mismas.
Emile Rousseau (Philippe Noiret), un juez de provincia, de
simpatías ultraderechistas, quiere cazarlo. El juez ambiciona una Legión de
Honor, por lo que estima que debe mandar al asesino a la guillotina.
El impedimento más evidente es que el asesino está loco. Si
se admite la locura, el reo evitará el guillotinamiento, así que el juez debe
lograr que se lo dictamine apto de entendederas.
Los temas que desarrolla la película son, por desgracia,
harto vigentes. Como la manipulación de la justicia (que es más teatro que otra
cosa) o la tergiversación mediática permanente (los diarios falsean los hechos
con primor). Esto acrecienta la incapacidad del público de pensar por su cuenta.
La gente se deja pensar por los diarios y su opinión es
determinada por el operador de éxito, tanto así que entregará feliz los libros
de Balzac que hasta ayer atesoraba para que los quemen.
Las hipocresías están a la orden del día. A saber:
La madre del juez (Renée Faure) consiente que su hijo tenga una amante,
Rose (Isabelle Huppert), hasta le manda confituras para el cumpleaños, siempre
y cuando, la exobrera y ¿su hermana menor?, ¿su hija? se mantengan lejos de su
presencia. Cuando el juez, obligado por circunstancias, que no vienen al
cuento, se vea obligado a llevarla a su casa, la madre la desairará con ahínco.
El procurador De Villedieu (Jean-Claude Brialy), muy amigo
de Emile, parece no darse cuenta de que la devoción que le ofrece su exótico
sirviente traído de la Cochinchina es producto de la extorsión. El procurador
acusó al hermano del sirviente de un crimen que no cometió, no obstante, aquel
logró la libertad a cambio de la esclavización de por vida del hermano.
La hermana menor de Rose es sexualmente precoz, como se
desconoce el tratamiento, la someten a torturas varias.
El cura en el púlpito pide para los francmasones poco menos
que la vuelta de la Inquisición sin que nadie levante una ceja.
El cura y sus feligreses son muy antisemitas, lo que les
parece el estado natural de las cosas.
La madre del juez les da sopa de pollo a los pobres siempre
y cuando firmen una proclama que pide que el asesino sea declarado mentalmente
sano.
Las mentes bien pensantes se escandalizan porque las
víctimas del asesino llegan a la veintena, pero ni se inmutan porque cientos de
chicos son abatidos a tiros en las huelgas de las fábricas, donde trabajan de
sol a sol, sin salir del hambre.
Philippe Noiret retrata con sutileza las contradicciones de
su juez. No la menor de ellas es el apego peculiar a su madre. Y Michel
Galabru, un histrión habitualmente relegado a papeles cómicos burdos, da una
interpretación dramática impecable de su asesino.
Y Tavernier, con calculada impiedad, da cuenta de nuestras
miserias cotidianas. Y como no se excluye, se gana el derecho de decir lo que
se le venga en gana. Con aliteración incluida y todo.
Gustavo Monteros
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