En la década del ochenta del siglo XX, el director húngaro,
István Szabó y el actor austríaco, Klaus Maria Brandauer redondearon una
trilogía cinematográfica sobre tres hombres con aspectos en común.
Mephisto fue la primera en 1981. El
título refiere, claro, al personaje que tienta al Fausto de Goethe, más
conocido como Mefistófeles por estos pagos. Pero la película no es sobre este
personaje diabólico sino sobre Hendrik Höfgen (Klaus Maria Brandauer) un actor
alemán que ganó fama imperecedera interpretándolo durante el ascenso del
nazismo. El ficcional Hendrik Höfgen encubre genio y figura de Gustaf Gründgens
(1899-1963), actor que existió y que comparte con Höfgen hechos significativos,
no el menor haber alcanzado reconocimiento interpretando a Mephisto.
En el comienzo de la película vemos a Höfgen padecer un
hambre de gloria tan atroz que le duelen literalmente las ovaciones que le
tributan a la estrella de la obra en la que él apenas se destaca. Su ambición
es alcanzar la fama y que esta le traiga fortuna. Obtiene lo segundo antes que
lo primero: se casa con una rica heredera. La seguridad económica le permite
concentrarse por entero en su ascenso en el cartel. El narcisismo lo enceguece
y frivoliza, el mundo es él. Por lo tanto, no le interesa la política, lo que
en los tiempos tan convulsionados en los que le toca vivir es un craso error.
Las diferentes concepciones políticas son para él trasfondo de los papeles a
interpretar. En el último fulgor de la cultura alemana prenazi hará comedias
cosmopolitas y dramas universales y en el estertor del cabaret, hará canciones
muy de izquierdas. Y cuando comience a tallar el nacionalsocialismo y su
impronta de redescubrir las raíces germanas, hará dramas históricos antisemitas
y que realzan el ideal nazi del hombre nuevo.
Decidirá quedarse cuando los compañeros del arte emprendan
el obligado o elegido exilio. Tendrá hasta la suerte de una salida elegante, un
hecho histórico determinante en el ascenso nazi lo sorprenderá filmando en
Budapest. Pero ante la posibilidad de huir a Londres o París, opta por regresar
a Berlín, porque el idioma de un actor es la lengua natal y la suya es el
alemán.
El regreso lo deposita en la órbita de El General (Rolf
Hoppe), personaje que encubre a Hermann Göring. Su coqueteo con la izquierda le
será perdonado a cambio de una adhesión fervorosa al nazismo. Se consolará
diciéndose que al menos podrá ayudar a los perseguidos. Cree que la máscara de
Mephisto le calza tan bien que su poderío se verifica en la vida real y que
puede manejar al General como si fuera su Fausto. Suprema ironía, en la
realidad es al revés, El General es Mephisto, él es Fausto. Cuando lo comprenda
será tarde. El potente reflector lo encandilará y no podrá ver ni por donde
pisa, entonces dirá desorientado: Soy un actor, ¿qué pretenden de mí?

En 1983 Szabó y Brandauer vieron en un teatro de Londres a
Alan Bates en A Patriot for Me de John Osborne, sobre el ascenso y caída
de Alfred Redl (1884-1913) en la Viena (y adyacencias) del Imperio
Austrohúngaro y decidieron llevarla al cine. El proyecto se concretó en 1985, la
película se llamó Oberst Redl / Coronel Redl y fue la segunda de
la trilogía de Szabó-Brandauer. De la obra de Osborne quedó tan poco que cualquier
parecido con el original es pura coincidencia.
Comienza con Redl niño. Es hijo de campesinos más pobres
que los del Evangelio, porque en el siglo XIX no había campesino que no fuera
pobre. Alfred escribió una inspirada salutación de cumpleaños para el Emperador
Francisco José en la escuela. Esta composición de obsecuencia le abrió las
puertas del Liceo Militar, donde se codearía con los ricos y nobles.
La rotura de una espada de madera lo unió en el castigo a
un chico de cuna de oro. El chico lo invitó a su casa solariega. Cuando los
padres del chico acomodado le preguntaron por sus orígenes, Alfred dejó de ser
un muchachito ruteno de la Galicia polaca y fingió descender de una familia
noble venida a menos. O sea que comenzó con su particular vals de máscaras que
no dejó de bailar ni en el final.
De regreso a la escuela militar se mimetizó con sus
compañeros y hasta los superó, fue más aristocrático que los mismísimos pares
del reino, o del imperio, para ser más precisos. Su ambición era ascender y
sabía que al no contar con fortuna ni linaje le tocaba ser el mejor de los
mejores, el más efectivo, el más aplicado. Su celo le garantizó promociones y
padrinazgos.
Las mujeres lo amaron, pero él no pudo retribuirles con
sensualidad, prefería a los hombres. Y la homosexualidad fue su secreto, su
debilidad y su caída. Llegó a ser jefe del contraespionaje. Su labor incluía
espiar a todos los de supuestas actividades sospechosas contra el Impero
Austrohúngaro, incluidos sus compañeros y sus jefes.
El ascenso lo acercó al Príncipe Heredero (Armin Mueller-Stahl). Se supone que
este personaje es el archiduque Francisco Fernando, pero no se lo nombra como
tal y no es biográficamente parecido a ninguno de los verdaderos archiduques en
realidad; es más, sus ideas políticas lo acercan al difunto Rodolfo. Este
príncipe lo involucró en sus oscuras intrigas y apuró su desgracia.
Como jefe modernizó el servicio de espiar, incorporó los últimos
adelantos técnicos de la época, como la fotografía y la grabación de voces e
imágenes, herramientas que usaron para documentar sus aventuras sexuales y
chantajearlo. No se sabe cuándo empezó a espiar para los rusos, o si lo hizo en
realidad. La evidencia es más conjetural que probatoria. Incluso su ejecución
fue un juego de máscaras y espejos. En vez de ahorcarlo o fusilarlo, le dieron
una pistola para que se suicidara honorablemente.
Y la tercera, Hanussen, de 1988, fue sobre Hermann
Steinschneider (1989-1933) más conocido por su nombre artístico, Erik Jan
Hanussen, clarividente, hipnotista, mentalista, ocultista y astrólogo de
renombre. Un adivino y charlatán, resumirían las malas lenguas.
La película comienza cuando Steinscheider / Hanussen, reza
un padre nuestro, mientras se apresta junto a otros muchos soldados a abandonar
la trinchera y atacar al enemigo. Estamos en la Primera Guerra Mundial, claro.
Es herido en el ataque, pero el daño corporal es menor al trauma mental que le
queda.
En el hospital tendrá la suerte de cruzarse con el Dr.
Bettelheim (Erland Josephson) que estudia los misterios de la mente. Pasarán a
tener un trato muy afectuoso, sospechosamente físico. Bettelheim descubrirá que
el futuro Hanussen tiene un particular talento para inducción hipnótica (un
compañero de pabellón tiene una crisis nerviosa y amenaza con volarlos a todos
con una granada, Hanussen, claro, lo evita) y le pide sea su discípulo después
de la guerra.
Pero el capitán Tibor Nowotny (Károly Eperjes) se cruzará
en su camino. Antes de la contienda, anduvo en la farándula y convence a
Hanussen para que transforme sus aptitudes en un acto de music-hall. Terminada
la guerra, Hanussen con el buen olfato de Nowotny se transforma en una estrella
de la adivinación.
Lo acusan de charlatán y lo llevan a juicio. Hanussen saca
a relucir su talento y convierte al trámite legal en propaganda favorable. Por
supuesto, es liberado de los cargos. Mientras tanto el nacionalsocialismo está
en ascenso y como a Hitler el ocultismo le atrae, pide los servicios de
Hanussen, que no quiere embanderarse con ninguna facción política.
Los nazis le mandan fanáticos a arruinar su número,
Hanussen que es carisma puro y que como ya demostró con el juicio de
charlatanería y estafa, puede dar vuelta lo que viene adverso, logra hipnotizar
a los alborotadores y se gana unos enemigos acérrimos. La ultraderecha no tiene
humor, solo odio.
Eso sí, los nazis consiguen poner a Hanussen entre la
espada y la pared en público: lo obligan a decir quién ganará las próximas
elecciones. Hanussen dice que ellos y eso los ayuda a consolidar un triunfo que
venía impredecible.
De todos modos, la indefinición política de Hanussen les
plantea un problema a los nazis. De su lado, Hanussen es un aliado valioso,
pero en contra, es un peligro que no quieren correr. Y ante el primer error de
cálculo de Hanussen, tomarán medidas drásticas.
Szabó y Brandauer dicen que no se propusieron hacer una
trilogía, que les salió así, como quien no quiere la cosa. Algunos críticos la
llamaron erróneamente la Trilogía Alemana, aunque cuando precisaron que la
segunda película no se avenía del todo a esa nacionalidad, comenzaron a
llamarla la Trilogía de Centroeuropa. Yo prefiero llamarla la Trilogía de Szabó
y Brandauer.
Nombres aparte, se centra en tres hombres ambiciosos,
egocéntricos, a los que codearse con el poder no les resultó beneficioso. Todos
se ocultaron tras máscaras, negaron o disimularon sus orígenes, y fueron poco
hábiles para los juegos políticos. Tuvieron la capacidad y las agallas para
llegar adonde querían, pero no supieron navegar las aguas turbulentas de los
tiempos en los que les tocó vivir.
Szabó como director y Brandauer como actor se ocuparon de
iluminar sus contradicciones, sus errores, sus lados fuertes y sobre todo su
humanidad, por eso estos tres títulos perduran y reaparecen fulgurantes en
retrospectivas y en reminiscencias. Sus héroes puede que tengan destinos
adversos, las obras que los contienen, no.
Gustavo Monteros