A fines de los años cincuenta, París bullía…literalmente.
Nunca fue más pujante. Los jóvenes al fin eran jóvenes y cuestionaban lo
incuestionable, se rebelan ante lo estratificado, revolucionaban hasta lo
sacrosanto.
En el ámbito del cine, los muchachos de Cahiers du cinema,
reinventaban la pólvora. Insultaban, pontificaban, demonizaban. Y a diferencia
de otros movimientos críticos, no querían solo teorizar, ambicionaban crear. De
a uno en fondo hicieron su primera película, que inauguraría, en todos los
casos, carreras fecundas.
El más tiracuetes de todos, Jean-Luc Godart, quedó en la
retaguardia. Pero un buen día, dejó de hablar, sacó patente de genio y en unas
semanas luminosas de 1960, puso patas para arriba las maneras de producir y
filmar un largometraje con su Sin aliento, À bout de soufflé, en el
original.
La protagonizaron dos estrellas en ascenso imparable: Jean
Seberg (que, acostumbrada a las formas rutinarias de Hollywood, padeció el
rodaje) y Jean-Paul Belmondo (que disfrutó el rodaje a lo grande, porque intuyó
que, pese a los buenos consejos de su representante, no había que sustraerse a
este proyecto). Hoy todo esto es historia.
Se dice que al cine pocas cosas le gustan más que
celebrarse. Debe ser cierto porque las instancias de esta presunta verdad se
multiplican exponencialmente. Y al prolífico Richard Linklater, oriundo no de
París, Texas, sino de Houston, Tejas, le tocó tentarse con recrear esta mítica
filmación.
En refulgente blanco y negro, con formato de pantalla
cuadrada (al uso de la época) comienza su Nouvelle Vague (2025). La
cosa, como le conviene mejor, a decir verdad, arranca con aires de documental.
Y así, a cada vez que se presenta un personaje, se le
imprime el nombre con el que fue conocido (pocas veces el seudónimo, muchas, el
verdadero).
Para quienes los recordamos, algunos vienen con su prosapia
de horas de tarde de cine: Truffaut,
Chabrol, Rivette, Rohmer, Melville, Rossellini, Breson, Cocteau, Varda, y
siguen las firmas (no todos de la Nouvelle Vague, pero todos muy activos en ese
entonces). A algunos los conozco de mentas, a otros recién los oigo nombrar.
Pero si a todos los buscáramos en las enciclopedias o diccionarios de cine,
comprobaríamos que son, sin excepción, próceres de la historia del séptimo
arte: músicos, camarógrafos, escenógrafos, vestuaristas, representantes,
productores, realizadores, y un largo y luminoso etcétera.
Y si hasta el más aburrido rodaje viene con anécdotas, este
que fue parteaguas, las tiene de todo tipo y color. Los no versados en el cine
de la época, los que no oyeron mencionar jamás el término “nouvelle vague”, los
que gustan del cine industrial de fácil ver, y con tirria al cine de autor, ¿pueden
disfrutar de este delante y detrás de escena de una película que ni vieron?
¡Sí! Son los que mejor la van a pasar, porque tienen la
impunidad del que no sabe y la libertad de discernimiento del que solo termina
de ver algo si algo lo atrapa e interesa.
Circulan muchas teorías de que la civilización fue posible
gracias a la pulsión por saber y difundir qué ocultaban los vecinos, o para
decirlo en sencillo, por la curiosidad de enterarse para después difundir, o
sea el chismorreo.
Y aquí hay chismes de todos los estilos y tamaños, y para no arruinar las sorpresas que les esperan, solo me queda repetir lo que decían los antiguos a la hora de vender un espectáculo: Pasen y vean, pasen y vean.
Guillaume Marbeck es Jean-Luc Godard, Zoe Deutch es Jean Seberg y Aubry Dullin es Jean-Paul Belmondo.
Blue Moon es la segunda película
que Richard Linklater estrenó este año y se centra en una noche crucial para
Lorenz Hart. Pero comencemos por el principio.
El gran compositor estadounidense (principalmente de
musicales, aunque compuso también otro tipo de obras) en su larga y fructífera
carrera trabajó mayormente con dos igualmente grandes letristas, Lorenz Hart
(entre 1917 y 1942) y Oscar Hammerstein II (entre 1942 hasta la muerte de
Hammerstein en 1960).
En 1942, cuando Rodgers aceptó Oklahoma!, como su próximo
proyecto supuso que, como acostumbraba, trabajaría con Hart, pero como este
parecía dominado por el alcoholismo, sumó como colaborador eventual a
Hammerstein II.
A Hart le disgustaba el material de Oklahoma!, le
parecía de tan sentimental, cursi, y se bajó del encargo, aunque tampoco podía
ya dominar su problema con la bebida y menos enfrentar una obra de largo
aliento.
Y así Hammerstein comenzó su colaboración con Rodgers que
abarcaría, además de Oklahoma!, títulos como Carousel, 1954, State
Fair para cine, 1945, South Pacific, 1949, The King and I,
1951, Cinderella para televisión, 1957, Flower Drum Song, 1959, y
The Sound of Music (o sea La novicia rebelde), 1959, entre los
más renombrados.
Blue Moon, la película, que
lleva ese título por la canción más popular del dúo Rodgers y Hart, transcurre
la noche del 31 de marzo de 1943, que fue cuando se estrenó Oklahoma!
Hart (un magnífico Ethan Hawke) procura mostrarse sobrio
ante su (¿ex?) socio creativo, Rodgers (Andrew Scott) para alardear de que
todavía puede ser confiable. (Hart, si no ahora, en algún momento estuvo
enamorado de Rodgers, que nunca le dio esperanza de que lo correspondería).
Hart persigue en la instancia de esta noche el amor de la
joven Elizabeth Weiland (Margaret Qualley), que lo quiere mucho, pero no
románticamente.
En esta noche clave y difícil, Hart cuenta con el apoyo del
barista Eddie (Bobby Cannevale), un cliente del bar, E.B. “Andy” White (Patrick
Kennedy), el futuro autor de la exitosísima novela infantil, La telaraña de
Charlotte / Charlotte’s Webb), el pianista Morty Rifkin (Jonah Lees) y un
cadete de una florería, Sven (Giles Surridge) con el que coquetea.
Y aunque muy laterales, tendrán su relevancia, Hammerstein
(Simon Delaney) y su ahijado, un niño por entonces (tanto que lo llaman Stevie),
un tal ¡Steven Sondheim! (Cilliam Sullivan).
Todos los participantes, del protagonista al último
tiracables, están irreprochables, pero el héroe de la velada es el guionista
Robert Kaplow, que obtiene “la voz” de sus personajes de la correspondencia
entre Lorenz Hart y Elizabeth Weiland.
En un tiempo en el que guiones gloriosos en el futuro se
vuelven obras teatrales luminosas, el de Kaplow, bien puede, en un porvenir no
muy lejano, tener una versión teatral. Como sea, el guion es de una brillantez
celebrable. Su Hart no solo nos involucra, nos volvemos sus barras bravas.
Hart tendría su última colaboración con Rodgers. Para A
Connecticut Yankee, reestrenada el 17 de noviembre de 1943, contribuiría
con una letra inolvidable, la de “To Keep My Love Alive”. Lorenz Hart moriría
el 22 de noviembre de 1943, a los 48 años.
Devolvámosle a Dios sus bendiciones, porque sin dudas,
Lorenz Hart, (y Rodgers y Hammerstein II y Sondheim) son la prueba tangible de
su existencia. Amén.
Gustavo Monteros


No hay comentarios:
Publicar un comentario