viernes, 9 de mayo de 2025

Querido diario - Hoy: La trilogía de Szavó y Brandauer




 

En la década del ochenta del siglo XX, el director húngaro, István Szabó y el actor austríaco, Klaus Maria Brandauer redondearon una trilogía cinematográfica sobre tres hombres con aspectos en común.

 

Mephisto fue la primera en 1981. El título refiere, claro, al personaje que tienta al Fausto de Goethe, más conocido como Mefistófeles por estos pagos. Pero la película no es sobre este personaje diabólico sino sobre Hendrik Höfgen (Klaus Maria Brandauer) un actor alemán que ganó fama imperecedera interpretándolo durante el ascenso del nazismo. El ficcional Hendrik Höfgen encubre genio y figura de Gustaf Gründgens (1899-1963), actor que existió y que comparte con Höfgen hechos significativos, no el menor haber alcanzado reconocimiento interpretando a Mephisto.

 

En el comienzo de la película vemos a Höfgen padecer un hambre de gloria tan atroz que le duelen literalmente las ovaciones que le tributan a la estrella de la obra en la que él apenas se destaca. Su ambición es alcanzar la fama y que esta le traiga fortuna. Obtiene lo segundo antes que lo primero: se casa con una rica heredera. La seguridad económica le permite concentrarse por entero en su ascenso en el cartel. El narcisismo lo enceguece y frivoliza, el mundo es él. Por lo tanto, no le interesa la política, lo que en los tiempos tan convulsionados en los que le toca vivir es un craso error. Las diferentes concepciones políticas son para él trasfondo de los papeles a interpretar. En el último fulgor de la cultura alemana prenazi hará comedias cosmopolitas y dramas universales y en el estertor del cabaret, hará canciones muy de izquierdas. Y cuando comience a tallar el nacionalsocialismo y su impronta de redescubrir las raíces germanas, hará dramas históricos antisemitas y que realzan el ideal nazi del hombre nuevo.

 

Decidirá quedarse cuando los compañeros del arte emprendan el obligado o elegido exilio. Tendrá hasta la suerte de una salida elegante, un hecho histórico determinante en el ascenso nazi lo sorprenderá filmando en Budapest. Pero ante la posibilidad de huir a Londres o París, opta por regresar a Berlín, porque el idioma de un actor es la lengua natal y la suya es el alemán.

 

El regreso lo deposita en la órbita de El General (Rolf Hoppe), personaje que encubre a Hermann Göring. Su coqueteo con la izquierda le será perdonado a cambio de una adhesión fervorosa al nazismo. Se consolará diciéndose que al menos podrá ayudar a los perseguidos. Cree que la máscara de Mephisto le calza tan bien que su poderío se verifica en la vida real y que puede manejar al General como si fuera su Fausto. Suprema ironía, en la realidad es al revés, El General es Mephisto, él es Fausto. Cuando lo comprenda será tarde. El potente reflector lo encandilará y no podrá ver ni por donde pisa, entonces dirá desorientado: Soy un actor, ¿qué pretenden de mí?




En 1983 Szabó y Brandauer vieron en un teatro de Londres a Alan Bates en A Patriot for Me de John Osborne, sobre el ascenso y caída de Alfred Redl (1884-1913) en la Viena (y adyacencias) del Imperio Austrohúngaro y decidieron llevarla al cine. El proyecto se concretó en 1985, la película se llamó Oberst Redl / Coronel Redl y fue la segunda de la trilogía de Szabó-Brandauer. De la obra de Osborne quedó tan poco que cualquier parecido con el original es pura coincidencia.

 

Comienza con Redl niño. Es hijo de campesinos más pobres que los del Evangelio, porque en el siglo XIX no había campesino que no fuera pobre. Alfred escribió una inspirada salutación de cumpleaños para el Emperador Francisco José en la escuela. Esta composición de obsecuencia le abrió las puertas del Liceo Militar, donde se codearía con los ricos y nobles.

 

La rotura de una espada de madera lo unió en el castigo a un chico de cuna de oro. El chico lo invitó a su casa solariega. Cuando los padres del chico acomodado le preguntaron por sus orígenes, Alfred dejó de ser un muchachito ruteno de la Galicia polaca y fingió descender de una familia noble venida a menos. O sea que comenzó con su particular vals de máscaras que no dejó de bailar ni en el final.

 

De regreso a la escuela militar se mimetizó con sus compañeros y hasta los superó, fue más aristocrático que los mismísimos pares del reino, o del imperio, para ser más precisos. Su ambición era ascender y sabía que al no contar con fortuna ni linaje le tocaba ser el mejor de los mejores, el más efectivo, el más aplicado. Su celo le garantizó promociones y padrinazgos.

 

Las mujeres lo amaron, pero él no pudo retribuirles con sensualidad, prefería a los hombres. Y la homosexualidad fue su secreto, su debilidad y su caída. Llegó a ser jefe del contraespionaje. Su labor incluía espiar a todos los de supuestas actividades sospechosas contra el Impero Austrohúngaro, incluidos sus compañeros y sus jefes.

 

El ascenso lo acercó al Príncipe Heredero (Armin Mueller-Stahl). Se supone que este personaje es el archiduque Francisco Fernando, pero no se lo nombra como tal y no es biográficamente parecido a ninguno de los verdaderos archiduques en realidad; es más, sus ideas políticas lo acercan al difunto Rodolfo. Este príncipe lo involucró en sus oscuras intrigas y apuró su desgracia.

 

Como jefe modernizó el servicio de espiar, incorporó los últimos adelantos técnicos de la época, como la fotografía y la grabación de voces e imágenes, herramientas que usaron para documentar sus aventuras sexuales y chantajearlo. No se sabe cuándo empezó a espiar para los rusos, o si lo hizo en realidad. La evidencia es más conjetural que probatoria. Incluso su ejecución fue un juego de máscaras y espejos. En vez de ahorcarlo o fusilarlo, le dieron una pistola para que se suicidara honorablemente.




Y la tercera, Hanussen, de 1988, fue sobre Hermann Steinschneider (1989-1933) más conocido por su nombre artístico, Erik Jan Hanussen, clarividente, hipnotista, mentalista, ocultista y astrólogo de renombre. Un adivino y charlatán, resumirían las malas lenguas.

 

La película comienza cuando Steinscheider / Hanussen, reza un padre nuestro, mientras se apresta junto a otros muchos soldados a abandonar la trinchera y atacar al enemigo. Estamos en la Primera Guerra Mundial, claro. Es herido en el ataque, pero el daño corporal es menor al trauma mental que le queda.

 

En el hospital tendrá la suerte de cruzarse con el Dr. Bettelheim (Erland Josephson) que estudia los misterios de la mente. Pasarán a tener un trato muy afectuoso, sospechosamente físico. Bettelheim descubrirá que el futuro Hanussen tiene un particular talento para inducción hipnótica (un compañero de pabellón tiene una crisis nerviosa y amenaza con volarlos a todos con una granada, Hanussen, claro, lo evita) y le pide sea su discípulo después de la guerra.

 

Pero el capitán Tibor Nowotny (Károly Eperjes) se cruzará en su camino. Antes de la contienda, anduvo en la farándula y convence a Hanussen para que transforme sus aptitudes en un acto de music-hall. Terminada la guerra, Hanussen con el buen olfato de Nowotny se transforma en una estrella de la adivinación.

 

Lo acusan de charlatán y lo llevan a juicio. Hanussen saca a relucir su talento y convierte al trámite legal en propaganda favorable. Por supuesto, es liberado de los cargos. Mientras tanto el nacionalsocialismo está en ascenso y como a Hitler el ocultismo le atrae, pide los servicios de Hanussen, que no quiere embanderarse con ninguna facción política.

 

Los nazis le mandan fanáticos a arruinar su número, Hanussen que es carisma puro y que como ya demostró con el juicio de charlatanería y estafa, puede dar vuelta lo que viene adverso, logra hipnotizar a los alborotadores y se gana unos enemigos acérrimos. La ultraderecha no tiene humor, solo odio.

 

Eso sí, los nazis consiguen poner a Hanussen entre la espada y la pared en público: lo obligan a decir quién ganará las próximas elecciones. Hanussen dice que ellos y eso los ayuda a consolidar un triunfo que venía impredecible.

 

De todos modos, la indefinición política de Hanussen les plantea un problema a los nazis. De su lado, Hanussen es un aliado valioso, pero en contra, es un peligro que no quieren correr. Y ante el primer error de cálculo de Hanussen, tomarán medidas drásticas.

 

Szabó y Brandauer dicen que no se propusieron hacer una trilogía, que les salió así, como quien no quiere la cosa. Algunos críticos la llamaron erróneamente la Trilogía Alemana, aunque cuando precisaron que la segunda película no se avenía del todo a esa nacionalidad, comenzaron a llamarla la Trilogía de Centroeuropa. Yo prefiero llamarla la Trilogía de Szabó y Brandauer.

 

Nombres aparte, se centra en tres hombres ambiciosos, egocéntricos, a los que codearse con el poder no les resultó beneficioso. Todos se ocultaron tras máscaras, negaron o disimularon sus orígenes, y fueron poco hábiles para los juegos políticos. Tuvieron la capacidad y las agallas para llegar adonde querían, pero no supieron navegar las aguas turbulentas de los tiempos en los que les tocó vivir.

 

Szabó como director y Brandauer como actor se ocuparon de iluminar sus contradicciones, sus errores, sus lados fuertes y sobre todo su humanidad, por eso estos tres títulos perduran y reaparecen fulgurantes en retrospectivas y en reminiscencias. Sus héroes puede que tengan destinos adversos, las obras que los contienen, no.

Gustavo Monteros

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