viernes, 29 de agosto de 2025

Better Man


Better Man (Michael Gracey, 2024) inaugura un género: la autobiopic o selfbiopic, o sea vida contada por su protagonista.

 

Le cabe entonces la pregunta que se hizo Liv Ullman al comienzo de la suya (en versión libro, Senderos): cuando uno tiene por delante todavía un trecho más para recorrer, ¿para qué ponerse a contar lo vivido? (al margen del beneficio económico que se recibirá por el encargo, claro)

 

Liv se contestó: para explicarse, para entender por qué se hizo lo que hizo, para conocerse más.

 

Robbie Williams con la suya (en versión película) adhirió a pie juntillas con lo que concluyó Liv y le agregó: para redimirse, para resarcir los daños cometidos, para pedir perdón, para apaciguar mis enemigos interiores.

Better man arranca en clave distanciamiento Brecht (tomar distancia subrayando el artificio, estilo que más que objetivar crea otra forma de establecer vínculo con el espectador).

 

Robbie no se presenta como tal, en el cuerpo y rostro que le conocemos, si no transformado en un CGI monkey, o sea un monito manipulado por imágenes creadas por computadora.

 

El artilugio es bueno y eficiente, el monito es Robbie y a la vez no es Robbie. Nos permite superponer o reemplazar las nociones preestablecidas (prejuicios o vista gorda) que tenemos sobre él con otras nuevas, surgidas por las intimidades que nos va a develar.

 

El retrato no es amable, ni cómodo, ni hagiográfico. De entrada, se presenta como egoísta, narcisista (aunque se parezcan, no son sinónimos), competitivo hasta con su sombra, cruel, despiadado, indiferente a todo lo que no sea él, superficial, caprichoso e inmaduro. Algo así como si me ven, crucen de vereda que les va a ir mejor.

 

Si de chico, lo hubieran dejado elegir destino hubiera preferido ser jugador de fútbol. No pudo ser, en la cancha era un perro que no la veía ni cuadrada. Con un padre que ya tenía un pie fuera de la casa, compartía un tiempo de calidad, emulando a Frank Sinatra.

 

Él le pegó el virus de la performance, de actuar para que te quieran. Le pasó también la maldición: no ser uno más, si no tener “eso”, como Sinatra, como Dean Martin, como Sammy Davis Jr., que la luz te dé, abrir la boca, emitir la primera nota y que los que te ven se olviden de todo, elevarlos a lo que cantas, que vivan en lo que sentís y creas.

 

Algo más que la excelencia, la magia del arte.

 

El padre terminará por abandonar a su esposa, a su propia madre y a Robbie, claro, que se pasará anhelando su aprobación, porque lo quiere y lo necesita y por la culpa de no saber si se fue porque hubo algo que él no pudo o no supo hacer.

 

Tendrá suerte, en la adolescencia formará parte de una boy band, Take That, y no disfrutará la experiencia, por no aceptar su lugar, por querer ser el líder, porque lo suyo es sobresalir o morir, porque ya lo carcome la dicotomía del artista no bien plantado, aquello de “quiero que me quieran” versus “no me acompañen que me quiero destruir”.

 

Y comienza el ciclo habitual de drogas cada vez más duras, de alcohol cada vez más fino y en insaciables cantidades, de tabaco en continuado, de sexo de todo tipo y color.

 

Entonces será cruel con los que siempre han estado, mezquino con las relaciones sentimentales nuevas, generoso con los que quieren vaciarlo y fugitivo de todo lo no resuelto.

 

Pasará a ser solista, logrará que lo quieran, en lo público una audiencia cada vez más multitudinaria y en lo privado, minas fieles de gran corazón, pero nada le servirá mientras no aplaque los demonios que lo persiguen, a los que dice odiar, aunque alimenta a cuerpo de rey. 

 

Hasta que toca fondo, y de a poco empieza a encajar las piezas donde van y aprende que eso no es cosa de un día, sino de cada segundo hasta el fin de los tiempos, porque si se descuida volverá a lo mismo, una y otra vez.

 

Y obtiene algo parecido al perdón y a la paz, y reivindicará lo que su papá le enseñó, ser Sinatra, Dean Martin o Sammy Davis Jr.

 

Para el mundo del pop y del rock, eso es querer ser un crooner de night club (“a cabaret act”, en el original), un cantante de cantina, de restaurante, de bingo, una nada.

 

Puede ser, dice Robbie, pero me importa un comino (él no es tan fino, pero la idea es clara) quiero ser eso, pero el mejor.

 

Qué vivo, no es una declaración de principios, es una certeza. Él ya sabe que tiene “eso”, porque se pone a cantar y todos los que lo escuchan se olvidan de lo que los aqueja y hasta de lo que no. Porque pasan a vivir según lo que él siente y crea. Y está bien que así sea, porque ahí por un rato somos todos un better man, él y cada uno de nosotros.

Gustavo Monteros

 

viernes, 22 de agosto de 2025

Ice Road: Vengeance


 

Uno tiene la constatación de que es irremediablemente viejo, cuando para hablarle a alguien más joven, a las diez oraciones ya tiene que poner notas al pie de página.

 

Ejemplo: comentaba que, en mi etapa de actor, uno de mis espectáculos se llamó Ídolo de matiné. ¿Ídolo de qué?, me interrumpió un interlocutor con el fastidio de no conocer algo que tendría que sonarle familiar.

 

Porque el tiempo que mucho lo borra, se llevó puestas las matinés. Las últimas que usaron la palabra, creo, fueron las discotecas para designar turnos para chicos o adolescentes. Para entonces, las matinés de los cines y los teatros eran tan del pasado como la luz de gas. De ahí que un veinteañero no tuviera ni idea de lo que hablaba. 

 

Me guardé tan bellos pensamientos y no insistí con ningún tema que fuera más allá de los noventa. Mi joven amigo, lisa y llanamente, equipara a los años setenta y ochenta con la Edad Media, o sea un tiempo tan anterior que le parece oscuro y lejanísimo. Sabe mi edad, debe creer que nací y viví en tiempos del Antiguo Testamento.

 

La idea era que viéramos El ángel exterminador de Buñuel, pero como yo tenía la cabeza perdida en sandeces, propuse que viéramos algo más liviano. Nos costó encontrar algo que no hubiéramos visto los que estaban presentes. Optamos por una de las últimas con Liam Neeson: Ice Road: Vengeance (2025) de Jonathan Hensleigh. Ya había habido una The Ice Road uno, que todos habíamos visto.

 

En esta saga, Liam Neeson es Mike McCann, un camionero con experiencia en caminos difíciles. En la ahora uno anduvo por caminos de hielo, de ahí el título, porque tenía que llegar contrarreloj a salvar unos mineros atrapados en una excavación lejana y helada. En una de las vueltas del argumento, perdía a su hermano Gurty, que moría heroicamente.

 

En el inicio de esta continuación, Mike anda lidiando mal con la culpa de haber sobrevivido a su hermano. Para acelerar el duelo, decide llevar las cenizas de Gurty para esparcirlas desde las alturas de los Himalayas. Nada de tirarlas desde un puente de aquí a la vuelta.

 

Mike llega a Katmandú y es recibido por una guía experta que contrató, Dhani (Bingbing Fan) (¡Y después dicen que los orientales tienen nombres raros!).

 

En paralelo vemos que en Kodari, un líder opositor, Ganesh Rai (Shapoor Batliwalla) se manifiesta contra la hechura de un dique, que lleva adelante para gran beneficio propio, Rudra (Mahesh Jadu), que es más malo que escorpiones enojados y tiene un ejército de matones a cargo.

 

Mientras Ganesh se gana la simpatía del pueblo, Rudra mata al padre de Ganesh, desbarrancando el bus en el que viajaba con otra gente que no tenía nada que ver en el entuerto del dique. A los malos ya no les importa nada.

 

Vijay (Saksham Sharma), el hijo de Ganesh, sospecha que Rudra matará a Ganesh a continuación y lo esconde en las montañas.

 

Mike y Dhani irán a los Himalayas en el colectivo de Spike (Geoff Morrell), un veterano tan duro como simpático. Más tarde se les unirá Vijay y ya están a bordo, Evan Myers (Bernard Curry) un profesor universitario estadounidense muy importante y su hija, Starr (Grace O’Sullivan), chica moderna que no se puede despegar de su ultramoderno celular.

 

A poco de empezar el viaje, dos matones de Rudra intentarán secuestrar o matar a Vijay, pero…

 

La película tuvo críticas muy malas, lo que es injusto. Es un film de presupuesto medio sobre un viaje que te lleva a destino con algún que otro rasguño, pero sin aburrirte. Su única ambición es entretener y que se te pase rápido el tiempo que toma verla. Y lo logra. Es de la que nos apasionaban en las matinés de la infancia.

 

Me muerdo la palabra matiné y el comentario supuestamente culto de que ese esquema narrativo, el del viaje de diversas personas que deben sobrevivir ataques varios, se originó con el western La diligencia (Stagecoach), dirigido por John Ford, en 1939.

 

Suspiro, me resigno y digo Western/La diligencia, 1939/John Ford, y abro y expando los comentarios al pie de página.

 

Para no quedar muy pedante, cuando hablo del esquema narrativo iniciado, les pido que recuerden todas las películas que han visto en las que hay un viaje de varias personas que soportan ataques, contratiempos, impedimentos varios para llegar a destino.

 

Pueden ser de cualquier género, incluso los más insospechados de un argumento así, como el musical y el romántico. Se entusiasman y tiran unos cuántos títulos.

 

Los hago olvidar mi pedantería o mi erudición, que no es más que un enciclopedismo trasnochado. Pero yo no pude olvidar los años que se me acumulan encima, el entretenimiento fugaz de la lista de películas no hubiera sido posible sin las notas de pies de página.

Gustavo Monteros

viernes, 15 de agosto de 2025

Misericordia - Cuando cae el otoño




 

Íbamos en el Costera a Buenos Aires a ver una obra de teatro. La conversación fluctuaba animosa como siempre. Agotados los temas personales, pasamos a libros, filmes y exposiciones, temas que nos unían y apasionaban. En algún momento ella me dice: Volví a ver esa película de Ozon de los levantes gays en un bosque al lado de una playa. ¿Cuál?, ¿El desconocido del lago?, precisé yo. Sí, esa, me confirmó ella. Pero no es de Ozon, es de un tal Guiraudie, aclaré. Y como no le gustaba saberse en falta, se encogió de hombros, y dijo: Si no es de Ozon, debería serlo, el coso ese y Ozon son casi hermanos mellizos. Me reí y cambiamos de tema.

 

Ahora que ya he visto más películas de Guiraudie, no puedo insistirle con que el cine de François Ozon no puede ser más diferente que el de Alain Guiraudie. porque ella ya no está.

 

François Ozon es proteico, salta de un género a otro, aunque él dice que no se concentra en géneros, sino que busca el modo que más le conviene a la historia que quiere contar. Guiraudie, mientras tanto, profundiza en el desconcierto que es la vida y la imposibilidad de saber qué nos motiva a hacer lo que hacemos.

 

Sin embargo y no por darte la razón, se estrenan dos películas que no los hacen mellizos, pero los hermanan bastante.

 

En Miséricorde (Alain Guiraudie, 2024), Jérémie Pastor (Félix Kysyl) vuelve de Toulouse al pueblito de Saint-Martial para el entierro de su antiguo jefe, un panadero, por el que sentía amor y pasión, que no sabemos si fueron correspondidos.

 

La viuda, Martine (Catherine Frot) lo invita a que se quede en su casa todo el tiempo que quiera. En un principio no parece que tenga apetencias sexuales con Jérémie, pero lo quiere y lo cela.

 

El hijo de Martine, Vincent (Jean-Baptiste Durand) resiente la presencia de Jérémie y sospecha que quiere acostarse con su madre. Vincent vive en otra casa con su mujer e hijo, pero se le aparece a Jérémie en el dormitorio todos los días a las cuatro de la mañana, antes de ir a trabajar. Entonces ¿a quién cela en realidad? ¿A la madre o a Jérémie?

 

Es que Jérémie, como decían en la Catamarca de mi infancia, es medio Beba, la irresistible. Porque también, tanto Walter (David Ayala), un amigo de la familia, y de Vincent en particular (aunque lo niegue) como el cura del lugar, Philippe (Jacques Develay) (que no lo niega para nada, más bien lo contrario) sienten atracción sexual por Jérémie.

 

El binomio deseo-violencia anda siempre inseparable, y tanta tensión sexual dando vuelta deriva, más temprano que tarde, en un hecho de sangre.

 

En Cuando cae el otoño (Quand vient láutomme, François Ozon, 2024). Hélène Vincent (Michelle Giraud) y Marie-Claude Perrin (Josiane Balasko) son dos señoras maduras, amigas de toda la vida, que viven en la campiña francesa.

 

Las pobres han tenido poca suerte con los hijos, el de Marie-Claude, Vincent (Pierre Lottin) cumple sentencia en prisión y la de Hélène, Valérie (Ludivine Sagnier) tiene un rechazo por su madre que se parece al odio.

 

Cuando la película empieza, Valérie viene de París a dejarle a su hijo, Lucas (Garland Tessier) unos días, para que Hélène se ocupe de él, mientras ella se va de vacaciones. Hélène le ha preparado a Valérie su plato favorito, un guiso con champiñones, recolectados en un bosque cercano por ella y Marie-Claude.

 

Hélène no come porque se le ha cerrado el estómago de los nervios que le provoca Valérie. Lucas tampoco come porque no le gustan los champiñones. Valérie halla el guiso tan sabroso, que repite.

 

Termina en el hospital con lavaje de estómago, los hongos eran venenosos. ¿Hélène se equivocó o lo hizo a propósito? Valérie la castiga, se lleva al hijo y que Hélène, que es investigada de oficio, agradezca que no le ponga además una denuncia.

 

Al poco tiempo, Vincent sale de la cárcel y hace pequeños trabajos en el jardín para Hélène, que además le da el dinero para que haga realidad el emprendimiento con el que sueña, poner un bar. La cercanía de Vincent y Hélène derivará en un hecho de sangre.

 

Las dos películas, aparte de los hechos de sangre, parafraseando a Homero Expósito, son raras como encendidas. Para empezar las motivaciones de los personajes son inescrutables. Imposible saber con certeza por qué hacen lo que hacen. Las dos subvierten el sentido de justicia que hemos aprendido a sostener y aceptar.

 

El hecho de sangre de Misericordia se ve, el de Cuando cae el otoño está fuera de cámara. Quien ejecuta el primero y es sospechoso del segundo no tendrán castigo. Aquí el crimen no solo paga, sino que es disculpado por los más cercanos a las víctimas.

 

La mirada es práctica. ¿Si al culpable le cae el peso de la ley, la condena le devolverá la vida a la víctima? No, entonces mejor que siga libre y que compense con buenas acciones que de paso satisfagan los deseos de los cercanos a las víctimas.

 

Misericordia es un poquito más delirada, con un dejo de humor permanente. Cuando cae el otoño es más poética, hasta tiene un fantasma que vigila que las compensaciones por el crimen no se desvirtúen. Y las dos tienen hasta un elemento (¿menor?) que las acerca: en las dos se va al bosque a buscar setas.

 

Si se ven con un hiato temporal en el medio, es posible que las diferencias se destaquen, pero si las ven una detrás de otra, como yo hice, parecen salidas de la misma mente creadora. Acaso en la poca escrutabilidad del motivo de mi mirada, ¿le quiero dar la razón a mi amiga, con la que ya no puedo discutir, pero traigo con esto a mi cercanía? Quizás. No. Bah, seguro.

Gustavo Monteros

 

 

viernes, 8 de agosto de 2025

Hoy: La reine blanche


 

La memoria es un ministerio caótico. Algunas oficinas, las Primeras, son pulcras, luminosas y con sus archivos ordenados. Otras, las Segundas, son lúgubres, sucias y los archivos son anárquicos y azarosos. Y están también, las Terceras, que, si bien son moderadamente limpias y prolijas, tienen los archivos a medio procesar.

 

Mis recuerdos cinematográficos están casi por completo en las Primeras. Nunca en las Segundas y a veces en las Terceras.

 

Cuando era chico, alguien me dijo: Si algo te gusta, procurá saber lo más que podás sobre ese algo y serás feliz. Y como desde siempre, me gusta el cine. Las oficinas Primeras abarcan la mayoría de mis recuerdos. Pero como nadie es perfecto, según la última y genial línea que escribió Billy Wilder para Una Eva y dos Adanes (Some Like it Hot, 1959), con escasa frecuencia, mis recuerdos van a parar las oficinas Terceras.

 

Mi memoria para todo lo que tiene que se relaciona con ver películas, sobre todo, no es solo prodigiosa, es perfecta (válgame el autobombo). Recuerdo con precisión cuando vi cada película, con quién (si es que me acompañaban) y en qué circunstancias. Y si no registro las fechas es para que no me aíslen por delirante. Pero, si me apuran el mes y el año, te lo puedo acercar.

 

Eso sí, no recuerdo cuando me enamoré por primera vez, cuando casi me suicido, cuando fui plenamente y sin excusas feliz, cuando momentáneamente perdí la razón y cuando odié con tanta furia, que hubiera podido matar, pero si me preguntás de películas, te puedo decir hasta qué fantaseaba con comer después de verlas.

 

Así soy y no pido disculpas, las películas jamás me traicionaron, no me prometieron lo que no podían cumplir, ni intentaron dañarme, desgraciarme o vaciarme. Ni la peor película que he visto robó mi tiempo, mi dicha, mi heredad, mi deseo.

 

De ahí que me desconcierto cuando una película se pierde en las oficinas Terceras. Las pobres no fueron vistas con mi mente plena sino obnubilada por algún problema que me aquejaba. Aprendí que no tengo que ver películas cuando no puedo ser justo con ellas, pero también se es joven, inexperto y tonto en algún momento y no se puede evitar.

 

Un día, no quieran saber por qué, es demasiado íntimo, repasaba la carrera de Catherine Deneuve y no recordaba si había visto o no La reine blanche (Jean-Loup Hubert, 1991). Concluí que no. La encuentro y me pongo a verla. Al rato de empezada, me doy cuenta que sí, que la había visto, y recordé el cine, en qué momento y con quién fui. Este recuerdo estaba en las oficinas Terceras del Ministerio de mi memoria.

 

Liliane (Catherine Deneuve) tiene la maldición de la belleza. Por ser bella todo se le ha hecho fácil en la vida, hasta han tomado decisiones por ella.

 

Estamos en los años sesenta en una ciudad costera cerca de Nantes. Liliane vive con su esposo plomero, Jean (Richard Bohringer), sus dos hijos y su padre, Lucien (Jean Carmet). Veinte años atrás, Liliane fue pretendida por dos jóvenes, Jean e Yvon (Bernard Giraudeau). Mientras se decidía, un buen día, sin despedirse siquiera, Yvon se fue. Ahora regresa, casado con una antillana de La Guadeloupe y tres hijos, la mayor, una quinceañera, muy bella, de la misma edad de la hija de Liliane, Annie (Isabelle Carré).

 

Este regreso inesperado da vuelta la parsimoniosa vida de Liliane y salen a luz los secretos guardados, los fracasos no enfrentados y los conflictos no asumidos. Habrá discusiones, enojos, reconciliaciones, fugas, carrozas de carnaval y concursos de belleza. Y el final los encontrará a todos reconciliados con lo que lo hicieron de sus vidas.

 

Jean-Loup Hubert logra de su elenco actuaciones muy naturales que nos aproximan a sus personajes. Tanto así que nos vemos en ellos. No es una película impecable ni grandiosa, no pretende serlo, pero es cercana y bella. Entonces ¿por qué fue a parar a las oficinas Terceras?

 

La vi a la salida de mi trabajo de entonces, una escuela de la que debí huir muchos años antes de que me fui. Uno es tonto, espera milagros, le teme a lo nuevo, sobrevalora lo viejo y el hábito obnubila el pensar con claridad. Fui con una amiga que también tenía deseos incumplidos, un trabajo no muy estimulante, pero al menos muy bien pago y que esa tarde me dio un consejo que me enojó y que de haber seguido hubiera hecho mi vida más fácil y plena.

 

Todo muy como en la película, aunque nadie volvía a nuestra vida para desbaratárnosla. Nuestros conflictos se resolverían casi diez años después. La reina blanca vino a decirnos algo que no supimos comprender. Los estancamientos, por muy naturalizados que estén, son siempre malos.

Gustavo Monteros