La memoria es un ministerio caótico. Algunas oficinas, las
Primeras, son pulcras, luminosas y con sus archivos ordenados. Otras, las
Segundas, son lúgubres, sucias y los archivos son anárquicos y azarosos. Y están
también, las Terceras, que, si bien son moderadamente limpias y prolijas,
tienen los archivos a medio procesar.
Mis recuerdos cinematográficos están casi por completo en
las Primeras. Nunca en las Segundas y a veces en las Terceras.
Cuando era chico, alguien me dijo: Si algo te gusta,
procurá saber lo más que podás sobre ese algo y serás feliz. Y como desde siempre,
me gusta el cine. Las oficinas Primeras abarcan la mayoría de mis recuerdos.
Pero como nadie es perfecto, según la última y genial línea que escribió Billy
Wilder para Una Eva y dos Adanes (Some Like it Hot, 1959), con
escasa frecuencia, mis recuerdos van a parar las oficinas Terceras.
Mi memoria para todo lo que tiene que se relaciona con ver
películas, sobre todo, no es solo prodigiosa, es perfecta (válgame el
autobombo). Recuerdo con precisión cuando vi cada película, con quién (si es
que me acompañaban) y en qué circunstancias. Y si no registro las fechas es
para que no me aíslen por delirante. Pero, si me apuran el mes y el año, te lo
puedo acercar.
Eso sí, no recuerdo cuando me enamoré por primera vez,
cuando casi me suicido, cuando fui plenamente y sin excusas feliz, cuando
momentáneamente perdí la razón y cuando odié con tanta furia, que hubiera
podido matar, pero si me preguntás de películas, te puedo decir hasta qué
fantaseaba con comer después de verlas.
Así soy y no pido disculpas, las películas jamás me
traicionaron, no me prometieron lo que no podían cumplir, ni intentaron
dañarme, desgraciarme o vaciarme. Ni la peor película que he visto robó mi
tiempo, mi dicha, mi heredad, mi deseo.
De ahí que me desconcierto cuando una película se pierde en
las oficinas Terceras. Las pobres no fueron vistas con mi mente plena sino
obnubilada por algún problema que me aquejaba. Aprendí que no tengo que ver
películas cuando no puedo ser justo con ellas, pero también se es joven,
inexperto y tonto en algún momento y no se puede evitar.
Un día, no quieran saber por qué, es demasiado íntimo,
repasaba la carrera de Catherine Deneuve y no recordaba si había visto o no La
reine blanche (Jean-Loup Hubert, 1991). Concluí que no. La encuentro y me
pongo a verla. Al rato de empezada, me doy cuenta que sí, que la había visto, y
recordé el cine, en qué momento y con quién fui. Este recuerdo estaba en las
oficinas Terceras del Ministerio de mi memoria.
Liliane (Catherine Deneuve) tiene la maldición de la
belleza. Por ser bella todo se le ha hecho fácil en la vida, hasta han tomado
decisiones por ella.
Estamos en los años sesenta en una ciudad costera cerca de
Nantes. Liliane vive con su esposo plomero, Jean (Richard Bohringer), sus dos
hijos y su padre, Lucien (Jean Carmet). Veinte años atrás, Liliane fue
pretendida por dos jóvenes, Jean e Yvon (Bernard Giraudeau). Mientras se
decidía, un buen día, sin despedirse siquiera, Yvon se fue. Ahora regresa,
casado con una antillana de La Guadeloupe y tres hijos, la mayor, una
quinceañera, muy bella, de la misma edad de la hija de Liliane, Annie (Isabelle
Carré).
Este regreso inesperado da vuelta la parsimoniosa vida de
Liliane y salen a luz los secretos guardados, los fracasos no enfrentados y los
conflictos no asumidos. Habrá discusiones, enojos, reconciliaciones, fugas,
carrozas de carnaval y concursos de belleza. Y el final los encontrará a todos
reconciliados con lo que lo hicieron de sus vidas.
Jean-Loup Hubert logra de su elenco actuaciones muy
naturales que nos aproximan a sus personajes. Tanto así que nos vemos en ellos.
No es una película impecable ni grandiosa, no pretende serlo, pero es cercana y
bella. Entonces ¿por qué fue a parar a las oficinas Terceras?
La vi a la salida de mi trabajo de entonces, una escuela de
la que debí huir muchos años antes de que me fui. Uno es tonto, espera
milagros, le teme a lo nuevo, sobrevalora lo viejo y el hábito obnubila el
pensar con claridad. Fui con una amiga que también tenía deseos incumplidos, un
trabajo no muy estimulante, pero al menos muy bien pago y que esa tarde me dio
un consejo que me enojó y que de haber seguido hubiera hecho mi vida más fácil
y plena.
Todo muy como en la película, aunque nadie volvía a nuestra
vida para desbaratárnosla. Nuestros conflictos se resolverían casi diez años
después. La reina blanca vino a decirnos algo que no supimos comprender.
Los estancamientos, por muy naturalizados que estén, son siempre malos.
Gustavo Monteros
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