La premisa del film no podía menos que atraparme. Después
de todo me alimento todos los días (por ahora), tengo un techo sobre la cabeza
(no sé hasta cuándo) y pago lo que me corresponde sin que me quede mucho resto
(siempre), es decir, pertenezco a los que no tienen donde caerse muertos (un
destino). Dicho lo cual, una película que promete castigar a los ricos
inútiles, frívolos y avarientos (responsables de que el mundo esté como esté)
cuenta con mi interés de inmediato.
La película en cuestión es La fiebre de los ricos (Rich
Flu, 2024) de Galder Gaztelu-Urrutia, con guion de Pedro Rivero, Galder
Gaztelu-Urrutia y Sam Steiner.
Pero empecemos por el principio. Seguimos a Laura Palmer
(Mary Elizabeth Winstead). Sí, el nombre no es casual y no queda sin su
referencia a David Lynch y su Twin Peaks). Como sea, esta Laura trabaja
como ejecutiva de un conglomerado de empresas. En la actualidad selecciona
proyectos cinematográficos con posibilidades de realizarse y cosechar millones
en la taquilla.
Uno tras otro, hombres y mujeres esperanzados le cuentan
argumentos disparatados, muy similares a los de las películas que se estrenan
todas las semanas, vía la productora o sello o logo de su preferencia. Entre
los que se sientan frente a ella está Toni (Rafe Spall), un abogado del que se
está divorciando y con el que pelea por la tenencia de la hija, Anna (Dixie
Egerickx).
Y después de pelearse con el hijo de su jefe Sebastian
Snail Jr. (Jonah Hauer-King) vuela a Alaska a encontrase con el jefe en
persona, Seabastian Snail (Timothy Spall).
Mientras nos vamos enterando de la vida de los personajes,
sus relaciones y de cómo reaccionan, nos informan que el Papa ha muerto a la
vez que otros ricos mandamases (¿el Papa es un multimillonario más?, Luis
Buñuel estaría de acuerdo, yo tengo mis contravenciones, pero sigamos adelante
que recién estamos comenzando).
Como sea estos multimillonarios mueren por un raro virus
que ataca solo a los muy ricos, el primer síntoma es que sus dentaduras
perfectas se ponen de un radioactivo blanco brillante, como en algunas
propagandas de dentífrico.
En Alaska, el Sebastian en jefe, reunió a muchos ejecutivos
ambiciosos y después del típico panegírico neoliberal de que el libre mercado
es el camino a la felicidad empresarial (cualquier coincidencia con los dichos
y credos del actual presidente argentino no es pura casualidad) y esas cosas,
les comunica que han sido seleccionados para una nueva división que se dedicará
a acciones sociales como caridades, becas y esas cosas, y como no podrán
extraer regalías en su nuevo trabajo, se les otorgarán acciones de la empresa,
validadas en mil millones, más otros beneficios de lujos y preeminencias. Ahora
Laura es multimillonaria y entra en peligro del virus.
Snail la envía a que compre algunas obras de arte y
antigüedades en una subasta para caridades en el Palacio de Buckingham. Va y se
compra un cuadrito por dos millones de libras.
Mientras tanto el mundo es un inmenso caos. Los ricos para
ponerse a salvo del virus se desprenden de todo lo que pueden y si no pueden,
lo incendian, lo bombardean, lo dinamitan, lo destruyen.
Laura decide abandonar Inglaterra e ir a Barcelona, donde
están su hija, su futuro exmarido y su madre, una hippie de aquellas, Martha
(Lorraine Bracco).
La historia avanza a los saltos y sobresaltos, literalmente
y llegada a su conclusión, deja una desazón. ¿Es un bodrio? ¿Una genialidad? ¿Una
obra bienintencionada que salió mal? O sea, ¿me dormí?, ¿me tomaron el pelo?,
¿me perdí y la entendí mal? Recapitulo y reconsidero.
Humor no tiene, o sea, comedia-comedia no es. Tampoco se
toma en serio el pochoclo style, o sea que al lado de El día de la
independencia no va ir. ¿Es una sátira? Podría ser. El inicio parecería
aseverarlo, aunque el final va más para el lado de una parábola sociológica.
Como sea, o sea lo que sea, se lleva por delante los
retratos psicológicos. Tanto que es más bien tirando a una historieta que se
desentiende de la psicología de los personajes.
Eso sí, se ve fácil, se llega al final sin ponerle
paciencia extra. Puede que uno deje en el camino por ver adónde va, los
agujeros en la trama, los saltos extraños en el comportamiento de los
personajes, los datos que se tiran y jamás se retoman, los elementos sin
desarrollo, como el mismísimo virus, que queda como metáfora al paso. Porque se
sabe que es mortal, que los dientes brillosos es uno de sus primeros síntomas,
que supuestamente no es contagioso, y que cuenta con la inteligencia
(¿genética?) de saber quienes son los ricos y quienes no. Pero, ¿cómo se
desarrolla?
Y entre las muchas cosas que dejan en veremos, ¿por qué el
Sr. Snail padre, regala copias de Walden de Thoreau, que habla de una
subsistencia en ambientes creados por uno mismo? ¿El libro contiene claves
sobre el futuro? Por un noticiero (¿qué harían las películas sin los noticieros
para proveernos datos relevantes de las tramas?), nos enteramos que de Snail,
padre, no se sabe si ha muerto o si se ha fugado. Como lo hace un actor
notable, esperamos que reaparezca.
Debe acaso entenderse que los blancos europeos son ¿los
nuevos balseros del mundo? ¿Por qué los pobres que son muchísimos más ante los
nuevos desmanes de los ricos en retirada, como la quema de palacios, museos y
demás, no arman una revolución, modelo francesa o bolchevique, e instauran un
nuevo orden? ¿O ya está pasando en Europa? No pareciera.
Uno de los motivos (si no “el” motivo) por el que uno no
deja de ver este film es la arrolladora presencia de Mary Elizabeth Winstead en
el protagónico. La chica no solo se carga la película al hombro, sino que la
hace ineludiblemente atractiva. Y eso que hace un personaje altamente
detestable. Pero la pasión que pone en ser, en un principio, lo que por estos
lados se denomina “una yegua”, o sea, una hija de ustedes ya saben qué, la
deposita después en ser una madre capaz de todo, hasta de matar, para que nada
le haga daño a la hija.
Hija que como todas las adolescentes del cine contemporáneo
tiende a ser una pesada marca cañón, con su idealismo trasnochado y demandas
injustificables ante realidades atroces. Querida, el mundo se fue al carajo y
no hay qué comer o beber, no es momento de caprichos y reclamos.
El marido o futuro ex justifica con creces el juicio que
sobre él emite Laura al comienzo, es un bobo mediocre e insustancial, por más
que lo haga el eterno cara de perro bueno de Rafe Spall.
Claro que hay un modo de verla que reubica sus supuestas
falencias, cortedades o errores y la acercan a las obras incomprendidas. Toda la
película está narrada casi exclusivamente desde el punto de vista de Laura,
cuya vida se organiza y desorganiza según los conflictivos ejes temporales
inmediatos: la celeridad de su ascenso, la proliferación del virus, el caos
social, la violencia desatada, etc.
Y ella va de un tumulto al siguiente, desentendiéndose de los
motivos que crean esos disturbios. No le interesa analizarlos ni explicarlos,
solo sobrevivir. De ser este el caso, nosotros, tan acostumbrados por las
pochocleras películas catástrofes que nos dan todo digerido, explicadito, no comprendemos
lo que los autores intentan hacer aquí. Como se dice en la calle: Ponele.
Como sea, verla ¿satisfizo mi necesidad de castigar a los
ricos? Más bien, no. En el final nos dicen que todos, dadas las oportunidades
necesarias, nos comportaríamos como los ricos, que la avaricia está dentro de
nosotros tan vital como el deseo de comer.
Como soy pobre y lo he sido toda la vida, elijo creer que,
de convertirme de repente en multimillonario, no me olvidaría de donde vengo,
como Maradona, por ejemplo. (Si nos vamos a comparar, no andemos con modestias)
Ah, en el campo de la suposición todo es posible y no creo
que pueda verificarlo. Puede que algo o alguien mejore mi calidad de vida, pero
¿hasta volverme un potentado? No sé, no creo. Ni imaginármelo puedo.
Gustavo Monteros
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