jueves, 15 de junio de 2017

El poder de la ambición

“Puede fallar” decía el mentalista Tu Sam para dar suspenso en la previa de alguno de sus trucos más peligrosos. Gold, rebautizada por aquí El poder de la ambición, es una película “fallada” en logros y sobre todo objetivos.


Es de una de esas apuestas calculadas de los hermanos y productores Bob y Harvey Weinstein para cosechar premios en la temporada idem. Se dijeron: pongamos a Matthew McConaughey en otra caracterización “matadora”, si ya adelgazó hasta la extremaunción en Dallas Buyers Club: El club de los desahuciados (Jean-Marc Vallée, 2013) y se alzó con el Óscar al mejor actor del año, que ahora haga la gran DeNiro para El toro salvaje y engorde unos cuantos kilos para que se alce con otro, tomemos una historia real, que es lo que ahora se vende, pero que parezca una novela de tan azarosa, llamemos a un director de prestigio, pero no caro ni inmanejable (Stephen Gaghan que hizo Syriana en el 2005) y como es una historia de dos hombres, en el otro protagónico pongamos a un galán en ascenso, Edgar Ramírez, que además es venezolano y abarcamos de paso al público latino, y así podemos venderla bien y aspirar a más premios para nuestra vitrina de lauros.


Lástima que el resultado esta vez les salió así de premeditado. Todo muy profesional pero sin inspiración y con menos lustre que desván cerrado.


Cuenta la historia de Kenny Wells (Matthew McConaughey) un prospector o sea un señor que anda en busca de hallar yacimientos minerales, petrolíferos o de aguas subterráneas. En su inicio el film lo halla en 1981, en el momento en el que pierde la compañía que le legó su padre, y cuando en plena desesperación decide apostar lo poco que le queda por el geólogo Michael Acosta (Édgar Ramírez) que anda por Indonesia clamando que hay oro en un rincón perdido de su jungla. Peripecia que, tras varias idas y vueltas, derivó en lo que se llamó el escándalo minero, Bre-X de 1993.


Édgar Ramírez dijo en un reportaje que este material tiene algo de las historias y héroes de John Huston, algo que podría conectarlo con El tesoro de Sierra Madre. Con mucha buena voluntad podríamos coincidir. Aunque pareciera que el director Stephen Gaghan nunca vio dicho film ni La reina africana, ni El hombre que quería ser rey, bah, ni ningún otro del maestro Huston. Por aquí o por allá hay un toque Huston y en otros un toque Martin Scorsese a la manera de Buenos muchachos o de El lobo de Wall Street. Pero son tan desganados que parecen involuntarios. Hasta para copiar se necesita talento, cuando un transformista logra parecerse a Marilyn Monroe, a Liza Minnelli, o a Julie Andrews, no le bastó con maquillarse en ese estilo, subirse a tacos o ponerse una peluca, no, detrás hay horas y horas de prueba y error, de búsqueda obsesiva y minuciosa. En el cine a la hora de copiar pasa algo similar. No basta con un “me gusta”, hay que trabajar con ahínco para recrearlo.  Aquí no hay muestra de capacidad ni para crear algo nuevo ni para copiar logros ajenos.


Entonces lo que debió ser una épica de perdedores termina por ser una aventurita de gente que no gana del todo. Matthew McConaughey, panzón y casi pelado, ensaya otra caracterización notable, demasiado esforzada para ser fluida, razón por la cual no obtuvo nominaciones para premios. Es la segunda más esforzada actuación del año, hasta ahora el primer puesto lo ocupa Brad Pitt y la trabajada caracterización (y que tampoco fluye jamás) del general que hace para War Machine/Máquina de guerra. Édgar Ramírez solo se preocupa por lucir robusto y no mal parecido, una opción nada mala ante la nada que es la película.


Para ver en una plataforma de contenidos, tipo Netflix, en una noche de insomnio en la que se acabaron las opciones.


Gustavo Monteros

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