Suelo pelearme mucho con las gacetillas informativas
que acompañan los tráileres en las páginas que anuncian estrenos. Me parecen
mal traducidas o mal escritas, que informan poco o que incluyen spoilers, que
no son claras o que de tan diáfanas no dicen nada. Los muchachos de la calle me
dirían que no hay tamaño que me venga bien.
Para contradecirme a mí mismo (una de mis ocupaciones
favoritas) la de Dulces sueños (Fai bei sogni, Marco Bellocchio, 2016)
no me disgusta, dice: “Turín, 1969. La idílica niñez de Massimo, 9 años, se
quiebra por la misteriosa muerte de su madre. El joven se rehúsa a aceptar esta
brutal pérdida, incluso si el cura dice que ella ahora está en el Cielo. Años
después en los 90s, Massimo, ahora adulto, se ha convertido en un habilidoso periodista.
Luego de reportar sobre la guerra en Sarajevo, empieza a sufrir de ataques de
pánico. Mientras se prepara para vender el departamento de sus padres, Massimo
es forzado a revivir su trauma pasado. Elisa, una doctora compasiva, podrá
ayudar al atormentado Massimo a abrirse y confrontar sus heridas del pasado.
Este drama italiano está basado en la novela de Massimo Gramellini 'Fai bei
sogni'.”
Si son muy estrictos, algunos quizá opinen que
contiene demasiada información, que cuenta demasiado. Puede ser, pero con Dulces sueños el argumento es lo de
menos, lo que importa es cómo se despliega. Comencemos por lo que tendríamos
que haber empezado remarcando. Dulces
sueños es la obra más reciente de uno de los pocos grandes maestros del
cine vivos: Marco Bellocchio. Por eso digo que el argumento importa poco. Es
más, es de esas historias que hemos visto millones de veces, la de la
superación de un trauma infantil, la aceptación de que hay heridas que no se
cierran nunca, que de tanto arrastrar se aprende a convivir con ellas.
El material de base es una novela autobiográfica que
gira cual satélite alrededor del planeta Madre. Sí, la Mamma. Una madre
maravillosamente omnipresente que sale de escena intempestivamente, lo que da
origen al misterio de cómo y por qué. Por aquellos tiempos a los chicos no se
les decía toda la verdad, se les comunicaba versiones alternativas de los
hechos, mentiras, bah. Este chico crece con esta “distorsión”, sabe qué algo se
le oculta, pero no confronta, no pregunta, hasta que obligado por las
circunstancias se ve compelido a enfrentar el “misterio”. Bellocchio no juega a
las escondidas con el espectador, pero nos raciona los datos, sabemos más que
el niño, y esa poquedad alcanza para que nos arrimemos a la verdad, quizá nos
falte algún que otro detalle, pero acertaremos. No, no estamos ante un thriller
de misterio, no, es más bien un juego para que acompañemos al protagonista a su
revelación final.
Bellocchio, repito, es un auténtico maestro y lo
evidencia en cada secuencia, en como usa la luz, la música, el dentro y fuera
de cámara. Ya es lo suficientemente sabio (nació en 1939) para saber que el
genio no radica en deslumbrar sino en iluminar, en todo el sentido de la
palabra, una historia. En desentrañarla para hacerla reveladora y universal.
Con una puesta en escena pletórica de logros, el placer de acompañar esta obra
de arte se vuelve una dicha continua. Puede que lo que se cuente sea un poco
tristón, pero andamos tan huérfanos de excelentes películas que a la larga
experimentamos más gozo que piedad.
Su protagonista adulto es Valerio Mastandrea, con
quien últimamente he tenido la suerte de familiarizarme (estaba en Perfectos desconocidos, el Paolo
Genovese que se estrenó hace poco y lo vi también en Viva la libertad, un Roberto Andò disponible en Netflix) es un
señor de cara larga (no triste, sino de caballo) medio parco en un histrionismo
(a pesar de su cepa romana) que funciona más por lo que oculta que por lo que
muestra, de allí de que cuando llega al estallido, se vuelva más conmovedor incluso
(ejemplo, aquí está magistral cuando libera el cuerpo en el baile, y recupera
la soltura que tenía de chico). El elenco está a su altura, con una doble
participación francesa, las breves pero sustanciosas apariciones de Bérénice
Bejo y Emmanuelle Devos.
En dos palabras: im perdible.
Gustavo Monteros
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