Tampoco me lo iba a perder. Es el debate cinematográfico
del momento. Corren más que ríos, océanos de tinta, y la cuestión bien podría
necesitar mi chorrito. En estos últimos tiempos nada se ha discutido más que la
versión con actores del primer largometraje clásico de Walt Disney, o sea, Blancanieves
y los siete enanitos.
¿Por qué tanto revuelo? Porque Disney es una corporación
multinacional que ha moldeado (si no nuestros gustos) la apreciación estética y
ha jugado con nuestras cabezas implantando valores conservadores en la etapa
crucial de varias generaciones: la infancia. Por lo tanto, en cuanto se puede,
hay que tirarle piedras, aunque más no sea para superar las visiones
incorporadas. Crecer significa al menos poner en juicio los postulados Disney.
El universo Disney es inviable en su inmutabilidad, es de un conservadurismo
extremo, imperturbable, impávido. Cualquier intento de renovación le resulta
intolerable. Ese es su ideario férreo. Y el otro motivo del revuelo es que en
estos tiempos modernos todo está híper polarizado, sobre interpretado, ultra
analizado.
Sobre lo dicho, un par de aclaraciones. Disney es en
esencia conservador en las ideas, no en los formatos o en las estéticas. Su
norte eterno es hacer plata. Sabe que los gustos cambian, que lo nuevo de hoy
es lo establecido de mañana. Entonces, si debe contratar creativos de mirada
vanguardista, se los apropia sin miedo. Como consecuencia de esto, el cambio de
ropaje puede disimular que el progresismo es más declamado que verdadero.
Aquello tan viejo de cambiar el pelo, pero no las mañas.
Y como nunca se apartan de su anhelo de hacer plata, son
sensibles a los aires de época. Cuando la mirada progresista abarcó el mundo y
comenzó a cuestionar y cambiar nociones de xenofobia, homofobia, desmedro de la
mujer y la negación de un modelo familiar único, la compañía Disney abrazó la
agenda progre con fervor. Produjo a destajo contenido alentando la inclusión de
las minorías étnicas, de aceptación de elecciones sexuales diversas, de socavamiento
del patriarcado. Pero cuando los vientos huracanados de la extrema derecha y
sus visiones retrógradas comenzaron a soplar, la compañía Disney decidió “sanear”
sus producciones. En diciembre pasado comunicaron que no promoverían más las
disidencias sexuales, los diferentes tipos de familia, los cuestionamientos a
la heteronormatividad rampante, dado que estos temas pertenecen al área privada
de las personas, que ya no necesitan una injerencia ejemplar de los registros
ficcionales. O sea, volvemos a lo binario, la familia tipo, los modelos
patriarcales.
La venta de entradas no es ni ética ni moral. Si el
progresismo vende, vendemos progresismo. Si lo retrógrado vende, vendemos
conservadurismo duro y rígido.
El proyecto de reversionar Blancanieves y los siete
enanitos con humanos cayó en el interregno del progresismo en retirada y el
conservadurismo en ciernes. Productores seguidores de lo primero querían una
versión moderna e innovadora. Seguidores de las visiones tradicionalistas
querían que se modificara solo lo caduco del original. Las visiones
contrapuestas no se amalgamaron. Llegaron a un empate. Hay momentos
conservadores y hay momentos innovadores. Esta coexistencia de posturas
encontradas desató las furias de las interpretaciones, las negatividades
críticas acérrimas, las pasionales tomas de postura.
Lo extraño es que el cuento se mantuvo incólume. Hasta los
detractores más irreductibles aceptan que el cuento está bien contado, que el
desarrollo se sostiene y que en ningún momento la película se viene abajo o que
urge abandonar la sala. Doy fe. Si se excluyen las posturas extremas y vemos
solo la película, sin ratificar o rectificar las cataratas de argumentos
vertidos en favor o en contra de tal o cual decisión, hasta concluimos que es
buena, entretenida, reconfortante.
¿Se puede ver la película abstrayéndose de tantas posturas emocionales?
Creo que se puede. Confieso que una vez que fui consciente de lo que tenía que
hacer, lograrlo no me llevó mucho esfuerzo. Y en tiempos en los que hay que
estar con esto en contra de aquello, y viceversa, es hasta un ejercicio
saludable. No dejarse llevar por la corriente, asentarse en la orilla, mientras
consideramos las cosas según nuestro criterio da una tranquilidad que no
sabíamos lo mucho que la extrañábamos.
Pero volvamos a las posturas encontradas que es lo singular
de esta película. Los problemas comenzaron con el casting, en el momento
preciso que se anunció que la protagonista sería Rachel Zegler, morochita con
padre de ascendencia polaca y madre de ascendencia colombiana. Su tez blanca
como la leche, no es. Los puristas (¿xenófobos?) pusieron el grito en el cielo.
Por las dudas, el guion aclara que el nombre le viene porque el nacimiento de
la Blancanieves que encarna tuvo lugar durante una tormenta de nieve. (Menos
mal que no le tocó nacer bajo una tormenta eléctrica, si no se hubiera llamado
Rayo Candente o Trueno Ensordecedor o Centella Refulgente.)
La actriz feliz de haber sido elegida (antes había sido la
María de West Side Story de Spielberg) fue a un programa televisivo en
el que dijo (¿en broma?) que esperaba que el príncipe fuera menos acosador que
en el original animado. Las redes polemizaron hasta en sánscrito. Y aportaron
otros considerandos. ¿El beso del príncipe no es violatorio de la intimidad de
la princesa? Después de todo, ella no puede consentir ser besada. Es que la
chica no sabía que el hechizo de la manzana envenenada venía con un antídoto:
un beso de amor, porque si no, sin duda, hubiera dejado una voluntad escrita y
firmada autorizando todos los besos que pudieran despertarla, no me la imagino aceptando
esa especie de coma eterno que la postra.
Otros aportaron con lógica de policial negro que la bruja
no era muy perspicaz, porque si el envenenamiento venía con posibilidad de ser
revertido por amor, ¿por qué dejarla rodeada de afectos? Los enanos serán todo lo asexuado que quieras,
pero que la querían, la querían. Un amigo, en esto de acercar disparates, dijo
que, dado que ella estaba muerta, o dada por tal, el beso bien podría
considerase un impulso necrofílico. Mirá si después del “Y vivieron felices y
comieron perdices”, al príncipe se le da por ahorcarla hasta tenerla fría unos
segundos, ¡la pobre princesa puede terminar del otro lado al primer descuido!,
subrayó.
El eterno problema de leer los cuentos viejos con la mentalidad
del presente contemporáneo. ¿Es válido hacerlo? Puede que sí, pero es
improcedente.
Los enanos significaron el siguiente escollo. En
preproducción fueron desvinculados del título. “Blancanieves y los siete
enanitos” quedó en Blancanieves, a secas. El actor enano más famoso del mundo,
toda una estrella por derecho propio, el talentoso Peter Dinklage dijo que
esperaba que no se redujera a los nuevos siete enanos a la caricatura burda del
original y que se les diera carnadura de personajes. La producción sobrevoló el
problema y los enanos dejaron de ser enanos para volverse criaturas mágicas digitalizadas,
curiosamente similares a los enanos de la vieja versión animada, y con los
mismos nombres (Doc, Gruñón, Estornudón, Dormilón, Tímido, Tontín y Feliz). Con
buena voluntad se podría decir que tienen algún que otro rasgo de personaje,
aunque es más lógico convenir que bordean mucho el estereotipo caricaturesco.
Otros enanos, menos famosos que Dinklage, protestaron
porque la actitud principista del astro los dejó sin trabajo, en un medio en el
que él se queda con todos los buenos papeles. Ahora ante la versión definitiva,
muchos críticos sostuvieron que, si los nuevos seres mágicos iban a ser tan
parecidos a los enanos, se hubieran quedado con los enanos.
Con lo que si se quedaron es con el vestuario. Tanto Blancanieves
como su madrastra lucen atuendos muy cercanos, por no decir iguales, a los del
original. Lapídenme si quieren, pero a mí, los vestidos de Blancanieves siempre
me parecieron bastante feos. Los de la bruja al menos marcaban sus curvas.
El príncipe ya no es un inútil narcisista metrosexual,
preocupado porque no se aje su donosura. Este príncipe es un Robin Hood hecho y
derecho. Un forajido de la resistencia que rapiña para repartir. Y hace bien en
oponerse a la Reina porque la señora no solo mató al padre de Blancanieves para
tomar el poder, sino que para perpetuarse agitó entre los súbditos el temor por
los Reinos del Sur, los que, sin su "protección", los esclavizarían. Una
actualización del viejo y peludo truco de la derecha de: Bánquenme a mí que si
no se vienen los feos, los malos, los zombis, los comunistas, (o puntos
suspensivos a rellenar con el cuco de su elección.) ¿Les suena?
Dejo para el final el detalle que más me divierte. El gobierno
de la pérfida Reina es el opuesto perfecto del que sostenían el padre y la
madre de Blancanieves. Los benignos progenitores gobernaban "un reino para
los libres y los justos", donde "la abundancia de la tierra
pertenecía a todos los que la cuidaban".
O sea ¡la corporación Disney abraza el manifiesto
comunista! Dicen sin moquearse y con todas las letras que: ¡La tierra es de los
que la trabajan! Eso solo, más que las buenas canciones, más que las
encomiables actuaciones de Rachel Zegler y Gal Gadot, más que algunos logros
narrativos y de producción, vale el precio de la entrada en oro. ¡Disney y
Marx, un solo corazón! ¡Ni en mis sueños más salvajes!
Gustavo Monteros