viernes, 27 de junio de 2025

Como visto al pasar - Hoy: La fiebre de los ricos - Rich Flu


 

La premisa del film no podía menos que atraparme. Después de todo me alimento todos los días (por ahora), tengo un techo sobre la cabeza (no sé hasta cuándo) y pago lo que me corresponde sin que me quede mucho resto (siempre), es decir, pertenezco a los que no tienen donde caerse muertos (un destino). Dicho lo cual, una película que promete castigar a los ricos inútiles, frívolos y avarientos (responsables de que el mundo esté como esté) cuenta con mi interés de inmediato.

 

La película en cuestión es La fiebre de los ricos (Rich Flu, 2024) de Galder Gaztelu-Urrutia, con guion de Pedro Rivero, Galder Gaztelu-Urrutia y Sam Steiner.

 

Pero empecemos por el principio. Seguimos a Laura Palmer (Mary Elizabeth Winstead). Sí, el nombre no es casual y no queda sin su referencia a David Lynch y su Twin Peaks). Como sea, esta Laura trabaja como ejecutiva de un conglomerado de empresas. En la actualidad selecciona proyectos cinematográficos con posibilidades de realizarse y cosechar millones en la taquilla.

 

Uno tras otro, hombres y mujeres esperanzados le cuentan argumentos disparatados, muy similares a los de las películas que se estrenan todas las semanas, vía la productora o sello o logo de su preferencia. Entre los que se sientan frente a ella está Toni (Rafe Spall), un abogado del que se está divorciando y con el que pelea por la tenencia de la hija, Anna (Dixie Egerickx).

 

Y después de pelearse con el hijo de su jefe Sebastian Snail Jr. (Jonah Hauer-King) vuela a Alaska a encontrase con el jefe en persona, Seabastian Snail (Timothy Spall).

 

Mientras nos vamos enterando de la vida de los personajes, sus relaciones y de cómo reaccionan, nos informan que el Papa ha muerto a la vez que otros ricos mandamases (¿el Papa es un multimillonario más?, Luis Buñuel estaría de acuerdo, yo tengo mis contravenciones, pero sigamos adelante que recién estamos comenzando).

 

Como sea estos multimillonarios mueren por un raro virus que ataca solo a los muy ricos, el primer síntoma es que sus dentaduras perfectas se ponen de un radioactivo blanco brillante, como en algunas propagandas de dentífrico.

 

En Alaska, el Sebastian en jefe, reunió a muchos ejecutivos ambiciosos y después del típico panegírico neoliberal de que el libre mercado es el camino a la felicidad empresarial (cualquier coincidencia con los dichos y credos del actual presidente argentino no es pura casualidad) y esas cosas, les comunica que han sido seleccionados para una nueva división que se dedicará a acciones sociales como caridades, becas y esas cosas, y como no podrán extraer regalías en su nuevo trabajo, se les otorgarán acciones de la empresa, validadas en mil millones, más otros beneficios de lujos y preeminencias. Ahora Laura es multimillonaria y entra en peligro del virus.

 

Snail la envía a que compre algunas obras de arte y antigüedades en una subasta para caridades en el Palacio de Buckingham. Va y se compra un cuadrito por dos millones de libras.

 

Mientras tanto el mundo es un inmenso caos. Los ricos para ponerse a salvo del virus se desprenden de todo lo que pueden y si no pueden, lo incendian, lo bombardean, lo dinamitan, lo destruyen.

 

Laura decide abandonar Inglaterra e ir a Barcelona, donde están su hija, su futuro exmarido y su madre, una hippie de aquellas, Martha (Lorraine Bracco).

 

La historia avanza a los saltos y sobresaltos, literalmente y llegada a su conclusión, deja una desazón. ¿Es un bodrio? ¿Una genialidad? ¿Una obra bienintencionada que salió mal? O sea, ¿me dormí?, ¿me tomaron el pelo?, ¿me perdí y la entendí mal? Recapitulo y reconsidero.

 

Humor no tiene, o sea, comedia-comedia no es. Tampoco se toma en serio el pochoclo style, o sea que al lado de El día de la independencia no va ir. ¿Es una sátira? Podría ser. El inicio parecería aseverarlo, aunque el final va más para el lado de una parábola sociológica.

 

Como sea, o sea lo que sea, se lleva por delante los retratos psicológicos. Tanto que es más bien tirando a una historieta que se desentiende de la psicología de los personajes.

 

Eso sí, se ve fácil, se llega al final sin ponerle paciencia extra. Puede que uno deje en el camino por ver adónde va, los agujeros en la trama, los saltos extraños en el comportamiento de los personajes, los datos que se tiran y jamás se retoman, los elementos sin desarrollo, como el mismísimo virus, que queda como metáfora al paso. Porque se sabe que es mortal, que los dientes brillosos es uno de sus primeros síntomas, que supuestamente no es contagioso, y que cuenta con la inteligencia (¿genética?) de saber quienes son los ricos y quienes no. Pero, ¿cómo se desarrolla?

 

Y entre las muchas cosas que dejan en veremos, ¿por qué el Sr. Snail padre, regala copias de Walden de Thoreau, que habla de una subsistencia en ambientes creados por uno mismo? ¿El libro contiene claves sobre el futuro? Por un noticiero (¿qué harían las películas sin los noticieros para proveernos datos relevantes de las tramas?), nos enteramos que de Snail, padre, no se sabe si ha muerto o si se ha fugado. Como lo hace un actor notable, esperamos que reaparezca.

 

Debe acaso entenderse que los blancos europeos son ¿los nuevos balseros del mundo? ¿Por qué los pobres que son muchísimos más ante los nuevos desmanes de los ricos en retirada, como la quema de palacios, museos y demás, no arman una revolución, modelo francesa o bolchevique, e instauran un nuevo orden? ¿O ya está pasando en Europa? No pareciera.

 

Uno de los motivos (si no “el” motivo) por el que uno no deja de ver este film es la arrolladora presencia de Mary Elizabeth Winstead en el protagónico. La chica no solo se carga la película al hombro, sino que la hace ineludiblemente atractiva. Y eso que hace un personaje altamente detestable. Pero la pasión que pone en ser, en un principio, lo que por estos lados se denomina “una yegua”, o sea, una hija de ustedes ya saben qué, la deposita después en ser una madre capaz de todo, hasta de matar, para que nada le haga daño a la hija.

 

Hija que como todas las adolescentes del cine contemporáneo tiende a ser una pesada marca cañón, con su idealismo trasnochado y demandas injustificables ante realidades atroces. Querida, el mundo se fue al carajo y no hay qué comer o beber, no es momento de caprichos y reclamos.

 

El marido o futuro ex justifica con creces el juicio que sobre él emite Laura al comienzo, es un bobo mediocre e insustancial, por más que lo haga el eterno cara de perro bueno de Rafe Spall.

 

Claro que hay un modo de verla que reubica sus supuestas falencias, cortedades o errores y la acercan a las obras incomprendidas. Toda la película está narrada casi exclusivamente desde el punto de vista de Laura, cuya vida se organiza y desorganiza según los conflictivos ejes temporales inmediatos: la celeridad de su ascenso, la proliferación del virus, el caos social, la violencia desatada, etc.

 

Y ella va de un tumulto al siguiente, desentendiéndose de los motivos que crean esos disturbios. No le interesa analizarlos ni explicarlos, solo sobrevivir. De ser este el caso, nosotros, tan acostumbrados por las pochocleras películas catástrofes que nos dan todo digerido, explicadito, no comprendemos lo que los autores intentan hacer aquí. Como se dice en la calle: Ponele.

 

Como sea, verla ¿satisfizo mi necesidad de castigar a los ricos? Más bien, no. En el final nos dicen que todos, dadas las oportunidades necesarias, nos comportaríamos como los ricos, que la avaricia está dentro de nosotros tan vital como el deseo de comer.  

 

Como soy pobre y lo he sido toda la vida, elijo creer que, de convertirme de repente en multimillonario, no me olvidaría de donde vengo, como Maradona, por ejemplo. (Si nos vamos a comparar, no andemos con modestias)

 

Ah, en el campo de la suposición todo es posible y no creo que pueda verificarlo. Puede que algo o alguien mejore mi calidad de vida, pero ¿hasta volverme un potentado? No sé, no creo. Ni imaginármelo puedo.

Gustavo Monteros


viernes, 20 de junio de 2025

Historias dos veces contadas - Hoy: Bajo custodia - Bajo sospecha

 




Si el corazón tiene razones que la razón ignora, según Pascal dixit, la mente de un productor hollywoodense tiene motivos que la lógica ignora.

 

Nueve de cada diez veces que toman una película extranjera para hacer una remake hollywoodense, le dan tantas vueltas, cambian tanto las cosas, que terminan por hacer algo que, con mucha buena voluntad, se parece solo remotamente al original que les gustó como para intentar la remake.

 

Tomemos dos ejemplos argentinos. 9 reinas (Fabián Bielinsky, 2000) fue metamorfoseada en Criminal (Gregory Jacobs, 2004), ¿por qué? Dios, ¿por qué? La gracia de 9 reinas es que la relación que se da durante un día entre dos estafadores, uno mayor y avezado y el otro más joven y bisoño, termina sorpresivamente en un desquite planeado con genio. La remake hollywoodense, para decirlo con amabilidad, es torpe, enrevesada, y sabrá Dios a qué conclusiones llega el que desconoce el original. El secreto de sus ojos (Juan José Campanella, 2009, sobre novela de Eduardo Sacheri) fue transformada en Secret in Their Eyes  (Billy Ray, 2015), y retitulada como Secretos de una obsesión para el estreno local. Bue, esta vez, gracias a Julia Roberts sobre todo, verla fue un trámite menos vergonzoso. Se cambiaron conflictos, se modificaron circunstancias, varió el sexo de los personajes y las relaciones entre ellos. Les salió otra cosa, menos punzante y conmovedora que la original, pero con benevolencia se puede decir que la historia en gran medida quedó contada.

 

Me pongo a ver Roubaix, une lumière (en el original), ¡Oh Mercy! (según título en inglés) Roubaix, Misericordia (en español) (Arnaud Desplechin, 2019), sobre la investigación de un asesinato, de una desaparición y de un robo. O sea, lo que ahora se denomina una historia procedimental, subgénero del policial que se centra en cómo la policía lleva adelante un caso o varios.

 

Y por esas cosas de la memoria me dan ganas de rever Garde à vue / Bajo custodia (Claude Miller, 1981) una de las primeras procedimentales si se quiere, porque se centra en cómo la repetición de un interrogatorio puede llevar al reconocimiento de una verdad o culpabilidad, según el caso. O sea, años antes incluso de la serie inglesa Prime Suspect / El principal sospechoso (la primera es de 1991) que hacía de las variaciones de un interrogatorio su eje ficcional.

 

En una Nochebuena, un abogado prominente, Jerome Martinaud (Michel Serrault) es interrogado por el inspector Antoine Gallien (Lino Ventura) en un caso de abuso y asesinato de dos niñas. Jerome pasa de testigo a sospechoso y le aplican la garde à vue del título, lo que entre nosotros sería un arresto preventivo. El testimonio de la esposa de Jerome, Chantal (Romy Schneider) da un vuelco a la investigación y desnuda el amor que Jerome tiene por ella.

 

Se basa en una novela de John Wainwright y el diálogo creado por el propio Miller con Jean Herman es sencillamente magistral. La lógica procedimental del interrogatorio largo e ininterrumpido parte de la idea de que el sospechoso oculta algo que en realidad quiere decir. Se lo obliga a repetir su versión para pescar inconsistencias, contradicciones, pasos en falso. Se supone que si lo que se dice es verdad, puede repetirse sin muchos tropiezos, en cambio si lo que expone es una versión falseada, aunque más no sea por cansancio, más tarde que temprano, se le empezarán a ver los agujeros de la trama.

 

Este juego es todo un desafío para el guionista. En la vida real el procedimiento puede ser tedioso, agotador, interminable, pero en una ficción tiene que ser sustancioso, variado, atrapante. El truco más usado para lograr mantener el interés del espectador es el de la profundización. Se respeta o se acepta en apariencia la versión del sospechoso y se ahonda en la falta de detalles reveladores que sostendrían el relato si fuera de verdad y que cuando es inventado no aparecen.

 

Casi 20 años después, Hollywood hizo la remake, Under Suspicion / Bajo sospecha (Stephen Hopkins, 2000). Ya no es la Nochebuena parisina, sin que estamos en vísperas de carnaval, en San Juan, Puerto Rico. El abogado sospechoso ahora se llama Henry Hearst (Gene Hackman) y el interrogador es el capitán Víctor Benezet (Morgan Freeman). La esposa (Monica Bellucci) se sigue llamando Chantal y es un personaje más joven del que hacía Romy Schneider.

 

Abogado y policía aquí son compinches con un pasado en común, fueron compañeros en el secundario. Esto más que enriquecer el conflicto lo enturbia. La familiaridad termina por entorpecer el desarrollo de la indagación más que favorecerlo.

 

Y el que Chantal sea más joven y casi de la misma clase social del marido cambia la sustancia de la relación. Lo que en Schneider era resentimiento, por no haber tenido otra opción para salir de pobre que casarse, lo que la predispone al odio y a ver lo que espió como una monstruosidad, en Bellucci es celos y el temor a ser reemplazada.

 

Quizá por eso ahora el final no es trágico y la pareja queda como para iniciar una obra de August Strindberg con todo lo que el sueco opinaba de las dinámicas de pareja.

 

La francesa era aristotélica porque respetaba las unidades de acción, tiempo y lugar (tanto que el conflicto único se filmó en orden en un mismo set).

 

La versión hollywoodense recrea las versiones que da Hearst / Hackman, con Benezet / Freeman como un trasplantado testigo de lujo, que acepta sin comentario o modifica lo que ve, según cree que pudo haber pasado.

 

Tampoco es muy feliz el cambio en el personaje del policía que transcribe el interrogatorio. En la versión francesa lo hace Guy Marchand y en la hollywoodense, Thomas Jane.

 

Marchand es un policía celoso de su trabajo, que resiente que Ventura lo desautorice y que pierde los estribos con Serrault, porque advierte que no respeta lo que la policía está haciendo.

 

Thomas Jane va para el lado del gallito que hasta se quiere tirar un lance con Bellucci. Más colorido en un punto, pero menos armónico para lo que es la historia en sí.

 

El resultado no es vergonzante, sobre todo por la defensa de sus personajes que hacen Hackman y Freeman, pero, a juzgar por los foros de discusión en internet, es confuso.

 

De tanto hacer explícito, gritado y subrayado lo que en el original francés está implícito, aunque meridionalmente claro, se pasaron de rosca y el amor del personaje de Serrault / Hackman, central en la historia, deviene difuso y periférico.

 

Entre los sagrados mandamientos del teatro está el que dice: Si algo tiene éxito, ¡no lo cambies, alteres, o modifiques! Los productores cinematográficos que se creen más perspicaces no lo respetan. Así les va como les va. La soberbia puede que te dé poder, pero no crea nada bueno.

Gustavo Monteros

viernes, 13 de junio de 2025

Cerrado por proscripción

 


Perdón, pero no me puedo organizar para hablar de cine, me puede más la bronca, la injusticia, la impotencia de comprobar como unos pocos se roban la democracia en mi país. Nos reencontramos la próxima semana. Gracias por la comprensión.


Gustavo Monteros 

viernes, 6 de junio de 2025

Querido diario - Hoy: Sinners


 

La película se abre con una voz en off que nos recuerda creencias míticas ancestrales. Menciona leyendas que giran alrededor de músicos capaces de hacer una música tan verdadera que conjura personas que vivieron en tiempos diferentes y que rasga el velo que separa la vida de la muerte. Estos músicos pueden curar (tanto física como espiritualmente) comunidades, pero atraer a la vez el mal (entendido como un absoluto).

 

De inmediato muestra a un músico cansado, sangrante, con la cara arañada, que maneja un auto y llega a un templo rural en pleno servicio religioso. Cuando baja del auto, el músico empuña una guitarra rota. Al entrar en el templo, comprendemos que el oficiante es su padre y que le pide que entregue el instrumento, en el sentido de abandonar la música. El músico se muestra reacio.

 

O sea que apenas iniciada, la narración exhibe las dos vertientes por las que hará transcurrir la trama: la música y el mal. Esto viene a cuento para subrayar que la homogeneidad del relato es sólida y no vacilante, como se dijo por ahí, que arranca para un lado y termina para el otro.

 

Es que, al director y guionista, Ryan Coogler, le quedaron como dos películas, una musical y otra de terror. La primera más singular y la otra, más convencional, genérica. Y eso puede confundir al apresurado que no se detiene a discernir. Porque en realidad, una deriva en la otra.

 

Estamos en las tierras del Sur de los Estados Unidos, a fines de los años veinte, comienzo de los treinta. Y los negros son respetados más en la apariencia que en la realidad.

 

Los hermanos mellizos, Smoke y Jack (ambos interpretados por Michael B. Jordan) vuelven a su pueblo natal a gerenciar un bar con músicos en vivo que inaugurarán esa mismísima noche.

 

El regreso nos permitirá conocer los amores que tuvieron, los pleitos que dejaron atrás y los conflictos sin resolver. Y entre las historias a conocer está la de Sammie Moore (Miles Caton), el músico del principio.

 

Esta primera parte es casi antropológica. Conocemos cómo viven, piensan y, sobre todo, cómo hace música esta gente. Sin embargo, a pesar de que la música está en primer plano, el personaje de Sammie se pierde, ante la apabullante star-quality de Michael B. Jordan, que encima viene multiplicada por dos.

 

Sammie debiera ser el epicentro de la historia, y los personajes de Michael B. Jordan los posibilitadores del marco narrativo para que surja el choque de la Música con el Mal (así en mayúsculas).

 

En los papeles es así, pero en la realización la empatía que genera Michael B. Jordan con solo aparecer y estar en el plano, desdibuja y no poco el diseño narrativo.

 

Los hermanos que hace Jordan posibilitan que la historia ocurra, pero no la lideran, no la conducen. Algo que puede confundir porque las estrellas, por definición y designio, son las que generalmente hacen la historia. No es este el caso.

 

Presentados los personajes, con nuestras simpatías creadas hacia unos y hacia otros no, comienza la segunda parte: la aparición del mal.

 

La herramienta elegida para diseminarse es el cuerpo y alma de Remmick (Jack O’Connell) A poco de entrar en escena se consigue dos secuaces: Joan (Lola Kirke) y Bert (Peter Dreimanis), activos militantes del KKK (versión “natural” del mal en contraposición de la supernatural que encarna Remmick)

 

El tráiler oculta con destreza la forma que adopta Remmick para propagar su maldición, así que no cometeré spoiler y no adelantaré nada. Eso sí, permítaseme decir que Jack O’Connell exhibe un talento para la música que le desconocíamos hasta ahora. Y su voz es también muy agradable en el canto. El muchacho se está convirtiendo en todo un catálogo de virtudes.

 

No soy un experto en cine de terror, frecuento muy poco el género, pero lo que aquí se ve me pareció efectivo y atrapante. Aunque más no sea por la lógica de ver (o adivinar) quién vive (o sobrevive) y quién no.

 

Sinners (2025) tuvo una preventa larguísima. Los primeros avances aparecieron unos 7 meses antes de su estreno. Mercadeo que no siempre juega a favor, puede saturar. Eso no pasó esta vez.

 

Se estrenó y fue un gigantesco éxito de público y sorpresivamente (o no) de crítica. Ryan Coogler es un director talentoso y astuto. Pero tiende a tomarse su material demasiado en serio, lo que redunda en una solemnidad involuntaria. Aquí ese defecto no es tan patente. Ligeros toques de humor disuelven la pomposidad y la seriedad surge de la necesidad de la historia, no del estilo.

 

Solo queda razonar el porqué del título. ¿Quiénes son los pecadores (sinners)? Y ¿por qué? Habrá tantas teorías como espectadores tenga la película. Para mí son los que necesitan de un músico excepcional para sanar sus males físicos y espirituales. Lástima que los músicos vengan con sombras no invocadas.

Gustavo Monteros

viernes, 30 de mayo de 2025

Querido diario - Hoy: Bring Them Down / Acaba con ellos


 

Si nada se sabe de esta película, Bring Them Down / Acaba con ellos (Chris Andrews, 2024), su primera parte puede resultar desconcertante, pero si se persiste con ella, lo que no resulta muy difícil porque la narración es atrapante, de a poco las piezas se acomodan y la historia alcanza su plenitud.

 

Estamos en Irlanda, en la zona rural, entre pastores de ovejas, que intentan duramente sobrevivir en este ambiente agreste. En el prólogo hay un accidente cuyas consecuencias se comprenderán luego. Hay un salto a unos veinte años después, o sea la actualidad.

 

Michael (Christopher Abbott) ha vuelto recientemente a ayudar a su padre Ray (Colm Meaney) que está impedido de ocuparse de las tareas de granja y pastoreo de ovejas. Michael nota que una tranquera está derribada.

 

Ray recibe un llamado telefónico de un granjero vecino Gary (Paul Ready) que le dice que dos carneros han aparecido muertos en su propiedad. Gary está casado con Caroline (Nora-Jane Noone) exnovia de Michael (presente en el accidente que vimos al principio) con quien tiene un hijo, Jack (Barry Keoghan).

 

Michael va al mercado de animales a reponer los animales perdidos y comprende que Gary ha mentido respecto de los corderos. Entonces le pide a Gary que se los restituya, este dice que no y casi se van a las manos, lo que otros granjeros impiden.

 

Cuando Ray se entera de que Gary tiene los carneros, le exige a Michael que los rescate a cualquier precio. Todo derivará en un enfrentamiento que tendrá derramamiento de sangre.

 

A medida que nos vamos enterando de estos acontecimientos, notamos que hay saltos en el desarrollo de la historia, huecos que hacen que el desenvolvimiento de los personajes sea un poco extraño, lógico quizá, pero no del todo comprensible.

 

Es que la historia será contada desde dos costados. Primero veremos la versión de Michael y después veremos la versión de Jack y todos los elementos se integrarán y completarán la trama. Y en el final acordaremos que esta historia que se perfilaba como un thriller de venganza quizá roce la tragedia.

 

Hay un viejo chiste de music-hall que dice que el campo es el lugar en que los pollos andan vivos. El chiste contrasta campo y ciudad. En la ciudad, los pollos pertenecen a las carnicerías. Y los citadinos nos desentendemos de que antes de que su carne estuviera lista para nuestro consumo, fueron alimentados y criados. Andaban vivos por ahí. Las historias campestres nos enfrentan a realidades que cotidianamente elegimos ignorar. Para decirlo con humor comprendemos que la carne que comemos no crece en los árboles, ni se cultiva de la tierra. Todo este palabrerío viene a cuento de que hay en esta película un elemento de salvajismo sobre el que conviene advertir.

 

En un momento de la trama, las ovejas sufren un ataque criminal que espanta incluso a los granjeros y pastores que tienen con los animales una relación menos parcial que la nuestra, saben que los crían para matarlos. Matarlos, sí, pero no para someterlos a sufrimientos inútiles. Estos actos de salvajismos no se ven, solo atestiguamos sus consecuencias. O sea, nuestra sensibilidad está comprometida, pero no interpelada, lo que se agradece. No es la intención de los narradores escandalizarnos.

 

Bring Them Down / Acaba con ellos es el primer largometraje de Chris Andrews que lo presenta como un director a no descuidar. Narra con brío, sabe dirigir actores, y mantiene el interés de lo que cuenta. No es poco.

 

Christopher Abbott nos da un personaje con el que nos relacionamos fácilmente, a pesar de su parquedad. Barry Keoghan vuelve a estar muy bien, pero se lo nota un poco crecidito para el papel, la verdad sea dicha.

 

Y nos reencontramos con Nora-Jane Noone, lo que nos regocija, aunque aquí no tenga un personaje muy proactivo, más bien reacciona a los entreveros de sus hombres. (Nora-Jane Noone es una de las protagonistas de The Magdalene Sisters / En el nombre de Dios (Peter Mullan, 2002) y quien allí la ha visto no la olvida ni en la desmemoria más rampante, Irlanda tiene historias movilizadoras como pocas)

 

En resumen, Bring Them Down / Acaba con ellos atrapa, entretiene y nos hace reflexionar. A mí me dejó una idea resonante: pocas cosas hay más perniciosas que lo que no se dice.

Gustavo Monteros

viernes, 23 de mayo de 2025

Querido diario - Hoy: Voodoo Macbeth


 

Orson Welles es como el horizonte, la profundidad de los océanos, el imperio del amor, los guarismos del tiempo. O sea, inabarcable. Las biográficas que le dedican tienen más páginas que las de La guerra y la paz. Si llevaran su vida a la música, sería un ciclo wagneriano. Y si la pintaran, no alcanzarían los museos.

 

En lo personal me apasiona lo anterior a El ciudadano (Citizen Kane, 1941). Lo posterior viene con el lastre del odio y la envidia de sus enemigos.

 

Ya hay varias películas que se dedican a sus logros pre Ciudadano Kane. RKO 281 (Benjamin Ross, 1999) trata los entretelones de la realización de Citizen Kane. Liev Schreiber es Welles. Me and Orson Welles (Richard Linklater, 2008) es sobre el montaje de Julio César de Shakespeare para el Mercury Theatre en 1937. Christian McKay es Welles. Cradle Will Rock (Abajo el telón) (Tim Robbins, 1999) es sobre el problemático montaje de esta obra musical en 1937. Angus Macfadyen es Welles. The Night That Panicked America (La noche que aterrorizó a América) (Joseph Sargent, 1975) es sobre la histórica trasmisión radiofónica de La guerra de los mundos en 1938. Paul Shenar es Welles. Y Mank (David Fincher, 2020) es sobre la escritura del guion de Citizen Kane, que, si bien es más sobre Herman J. Mankiewicz, cuenta con Orson como invitado de honor. Tom Burke es Welles.

 

Ahora llega Voodoo Macbeth (2021) sobre su montaje de esa obra. Dice Wikipedia: “Voodoo Macbeth es el título popular del Macbeth de William Shakespeare en la adaptación que Orson Welles dirigió para la producción del Proyecto de Teatro Federal estrenada en Nueva York en 1936. Welles trasladó el escenario de la obra de Escocia a una isla caribeña ficticia, reclutó un elenco completamente negro. El mencionado título popular se debe al vudú haitiano que sustituyó a la brujería escocesa en la trama de Welles.

La obra se enmarca en el conjunto de actividades promovidas por el Proyecto de Teatro Federal, controlado por la agencia Works Progress Administration (WPA) a partir del 27 de agosto de 1935, siguiendo el acta "Emergency Relief Appropriation" de ese mismo año. Dentro de dicho proyecto gubernamental, se creó la Unidad de Teatro Negro (Negro Theatre Unit) dividida en dos ramas, una para el teatro contemporáneo y otra para los clásicos.​ El objetivo era proporcionar la presencia de trabajadores negros, más allá de las imposiciones raciales del teatro clásico.

La obra original de Shakespeare trata sobre la caída de un usurpador en la Escocia medieval, que es alentado en sus acciones por tres brujas. La idea de Welles fue interpretar el texto de forma fidedigna, pero utilizando vestuarios y decorados que aludieran al Haití del siglo XIX, específicamente durante el reinado de Henri Christophe, un esclavo convertido en emperador. Aunque la razón principal del nuevo montaje era posibilitar un elenco completamente negro, Welles añadió el atractivo exótico del vudú más cercano al público afroamericano, que la brujería medieval.”

 

En lo personal confieso que me apasionan también las películas que tratan el detrás de escena del montaje de una obra teatral, porque sé por experiencia propia (gracias a Dios participé del montaje de unas cuantas) que son sobre apasionantes aventuras humanas. Un escéptico podría cuestionar qué hay de aventurero y apasionante en la reunión de un grupo de personas para ensayar una obra. Poco en un principio salvo acuerdos de horarios y disposición para el compromiso. Pero a medida que el acto creativo va consumándose, aparecen las contradicciones que tanto nos afanamos en ocultar en nuestra vida cotidiana. Todos somos un misterio y para el que sabe ver, en un ensayo se devela un poquito de ese misterio que somos. Y si hay una aventura apasionante mayor, que alguien me lo discuta.

 

Welles, por sobre todas las cosas, era un excepcional contador de historias. Ya fuera en el teatro, en la radio o en el cine, buscaba la manera más efectiva de contar la obra que le habían propuesto. Si tenía que contar La guerra de los mundos de H. G. Wells por radio, qué mejor si fuera como una trasmisión de la invasión alienígena. Si hay que montar Macbeth, obra sobre el ascenso, gobierno y caída de un dictador asesino con un elenco negro, qué mejor que circunscribirla en el Haití negro. Y si hay que contar la vida y desmanes de un magnate, qué mejor que un caleidoscopio perspicaz.

 

Welles se comportaba como un tirano seductor. Se ganaba la confianza y la lealtad de su gente por imponer siempre su voluntad y no aceptar las dudas de los que lo rodeaban. Mezclaba encanto, autoritarismo, pasión y una brillantez intelectual apabullante. ¿Se le resistían? Poco y nada. Todos no tardaban en apreciar que trabajaban con un genio y es de muy tontos perderse esa experiencia.

 

Montar una obra es muy complejo. Eso hace eterno al teatro. Es un desafío que apasiona. Y las dificultades vienen tanto de la propia historia, de los dramas personales de quienes la encaran y de los problemas técnicos inherentes al juego. Y en este montaje histórico, hay ilustraciones de las tres ramas descriptas.

 

La obra es difícil y tiene esta vez circunstancias políticas y sociales. Los actores tienen vidas con muchas encrucijadas. Y las presiones técnicas no perdonan.

 

Y esta película sobre una proeza viene con una epopeya propia. Tiene 10 directores (Dogmawi Abele, Victor Alonso-Berbel, Roy Arwas, Hannah Bang, Christopher Beaton, Agazi Desta, Tiffany K. Guillen, Zoe Salnave, Ernesto Sandoval, Sabine Vajraca) y 8 guionistas (Agazi Desta, Jennifer Frazin, Morgan Milender, Molly Anne Miller, Amri Rigby, Joel David Santner, Erica C. Sutherlin, Chris Tarricone). Se trata de una coproducción entre la University of Southern California y Warner Bros. Y sale airosa de tremendo desafío, parece hecha por una sola mente.

 

Jewell Wilson Bridges es Orson Welles. Sencillamente brillante. E Inger Tudor, June Schreiner, Jeremy Tardy, Danuel Kuhlman, Wrekless Watson, Ashli Haynes, Gary McDonald, Hunter Bodine, Ephraim López, Erin Croom, Pamela Shaddock, Breayre Tender, Antoine Perry, Isaiah Frizzelle, Ben Shields, Randy Pound y Kelsey Yates no andan menos brillantes.

 

El mundo no está hecho para genios. Y no tardan en chocar con los que no lo son y se hacen de muchos enemigos. Se los achaca de mordaces, soberbios, impacientes, odiosos y exuberantes. Y lo son. Quizás.

 

Orson Welles ya no fue el mismo después de Citizen Kane. Los enemigos hicieron lo posible e imposible para que no pudiera desarrollar otra obra en paz. Y lo lograron. Incluso las pocas veces que se independizó de ellos, tuvo que reconocerlos, y así su libertad breve se encadenó. Sus circunstancias eran ellos.

Gustavo Monteros

 

viernes, 16 de mayo de 2025

Querido diario - Hoy: Dos con elencos prisioneros



 

Pietro (Elio Germano) no puede creer su suerte. Acaba de mudarse a Roma y ya consiguió un departamento grande, luminoso, bien ubicado y para nada inaccesible económicamente. Eso sí, no sabe que tiene un problemita: lo cohabitará con fantasmas. Y no uno o dos, si no ¡ocho! Tres mujeres, cuatro hombres adultos y un chico. Un elenco teatral completo, literalmente.

 

Durante la Segunda Guerra, la noche que iban a estrenar un espectáculo, tuvieron que escapar del teatro con el vestuario de la obra puesto porque los venían a buscar para llevarlos a un campo de concentración. Se refugiaron en el departamento que ahora comparten con Pietro. Y no los mató una bomba ni la toma de Roma sino una estufa defectuosa.

 

Necesitan que Pietro ubique a Livia Morosini (Anna Proclemer) que iba a ser la estrella del espectáculo para que les diga quién los denunció. Encontrar a una persona después de tantos años no es tarea fácil y Pietro, un gay despistado y romántico que bordea el acoso a sus excompañeros sexuales, tiene problemas más urgentes.

 

Estoy tan domado por las tramas adocenadas de Hollywood que esperaba que los fantasmas ayuden a Pietro a solucionar sus problemas sentimentales. Pero no van por ahí los tiros. Todo lo de Pietro quedará en ciernes, en potencialidad. Es el misterio del elenco que no puede abandonar el departamento lo que importa.

 

Esta Magnifica presenza (Magnífica presencia, 2012) es un título representativo de la carrera del Ítalo turco Ferzn Özpetek, que sabe armar historias muy atractivas con humor elegante y refinado melodrama, como lo corroboran Haman / Baño turco de 1997, La fate ignoranti / El hada ignorante de 2001, La finestra di fronte / La ventana de enfrente de 2003, Mine vaganti / Tengo algo que decirles de 2010, o la reciente Diamanti de 2024.

 

En The Purple Rose of Cairo (Woody Allen, 1985) a Cecilia (Mia Farrow) no le va muy bien en plena Depresión norteamericana. En realidad, a muy pocos les va mejor, pero a ella los problemas económicos de la mayoría se le agravan por estar casada con Monk (Danny Aiello) un grandote vago y pendenciero y de mano rápida. Por suerte, tiene un refugio y un consuelo: el cine y sus películas. Las alocadas fantasías de los filmes en blanco y negro de los años treinta la transportan a ambientes ricos, elegantes, sofisticados donde todos encuentran un final feliz.

 

En la película de esta semana, La rosa púrpura del Cairo, el galán (Jeff Daniels), por momentos, parece desentenderse de la acción dramática y prestarle atención a Cecilia. Algo que se comprueba casi de inmediato: el galán sale de la pantalla para huir con ella. La fuga le representa a Cecilia mayores inconvenientes, el galán en este mundo tiene carne y hueso, aunque no deja de ser un personaje de ficción que entiende el ambiente para el que fue creado, pero que ignora la forma de vida de este lado de la pantalla.

 

El elenco de la película del que el galán huyó se las ve de figurillas para seguir entreteniendo al público. En un principio lo logran, pero después se cansan y aburren. El dueño del cine recurre al productor original del film y este viene a ver qué es lo que está pasando, acompañado por el actor hollywoodense que hizo al galán.

 

Mientras todos buscan una solución, la película no puede dejar de proyectarse. Si se dejara de dar, el galán no podría volver a la pantalla y se desconoce que otros problemas generaría.

 

El elenco comprende que puede liberarse de la trama que los aprisionaba y que pueden ensayar otras alternativas. Así el maître del Morocco se pone a bailar y demuestra que está para mucho más de lo que lo hacen hacer siempre.

 

Cecilia será puesta en una disyuntiva y elegirá con sensatez y al hacerlo caerá en una trampa. Los hacedores de sueños, los que los imaginan, les dan forma, los concretan pueden traicionar. Los sueños, no. Valga la paradoja.

 

Llevaba siglos sin ver La rosa púrpura del Cairo, me alegró comprobar que sigue lozana y vivaz como el primer día, o sea que es lo que sospechamos en tiempos de su estreno: una obra maestra imperecedera.

 

 Quizás algún que otro chiste suene fuerte para la hipersensibilidad actual. Pero no hay que perder el contexto, una obra (cualquiera, todas) es hija de sus tiempos. Y aunque sea obvio, que valga repetir que la corrección política actual no se condice ni por asomo con lo que se permitían jugar en los setenta, ochenta e incluso hasta bien entrados los noventa. Insisto no hay que ver las obras del pasado con los parámetros contemporáneos. Si lo hacemos no se salvan ni La Ilíada, ni La Biblia, ni La divina comedia, ni El mercader de Venecia, ni el Martín Fierro.

Estas dos películas pueden verse en Prime Video

Gustavo Monteros


viernes, 9 de mayo de 2025

Querido diario - Hoy: La trilogía de Szavó y Brandauer




 

En la década del ochenta del siglo XX, el director húngaro, István Szabó y el actor austríaco, Klaus Maria Brandauer redondearon una trilogía cinematográfica sobre tres hombres con aspectos en común.

 

Mephisto fue la primera en 1981. El título refiere, claro, al personaje que tienta al Fausto de Goethe, más conocido como Mefistófeles por estos pagos. Pero la película no es sobre este personaje diabólico sino sobre Hendrik Höfgen (Klaus Maria Brandauer) un actor alemán que ganó fama imperecedera interpretándolo durante el ascenso del nazismo. El ficcional Hendrik Höfgen encubre genio y figura de Gustaf Gründgens (1899-1963), actor que existió y que comparte con Höfgen hechos significativos, no el menor haber alcanzado reconocimiento interpretando a Mephisto.

 

En el comienzo de la película vemos a Höfgen padecer un hambre de gloria tan atroz que le duelen literalmente las ovaciones que le tributan a la estrella de la obra en la que él apenas se destaca. Su ambición es alcanzar la fama y que esta le traiga fortuna. Obtiene lo segundo antes que lo primero: se casa con una rica heredera. La seguridad económica le permite concentrarse por entero en su ascenso en el cartel. El narcisismo lo enceguece y frivoliza, el mundo es él. Por lo tanto, no le interesa la política, lo que en los tiempos tan convulsionados en los que le toca vivir es un craso error. Las diferentes concepciones políticas son para él trasfondo de los papeles a interpretar. En el último fulgor de la cultura alemana prenazi hará comedias cosmopolitas y dramas universales y en el estertor del cabaret, hará canciones muy de izquierdas. Y cuando comience a tallar el nacionalsocialismo y su impronta de redescubrir las raíces germanas, hará dramas históricos antisemitas y que realzan el ideal nazi del hombre nuevo.

 

Decidirá quedarse cuando los compañeros del arte emprendan el obligado o elegido exilio. Tendrá hasta la suerte de una salida elegante, un hecho histórico determinante en el ascenso nazi lo sorprenderá filmando en Budapest. Pero ante la posibilidad de huir a Londres o París, opta por regresar a Berlín, porque el idioma de un actor es la lengua natal y la suya es el alemán.

 

El regreso lo deposita en la órbita de El General (Rolf Hoppe), personaje que encubre a Hermann Göring. Su coqueteo con la izquierda le será perdonado a cambio de una adhesión fervorosa al nazismo. Se consolará diciéndose que al menos podrá ayudar a los perseguidos. Cree que la máscara de Mephisto le calza tan bien que su poderío se verifica en la vida real y que puede manejar al General como si fuera su Fausto. Suprema ironía, en la realidad es al revés, El General es Mephisto, él es Fausto. Cuando lo comprenda será tarde. El potente reflector lo encandilará y no podrá ver ni por donde pisa, entonces dirá desorientado: Soy un actor, ¿qué pretenden de mí?




En 1983 Szabó y Brandauer vieron en un teatro de Londres a Alan Bates en A Patriot for Me de John Osborne, sobre el ascenso y caída de Alfred Redl (1884-1913) en la Viena (y adyacencias) del Imperio Austrohúngaro y decidieron llevarla al cine. El proyecto se concretó en 1985, la película se llamó Oberst Redl / Coronel Redl y fue la segunda de la trilogía de Szabó-Brandauer. De la obra de Osborne quedó tan poco que cualquier parecido con el original es pura coincidencia.

 

Comienza con Redl niño. Es hijo de campesinos más pobres que los del Evangelio, porque en el siglo XIX no había campesino que no fuera pobre. Alfred escribió una inspirada salutación de cumpleaños para el Emperador Francisco José en la escuela. Esta composición de obsecuencia le abrió las puertas del Liceo Militar, donde se codearía con los ricos y nobles.

 

La rotura de una espada de madera lo unió en el castigo a un chico de cuna de oro. El chico lo invitó a su casa solariega. Cuando los padres del chico acomodado le preguntaron por sus orígenes, Alfred dejó de ser un muchachito ruteno de la Galicia polaca y fingió descender de una familia noble venida a menos. O sea que comenzó con su particular vals de máscaras que no dejó de bailar ni en el final.

 

De regreso a la escuela militar se mimetizó con sus compañeros y hasta los superó, fue más aristocrático que los mismísimos pares del reino, o del imperio, para ser más precisos. Su ambición era ascender y sabía que al no contar con fortuna ni linaje le tocaba ser el mejor de los mejores, el más efectivo, el más aplicado. Su celo le garantizó promociones y padrinazgos.

 

Las mujeres lo amaron, pero él no pudo retribuirles con sensualidad, prefería a los hombres. Y la homosexualidad fue su secreto, su debilidad y su caída. Llegó a ser jefe del contraespionaje. Su labor incluía espiar a todos los de supuestas actividades sospechosas contra el Impero Austrohúngaro, incluidos sus compañeros y sus jefes.

 

El ascenso lo acercó al Príncipe Heredero (Armin Mueller-Stahl). Se supone que este personaje es el archiduque Francisco Fernando, pero no se lo nombra como tal y no es biográficamente parecido a ninguno de los verdaderos archiduques en realidad; es más, sus ideas políticas lo acercan al difunto Rodolfo. Este príncipe lo involucró en sus oscuras intrigas y apuró su desgracia.

 

Como jefe modernizó el servicio de espiar, incorporó los últimos adelantos técnicos de la época, como la fotografía y la grabación de voces e imágenes, herramientas que usaron para documentar sus aventuras sexuales y chantajearlo. No se sabe cuándo empezó a espiar para los rusos, o si lo hizo en realidad. La evidencia es más conjetural que probatoria. Incluso su ejecución fue un juego de máscaras y espejos. En vez de ahorcarlo o fusilarlo, le dieron una pistola para que se suicidara honorablemente.




Y la tercera, Hanussen, de 1988, fue sobre Hermann Steinschneider (1989-1933) más conocido por su nombre artístico, Erik Jan Hanussen, clarividente, hipnotista, mentalista, ocultista y astrólogo de renombre. Un adivino y charlatán, resumirían las malas lenguas.

 

La película comienza cuando Steinscheider / Hanussen, reza un padre nuestro, mientras se apresta junto a otros muchos soldados a abandonar la trinchera y atacar al enemigo. Estamos en la Primera Guerra Mundial, claro. Es herido en el ataque, pero el daño corporal es menor al trauma mental que le queda.

 

En el hospital tendrá la suerte de cruzarse con el Dr. Bettelheim (Erland Josephson) que estudia los misterios de la mente. Pasarán a tener un trato muy afectuoso, sospechosamente físico. Bettelheim descubrirá que el futuro Hanussen tiene un particular talento para inducción hipnótica (un compañero de pabellón tiene una crisis nerviosa y amenaza con volarlos a todos con una granada, Hanussen, claro, lo evita) y le pide sea su discípulo después de la guerra.

 

Pero el capitán Tibor Nowotny (Károly Eperjes) se cruzará en su camino. Antes de la contienda, anduvo en la farándula y convence a Hanussen para que transforme sus aptitudes en un acto de music-hall. Terminada la guerra, Hanussen con el buen olfato de Nowotny se transforma en una estrella de la adivinación.

 

Lo acusan de charlatán y lo llevan a juicio. Hanussen saca a relucir su talento y convierte al trámite legal en propaganda favorable. Por supuesto, es liberado de los cargos. Mientras tanto el nacionalsocialismo está en ascenso y como a Hitler el ocultismo le atrae, pide los servicios de Hanussen, que no quiere embanderarse con ninguna facción política.

 

Los nazis le mandan fanáticos a arruinar su número, Hanussen que es carisma puro y que como ya demostró con el juicio de charlatanería y estafa, puede dar vuelta lo que viene adverso, logra hipnotizar a los alborotadores y se gana unos enemigos acérrimos. La ultraderecha no tiene humor, solo odio.

 

Eso sí, los nazis consiguen poner a Hanussen entre la espada y la pared en público: lo obligan a decir quién ganará las próximas elecciones. Hanussen dice que ellos y eso los ayuda a consolidar un triunfo que venía impredecible.

 

De todos modos, la indefinición política de Hanussen les plantea un problema a los nazis. De su lado, Hanussen es un aliado valioso, pero en contra, es un peligro que no quieren correr. Y ante el primer error de cálculo de Hanussen, tomarán medidas drásticas.

 

Szabó y Brandauer dicen que no se propusieron hacer una trilogía, que les salió así, como quien no quiere la cosa. Algunos críticos la llamaron erróneamente la Trilogía Alemana, aunque cuando precisaron que la segunda película no se avenía del todo a esa nacionalidad, comenzaron a llamarla la Trilogía de Centroeuropa. Yo prefiero llamarla la Trilogía de Szabó y Brandauer.

 

Nombres aparte, se centra en tres hombres ambiciosos, egocéntricos, a los que codearse con el poder no les resultó beneficioso. Todos se ocultaron tras máscaras, negaron o disimularon sus orígenes, y fueron poco hábiles para los juegos políticos. Tuvieron la capacidad y las agallas para llegar adonde querían, pero no supieron navegar las aguas turbulentas de los tiempos en los que les tocó vivir.

 

Szabó como director y Brandauer como actor se ocuparon de iluminar sus contradicciones, sus errores, sus lados fuertes y sobre todo su humanidad, por eso estos tres títulos perduran y reaparecen fulgurantes en retrospectivas y en reminiscencias. Sus héroes puede que tengan destinos adversos, las obras que los contienen, no.

Gustavo Monteros

viernes, 2 de mayo de 2025

Querido diario - Hoy: La semilla de la higuera sagrada


 

Como todos los cinéfilos del mundo he aprendido a seguir con mucha atención las películas que compiten en el Festival de Cannes. Allí hacen su presentación en sociedad las películas de las que hablaremos durante el año. Habrá algunas que aparecerán en otros lados, pero el grueso de las que dan vuelta en esta temporada de premios, al igual que en las temporadas anteriores, se estrenó en Cannes. 

 

Cuando leí las críticas a The Seed of the Sacred Fig / La semilla de la higuera sagrada (2024) del iraní Mohammad Rasoulof, reparé en que quizá lo que cuestionaban como incoherente o poco claro podría deberse a que no saben por experiencia directa lo que es vivir bajo un régimen totalitario. Y ahora al verla, compruebo que es así. No es lo mismo padecer una dictadura, que criarse en una democracia en la que se respetan los derechos civiles. Los que padecimos la dictadura cívico-militar argentina de 1976-1983 lo sabemos.

 

La semilla de la higuera sagrada tiene dos partes claramente discernibles. En la primera se da a conocer el tipo de sociedad que engendra la locura de la segunda parte. No es que de repente los personajes se vayan al carajo. No, solo se ven las repercusiones de vivir tan acorralados. Se pasa de lo macro a lo micro, como les gusta decir a los economistas.

 

Todo arranca con el ascenso del hombre de la casa, un abogado que queda a un paso de la judicatura. Tendrá un mejor sueldo, el acceso a una casa más grande, aunque no todo será para mejor. En realidad, heredó el cargo de alguien que se negó a hacer lo que él se verá obligado a cumplir: firmar sentencias de muerte sin indagar demasiado.

 

Su familia, compuesta por esposa y dos hijas, una en edad universitaria, la otra todavía en los primeros años del secundario, deberá bajar el perfil en las redes sociales y llevar una vida impecable. Las rigideces del sistema serán insoslayables para ellas. Algo que se dificulta porque en la calle se desatan manifestaciones contra la teocracia y el hijab.

 

Y como en toda sociedad en el que el sometimiento de las mujeres es extremo, estas han aprendido a establecer una sociedad paralela, por pura sobrevivencia nomás. Y aquí cobra relevancia el personaje de la madre, enteramente sometida al régimen, pero con herramientas para sortearlo si se da el caso. De todos modos, su aceptación del status quo se verá convulsionada, porque el régimen reprime los pedidos de cambios con violencia y ella no podrá hacer la vista gorda.

 

Algo que tampoco podrá ignorar y que gravitará en su vida cotidiana es que el ascenso del marido vino con una pistola, que él debe llevar encima en todo momento para defenderse si la ocasión lo amerita. La desaparición de la pistola y cómo el pater familias lidia con esa falta es el conflicto dominante en la segunda parte.

 

Y es donde las críticas negativas arreciaron. A muchos les pareció que algo no cierra del todo en cómo reaccionan los personajes. Y es donde la experiencia de padecer una dictadura cuenta.

 

Siempre me preocupó e intrigó cómo una dictadura opera en las cabezas de los que la sufren puertas adentro. Nunca llegué a una respuesta satisfactoria. El miedo permanente que se tranquiliza con alguna suposición que se imagina viable (si nos detienen, el cura que nos conoce sin duda podrá hacer algo, por ejemplo; o no puede ser que todos sean asesinos, otro ejemplo; o si esto se nos vino encima es porque así cómo estábamos no podíamos seguir; o tenemos que seguir viviendo, si ahora a las cosas se las tenemos que pedir a los militares, se las pedimos y listo; y así un largo y vergonzante etcétera) termina engendrando pensamientos sinuosos, oblicuos, espiralados.

 

Se instala una paranoia dominante, no se confía en nadie plenamente, y no se habla del elefante en la habitación. Se calla el miedo, la incertidumbre, la angustia. Y todo eso junto no puede producir un pensamiento limpio, directo, discernible, lógico. Se reacciona entonces de un modo que parece incongruente a los que jamás han tenido que pensar tan enrevesadamente.

 

Volviendo al film, si no se acepta que los personajes respondan así, debería considerarse el tramo final como simbólico. En un mundo convulsionado y agresivo, la violencia es inevitable. Y ya se sabe, una vez desatada, en general es imparable.

Gustavo Monteros

Adenda necesaria: La película se abre con este concepto que refiere al título elegido: "El Ficus Religiosa es un árbol con un ciclo de vida inusual. Sus semillas, contenidas en los excrementos de los pájaros, caen sobre otros árboles. Las raíces aéreas brotan y crecen hasta el suelo. Luego, las ramas envuelven al árbol huésped y lo estrangulan. Finalmente, el higo sagrado se sostiene por sí solo".