viernes, 12 de septiembre de 2025

La quimera del oro


 

Últimamente ando con las teorías alborotadas. Como todo viejo antes de mí, comprendo que el mundo que dejaremos es muy diferente del que conocimos cuando entramos. Y como atestigüé cada cambio, me resisto a caer en la trampa de la nostalgia. Nada es mejor o peor, solo diferente. Aunque estas consideraciones no quitan que me ponga estricto y categórico. Como con las películas, por ejemplo.

 

Las películas que se hacen hoy poco o nada tienen que ver con las que se llamaron películas cuando el cine se consolidaba. Hoy más que películas se hacen registros audiovisuales que ya deberían conocerse bajo otro nombre. A falta de uno mejor, y en homenaje a Prince, propongo “lo que antes se conocía como películas” o “expelículas”, a secas.

 

A riesgo de parecer rígido, para mí las películas son esos artificios pensados y concebidos para ser mostrados en salas a oscuras, contra un lienzo blanco, a muchos o pocos espectadores, que las aprecian de manera simultánea y mancomunada al momento de su exhibición.

 

De ahí que digo, al contrario de otros pensadores (la originalidad, si existió, ya está extinta) que al cine no lo mató la videocasete, el cable o el streaming, sino la televisión. Cuando la televisión trajo el entretenimiento audiovisual a las casas y para completar una programación demandante comenzó a exhibir películas, no significó el lento ocaso de las salas de cine sino el fin del cine y sus películas.

 

Hoy en día la cabeza que piensa y el cuerpo que hace artilugios para una sala de cine ya no existe. Hoy se piensa y se hace metrajes para ser vistos individualmente (lo grupal ya no es prioritario) en porciones (un rato hoy, un rato mañana o cuando sea), en pantallas de vidrio y plástico. (Ojo, no mezclemos las discusiones, aquí lo que considero no es las nuevas formas de ver cine, sino la manera de concebir una película)

 

A los ejemplos me remito. Hoy se da como primicia, durante una semana en salas de cine, material que será luego visto en streaming. Y como he visto casi toda la filmografía de Martin Scorsese en cine, cuando se exhibió Killers of the Flower Moon / Los asesinos de la luna en salas, allá fui a ver, de una sentada, las 3 horas con 26 minutos que duraba este opus.

 

Y me pasó que no pude juzgarla como película, porque no lo era. Si la veía como película tenía que decir que era reiterativa, machacona, que subrayaba cada tanto lo que ya había sido dicho antes (y más de una vez), que volvía una y otra vez a referir detalles ya destacados, y así.

 

En resumidas cuentas, se vendía como película, algo que no lo era, porque no había sido pensada para ser vista de una sentada, sino para ser dividida en dos o tres sesiones.

 

O sea, no era una película sino una expelícula, que estaba más emparentada con El pájaro canta hasta morir que con Lawrence de Arabia.

 

La quimera del oro (Charles Chaplin, 1925) es una película pura. De cuando el cine se preparaba para ser el séptimo arte.

 

Anuncian que la darán durante una semana, en solo una función diaria, e invito a una amiga y a un amigo (no doy los nombres porque no les pregunté si me autorizaban) para que me acompañen a verla. Las películas se ven de a muchos.

 

Pensé que no seríamos muchos, como pasó este mismo año cuando dieron en salas de cine, Rocco y sus hermanos. ¡Sorpresa! Éramos unos cuantos. La sala, para 230 personas, estaba llena en su 80%. ¡Aguante, Chaplin! ¡En tu cara, Marvel!

 

Hablando de Marvel, como la copia está restaurada con tecnología de última generación, se ve y suena como una de Marvel.

 

Unos títulos iniciales nos cuentan la historia de la restauración y que parte de la misma (o toda) fue pagada por la municipalidad de Boloña. (¡Gracias, comuna boloñesa!)

 

Y comienza la magia. Somos un público variado, hay viejos como yo, familias con chicos, parejas adolescentes románticas, solos y solas, o sea un amplio abanico de edades y elecciones sexuales (esto lo supongo porque soy muy discreto).

 

Y como de comicidad se trata, se verifica aquello de que todos lloramos por lo mismo (cuando Disney mató a la mamá de Bambi, no dejó ojo seco en el mundo), pero no todos nos reímos de lo mismo.

 

Hay gags que todos festejamos y otros que no nos dan para la risa propia, aunque genera la ajena. Y pocas cosas desatan buenos aires que oír reír a los que nos acompañan, y no hablo solo de los que vinieron con nosotros.

 

Por lo tanto, se da eso que es propio del cine, la celebración mancomunada.

 

Los padres les preguntan a sus hijos si comprendieron la resolución de tal o cual gag. Los chicos que decodifican imágenes desde la cuna, los tranquilizan y hasta les dan cátedra sobre los detalles secundarios.

 

La quimera del oro, si bien tiene un arco narrativo, no está estructurada en exposición, desarrollo y desenlace, o sea cohesionada como City Lights / Luces de la ciudad o Modern Times / Tiempos modernos.

 

Es más bien una sucesión de gags, escenas que pueden extrapolarse, o sketches variados que van uniéndose por la repetición de personajes.

 

Eso hace que los chicos de TikTok puedan seguirla con entusiasmo renovado, enganchándose y desenganchándose, como si de reels o shorts se tratara.

 

La quimera del oro tiene dos hits que regocijan siempre, el de la comida del borceguí y el de los dos panes ensartados en sendos tenedores a los que Chaplin coreografía como si fueran dos pies bailando.

 

El primero es Chaplin típico. Es cómico en un nivel y desesperado en otro. Comen el borceguí porque tienen hambre y no hay nada más que comer. Pero Carlitos come la dura suela de cuero (el grandote se apropió del cuerpo del zapato) con cuchillo y tenedor, porque no hay que perder la dignidad ni con el hambre.

 

Termina, y hasta yo que soy un purista, hago eso que no se hace en el cine: aplaudir.

 

Todos salimos felices. Porque la genialidad no apabulla, solo celebra la gloria que puede ser el hombre.

Gustavo Monteros

 

 

 

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