Últimamente ando con las teorías alborotadas. Como todo
viejo antes de mí, comprendo que el mundo que dejaremos es muy diferente del
que conocimos cuando entramos. Y como atestigüé cada cambio, me resisto a caer
en la trampa de la nostalgia. Nada es mejor o peor, solo diferente. Aunque
estas consideraciones no quitan que me ponga estricto y categórico. Como con
las películas, por ejemplo.
Las películas que se hacen hoy poco o nada tienen que ver con
las que se llamaron películas cuando el cine se consolidaba. Hoy más que
películas se hacen registros audiovisuales que ya deberían conocerse bajo otro nombre.
A falta de uno mejor, y en homenaje a Prince, propongo “lo que antes se conocía
como películas” o “expelículas”, a secas.
A riesgo de parecer rígido, para mí las películas son esos
artificios pensados y concebidos para ser mostrados en salas a oscuras, contra
un lienzo blanco, a muchos o pocos espectadores, que las aprecian de manera simultánea
y mancomunada al momento de su exhibición.
De ahí que digo, al contrario de otros pensadores (la
originalidad, si existió, ya está extinta) que al cine no lo mató la
videocasete, el cable o el streaming, sino la televisión. Cuando la televisión
trajo el entretenimiento audiovisual a las casas y para completar una
programación demandante comenzó a exhibir películas, no significó el lento
ocaso de las salas de cine sino el fin del cine y sus películas.
Hoy en día la cabeza que piensa y el cuerpo que hace
artilugios para una sala de cine ya no existe. Hoy se piensa y se hace metrajes
para ser vistos individualmente (lo grupal ya no es prioritario) en porciones
(un rato hoy, un rato mañana o cuando sea), en pantallas de vidrio y plástico. (Ojo,
no mezclemos las discusiones, aquí lo que considero no es las nuevas formas de
ver cine, sino la manera de concebir una película)
A los ejemplos me remito. Hoy se da como primicia, durante
una semana en salas de cine, material que será luego visto en streaming. Y como
he visto casi toda la filmografía de Martin Scorsese en cine, cuando se exhibió
Killers of the Flower Moon / Los asesinos de la luna en salas, allá fui
a ver, de una sentada, las 3 horas con 26 minutos que duraba este opus.
Y me pasó que no pude juzgarla como película, porque no lo
era. Si la veía como película tenía que decir que era reiterativa, machacona, que
subrayaba cada tanto lo que ya había sido dicho antes (y más de una vez), que
volvía una y otra vez a referir detalles ya destacados, y así.
En resumidas cuentas, se vendía como película, algo que no
lo era, porque no había sido pensada para ser vista de una sentada, sino para
ser dividida en dos o tres sesiones.
O sea, no era una película sino una expelícula, que estaba
más emparentada con El pájaro canta hasta morir que con Lawrence de
Arabia.
La quimera del oro
(Charles Chaplin, 1925) es una película pura. De cuando el cine se preparaba
para ser el séptimo arte.
Anuncian que la darán durante una semana, en solo una
función diaria, e invito a una amiga y a un amigo (no doy los nombres porque no
les pregunté si me autorizaban) para que me acompañen a verla. Las películas se
ven de a muchos.
Pensé que no seríamos muchos, como pasó este mismo año
cuando dieron en salas de cine, Rocco y sus hermanos. ¡Sorpresa! Éramos
unos cuantos. La sala, para 230 personas, estaba llena en su 80%. ¡Aguante,
Chaplin! ¡En tu cara, Marvel!
Hablando de Marvel, como la copia está restaurada con tecnología
de última generación, se ve y suena como una de Marvel.
Unos títulos iniciales nos cuentan la historia de la
restauración y que parte de la misma (o toda) fue pagada por la municipalidad
de Boloña. (¡Gracias, comuna boloñesa!)
Y comienza la magia. Somos un público variado, hay viejos
como yo, familias con chicos, parejas adolescentes románticas, solos y solas, o
sea un amplio abanico de edades y elecciones sexuales (esto lo supongo porque
soy muy discreto).
Y como de comicidad se trata, se verifica aquello de que
todos lloramos por lo mismo (cuando Disney mató a la mamá de Bambi, no dejó ojo
seco en el mundo), pero no todos nos reímos de lo mismo.
Hay gags que todos festejamos y otros que no nos dan para
la risa propia, aunque genera la ajena. Y pocas cosas desatan buenos aires que
oír reír a los que nos acompañan, y no hablo solo de los que vinieron con nosotros.
Por lo tanto, se da eso que es propio del cine, la
celebración mancomunada.
Los padres les preguntan a sus hijos si comprendieron la
resolución de tal o cual gag. Los chicos que decodifican imágenes desde la
cuna, los tranquilizan y hasta les dan cátedra sobre los detalles secundarios.
La quimera del oro, si
bien tiene un arco narrativo, no está estructurada en exposición, desarrollo y
desenlace, o sea cohesionada como City Lights / Luces de la ciudad o Modern
Times / Tiempos modernos.
Es más bien una sucesión de gags, escenas que pueden extrapolarse,
o sketches variados que van uniéndose por la repetición de personajes.
Eso hace que los chicos de TikTok puedan seguirla con entusiasmo
renovado, enganchándose y desenganchándose, como si de reels o shorts se
tratara.
La quimera del oro tiene
dos hits que regocijan siempre, el de la comida del borceguí y el de los dos
panes ensartados en sendos tenedores a los que Chaplin coreografía como si fueran
dos pies bailando.
El primero es Chaplin típico. Es cómico en un nivel y
desesperado en otro. Comen el borceguí porque tienen hambre y no hay nada más
que comer. Pero Carlitos come la dura suela de cuero (el grandote se apropió del
cuerpo del zapato) con cuchillo y tenedor, porque no hay que perder la dignidad
ni con el hambre.
Termina, y hasta yo que soy un purista, hago eso que no se
hace en el cine: aplaudir.
Todos salimos felices. Porque la genialidad no apabulla,
solo celebra la gloria que puede ser el hombre.
Gustavo Monteros
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