A riesgo de hartar por repetirme tanto, igual insisto: el
adicto al cine es un cazador de recuerdos (no soy dueño de muchas nociones
originales, así que, si me la van a usar, sepan reconocerme el copyright).
De ahí que una de mis ocupaciones favoritas es barajar
recuerdos. Paso horas felices confrontando datos, repasando carreras de
actores, directores, libretistas. Maravillándome al comprobar que tales o
cuales películas fueron estrenadas el mismo año. Constatar que tal actor saltó
de esta esplendidez a esta otra.
Un día, en una de esas, me cruzo con La vida y nada más
(La vie et rien d’autre, Bertrand Tavernier, 1989), película que vi mal.
¿Qué es para mí ver mal una película? Verla en un momento
en que no estaba listo para apreciarla, por obligación, por mandato cultural,
porque uno no deja pasar la obra de un director importante, así como así.
Con el tiempo aprendí que no hay que cumplir con todos los
mandatos. Algunos merecen un pito catalán. Es preferible dejar pasar una
película que verla mal o ser injusto con ella.
Hay momentos en uno está demasiado ganado por las
circunstancias personales y ante películas que demandan algo más que una
presencia zombi ante la pantalla, mejor elegir degustarlas cuando se esté
listo. ¿Acaso tomamos el mejor champán cuando tenemos gastritis? No.
Me digo, bien, hago una retrospectiva de la carrera de
Tavernier y la veo en contexto. Me conozco y me corrijo. Sé como terminan mis
deseos de armar retrospectivas con las carreras largas de directores, comienzo
con entusiasmo, llego a la tercera parte y salto a otra cosa con renovado
interés y me juro que completaré la retrospectiva en cuestión a la primera de
cambio.
Y las intenciones se acumulan y es como cuando uno se jura
terminar este libro, después de leer este otro, y la mesa de lecturas no tarda
en ser una Torre de Babel que rasca el cielo.
Me decido por concentrarme en las películas que Tavernier
hizo con Philipe Noiret. Son ocho, seis tienen a Noiret de protagonista y dos
de invitado especial. Una misión que puedo cumplir. Me doy un plazo abierto
(nada de los martes de agosto o los miércoles alternados de septiembre, o para
cuando me pasé de café y no puedo dormir), las veré bajo el principio del
placer, mandato que debería regir supremo sobre todos los demás.
La primera es El relojero de Saint-Paul (L’horloger
de Saint-Paul), 1974, y casualmente, o no tanto, es el debut en el
largometraje de Tavernier. Se basa en una novela de Georges Simenon que
transcurre, leo por ahí, en Nueva York, pero que Tavernier traslada a Lyon, y
reflejó la ciudad con tanto amor, que se dice contribuyó grandemente a que con
posterioridad la eligieran patrimonio cultural de la humanidad.
Michel Descombes (Philippe Noiret) es un relojero, padre
del veinteañero Bernard (Sylvain Rougerie). Se lo cree viudo. En realidad, la
mujer los dejó y no volvió más.
Michel contrató a una mujer, Madeleine (Andrée Tainsy) para
que lo ayudara con la casa y a criar a Bernard, mientras rumiaba una misoginia
leve para no llenarse de tristeza y desesperación.
Cuando lo creyó oportuno, despidió a Madelaine y comenzó
una convivencia estrecha con su hijo, con más secretos que confidencias.
La película arranca con Michel cenando con unos amigos. Es
noche de elecciones parlamentarias, parece que para los municipios gana la
izquierda. Escuchan los resultados en una radio que anda con intermitencias. La
acción es contemporánea a la hechura de la película, o sea, estamos en 1974.
Perder señal era frecuente por entonces.
Más tarde hay un chiste, con la interferencia de señal
mientras transcurre una misa, cuando de repente, interrumpen al cura unos
mensajes policiales de las radios de los patrulleros. Algo también muy común
por entonces.
Estabas en un acto escolar en el patio y te aparecían de
pronto mensajes de taxistas. O estabas en el cine y la banda sonora se
interrumpía para dar paso a un intercambio entre radioaficionados. Cerremos el
paréntesis que se hizo largo y volvamos a Michel.
Terminada la cena, Michel vuelve a su casa. A la mañana
siguiente, a primera hora, lo visita un policía y lo lleva a un paraje al
costado de la ruta que deja Lyon para que hable con el comisario Guilboud (Jean
Rochefort).
Bernard, el hijo de Michel, ha matado al dueño de la
fábrica en la que trabajaba su novia, Liliane (Christine Pascal). Hay más
interrogantes que certezas: ¿por qué?, ¿el motivo es personal o laboral?,
¿Liliane es cómplice o testigo?, ¿por qué quemaron el auto del patrón? Lo
concreto es que Bernard y Liliane se han dado a la fuga y el comisario Guilboud
espera contar con la colaboración de Michel, para que cuando los encuentren,
los convenza de entregarse y que no respondan a los tiros cual Bonnie and Clyde.
Los fugitivos son hábiles y tardarán en hallarlos. Mientras
tanto, Michel y Guilboud desarrollarán una relación que bordea la amistad (algo
muy Georges Simenon, tal como aprendimos en las muchas películas que se basan
en sus novelas, estar con la ley o en su contra es una circunstancia casual
casi, los personajes de uno u otro lado tienen más en común de lo que a priori
podría sospecharse).
Y en esta espera que lleva a la captura, conocemos más y
más a Michel. Cómo es y fue su vida, su relación con Bernard, con sus amigos, y
como inciden en él los cambios en estos peculiares tiempos presentes.
No es casual que la película se abra con los resultados de
las elecciones, la visión política o la falta de ella será relevante. No
olvidar que estamos en las postrimerías del mayo francés.
Pero todo, tanto la relación de Michel con Bernard, con sus
amigos, con el comisario, con Madelaine, tiene más puntos suspensivos que
declaraciones. Nada es oscuro, pero está implícito, se trabaja en entrelíneas,
y no es que haya que prestar mucha atención, los actores hacen un trabajo
prístino, luminoso. A lo que voy es que no entregan todo deglutido y subrayado,
solo hay que ver y deducir.
Y es curioso como todos los temas que discutimos hoy están
presentes aquí: la polarización política, el avance sobre los derechos
laborales, el atropello a la mujer, objetivada por el machismo patriarcal, el
empeño en creer que la política tiene poco o nada que ver con nosotros, miopía
que se paga cara.
Como es un caso policial, que implica a un patrón y a una
obrera, los medios se ocupan con delectación. En un momento se ve en el
televisor que se le da voz al ciudadano de a pie y se oyen expresiones que
oímos todos los días en nuestras actualizadas cadenas de noticias.
Y yo comprendí al menos que la lucha es perpetua, que lo
ganado, sean logros sociales como el matrimonio igualitario, el divorcio, el
aborto, o logros laborales, como la jornada acotada, el reconocimiento
jubilatorio, el acceso a obras sociales, etcétera, se defienden siempre. La
derecha, el establishment, el poder verdadero no da nada por sentado. No bien
pueda y tenga un resquicio arrebatará algo de lo cedido.
Tavernier no subraya y Noiret, Rochefort y todo el resto
del elenco, tampoco ocultan nada. Y este relojero no fue una excepción, un
exabrupto de talento que se agotó en el primer título.
No, para gloria del cine y placer de los espectadores, fue
el inicio de una carrera fulgurante que abarcaría diversos géneros y dejaría
algunas películas monumentales, ineludibles y como esta, entrañables, que es lo
que las hace eternas e inolvidables. Si algo conmueve o hace reír, deja una
sensación de belleza que no borra ni la desmemoria.
Gustavo Monteros
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