viernes, 19 de septiembre de 2025

Noiret - Tavernier 01 - El relojero de Saint-Paul


 

A riesgo de hartar por repetirme tanto, igual insisto: el adicto al cine es un cazador de recuerdos (no soy dueño de muchas nociones originales, así que, si me la van a usar, sepan reconocerme el copyright).

 

De ahí que una de mis ocupaciones favoritas es barajar recuerdos. Paso horas felices confrontando datos, repasando carreras de actores, directores, libretistas. Maravillándome al comprobar que tales o cuales películas fueron estrenadas el mismo año. Constatar que tal actor saltó de esta esplendidez a esta otra. 

 

Un día, en una de esas, me cruzo con La vida y nada más (La vie et rien d’autre, Bertrand Tavernier, 1989), película que vi mal.

 

¿Qué es para mí ver mal una película? Verla en un momento en que no estaba listo para apreciarla, por obligación, por mandato cultural, porque uno no deja pasar la obra de un director importante, así como así.

 

Con el tiempo aprendí que no hay que cumplir con todos los mandatos. Algunos merecen un pito catalán. Es preferible dejar pasar una película que verla mal o ser injusto con ella.

 

Hay momentos en uno está demasiado ganado por las circunstancias personales y ante películas que demandan algo más que una presencia zombi ante la pantalla, mejor elegir degustarlas cuando se esté listo. ¿Acaso tomamos el mejor champán cuando tenemos gastritis? No.

 

Me digo, bien, hago una retrospectiva de la carrera de Tavernier y la veo en contexto. Me conozco y me corrijo. Sé como terminan mis deseos de armar retrospectivas con las carreras largas de directores, comienzo con entusiasmo, llego a la tercera parte y salto a otra cosa con renovado interés y me juro que completaré la retrospectiva en cuestión a la primera de cambio.

 

Y las intenciones se acumulan y es como cuando uno se jura terminar este libro, después de leer este otro, y la mesa de lecturas no tarda en ser una Torre de Babel que rasca el cielo.

 

Me decido por concentrarme en las películas que Tavernier hizo con Philipe Noiret. Son ocho, seis tienen a Noiret de protagonista y dos de invitado especial. Una misión que puedo cumplir. Me doy un plazo abierto (nada de los martes de agosto o los miércoles alternados de septiembre, o para cuando me pasé de café y no puedo dormir), las veré bajo el principio del placer, mandato que debería regir supremo sobre todos los demás.

 

La primera es El relojero de Saint-Paul (L’horloger de Saint-Paul), 1974, y casualmente, o no tanto, es el debut en el largometraje de Tavernier. Se basa en una novela de Georges Simenon que transcurre, leo por ahí, en Nueva York, pero que Tavernier traslada a Lyon, y reflejó la ciudad con tanto amor, que se dice contribuyó grandemente a que con posterioridad la eligieran patrimonio cultural de la humanidad.

 

Michel Descombes (Philippe Noiret) es un relojero, padre del veinteañero Bernard (Sylvain Rougerie). Se lo cree viudo. En realidad, la mujer los dejó y no volvió más.

 

Michel contrató a una mujer, Madeleine (Andrée Tainsy) para que lo ayudara con la casa y a criar a Bernard, mientras rumiaba una misoginia leve para no llenarse de tristeza y desesperación.

 

Cuando lo creyó oportuno, despidió a Madelaine y comenzó una convivencia estrecha con su hijo, con más secretos que confidencias.

 

La película arranca con Michel cenando con unos amigos. Es noche de elecciones parlamentarias, parece que para los municipios gana la izquierda. Escuchan los resultados en una radio que anda con intermitencias. La acción es contemporánea a la hechura de la película, o sea, estamos en 1974. Perder señal era frecuente por entonces.

 

Más tarde hay un chiste, con la interferencia de señal mientras transcurre una misa, cuando de repente, interrumpen al cura unos mensajes policiales de las radios de los patrulleros. Algo también muy común por entonces.

 

Estabas en un acto escolar en el patio y te aparecían de pronto mensajes de taxistas. O estabas en el cine y la banda sonora se interrumpía para dar paso a un intercambio entre radioaficionados. Cerremos el paréntesis que se hizo largo y volvamos a Michel.

 

Terminada la cena, Michel vuelve a su casa. A la mañana siguiente, a primera hora, lo visita un policía y lo lleva a un paraje al costado de la ruta que deja Lyon para que hable con el comisario Guilboud (Jean Rochefort).

 

Bernard, el hijo de Michel, ha matado al dueño de la fábrica en la que trabajaba su novia, Liliane (Christine Pascal). Hay más interrogantes que certezas: ¿por qué?, ¿el motivo es personal o laboral?, ¿Liliane es cómplice o testigo?, ¿por qué quemaron el auto del patrón? Lo concreto es que Bernard y Liliane se han dado a la fuga y el comisario Guilboud espera contar con la colaboración de Michel, para que cuando los encuentren, los convenza de entregarse y que no respondan a los tiros cual Bonnie and Clyde.

 

Los fugitivos son hábiles y tardarán en hallarlos. Mientras tanto, Michel y Guilboud desarrollarán una relación que bordea la amistad (algo muy Georges Simenon, tal como aprendimos en las muchas películas que se basan en sus novelas, estar con la ley o en su contra es una circunstancia casual casi, los personajes de uno u otro lado tienen más en común de lo que a priori podría sospecharse).

 

Y en esta espera que lleva a la captura, conocemos más y más a Michel. Cómo es y fue su vida, su relación con Bernard, con sus amigos, y como inciden en él los cambios en estos peculiares tiempos presentes.

 

No es casual que la película se abra con los resultados de las elecciones, la visión política o la falta de ella será relevante. No olvidar que estamos en las postrimerías del mayo francés.

 

Pero todo, tanto la relación de Michel con Bernard, con sus amigos, con el comisario, con Madelaine, tiene más puntos suspensivos que declaraciones. Nada es oscuro, pero está implícito, se trabaja en entrelíneas, y no es que haya que prestar mucha atención, los actores hacen un trabajo prístino, luminoso. A lo que voy es que no entregan todo deglutido y subrayado, solo hay que ver y deducir.

 

Y es curioso como todos los temas que discutimos hoy están presentes aquí: la polarización política, el avance sobre los derechos laborales, el atropello a la mujer, objetivada por el machismo patriarcal, el empeño en creer que la política tiene poco o nada que ver con nosotros, miopía que se paga cara.

 

Como es un caso policial, que implica a un patrón y a una obrera, los medios se ocupan con delectación. En un momento se ve en el televisor que se le da voz al ciudadano de a pie y se oyen expresiones que oímos todos los días en nuestras actualizadas cadenas de noticias.

 

Y yo comprendí al menos que la lucha es perpetua, que lo ganado, sean logros sociales como el matrimonio igualitario, el divorcio, el aborto, o logros laborales, como la jornada acotada, el reconocimiento jubilatorio, el acceso a obras sociales, etcétera, se defienden siempre. La derecha, el establishment, el poder verdadero no da nada por sentado. No bien pueda y tenga un resquicio arrebatará algo de lo cedido.

 

Tavernier no subraya y Noiret, Rochefort y todo el resto del elenco, tampoco ocultan nada. Y este relojero no fue una excepción, un exabrupto de talento que se agotó en el primer título.

 

No, para gloria del cine y placer de los espectadores, fue el inicio de una carrera fulgurante que abarcaría diversos géneros y dejaría algunas películas monumentales, ineludibles y como esta, entrañables, que es lo que las hace eternas e inolvidables. Si algo conmueve o hace reír, deja una sensación de belleza que no borra ni la desmemoria.

Gustavo Monteros


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