viernes, 26 de septiembre de 2025

Noiret - Tavernier 02 - Que la fiesta comience



Y el segundo largometraje de Bertrand Tavernier fue también su segunda colaboración con Philippe Noiret y su primera incursión en los filmes históricos.

 

Se centra en algunos meses en la vida de Felipe II de Orleans (Philippe Noiret), regente que gobernó Francia mientras Luis XV era niño entre 1715 y 1723.

 

Figura controversial que restringió el poder de la Iglesia, reestableció la paz, mejoró las finanzas y la economía con las políticas de Law (introductor del papel moneda en Europa) a la vez que lideró una vida escandalosa de fiestas licenciosas, orgías palaciegas y banquetes pantagruélicos.

 

Y como toda figura controversial, quizá no fue el monstruo que una facción pretende, aunque tampoco el progresista que la otra facción estimula. Degustaba la buena mesa y la buena bebida, el sexo y el arte.

 

Tavernier, en el período de tiempo elegido, lo muestra tironeado entre las intrigas del abate Dubois (Jean Rochefort) para ascender en la escala eclesiástica y la conspiración bretona antiimpuestos liderada por Pontcallec (Jean-Pierre Marielle).

 

La película se abre con la muerte de la hija de Felipe, María Luisa Isabel de Orleans. Las malas lenguas decían que Felipe era su amante y el padre de los hijos bastardos que nacieron, y que había muerto tras un aborto.

 

En escenas posteriores, Tavernier establece que no fueron amantes, aunque los dos participaban de las mismas orgías.

 

Puede que, en 1975 fecha del estreno, las escenificaciones de las orgías levantaran algunas cejas. Hoy son tan inocuas como una fiesta de casamiento en un salón parroquial.

 

La película se cierra con dos ejecuciones, que no se muestran y un enojo popular, que sí se ve. Y subraya que la Revolución Francesa no surgió de un repollo, que la desatención de las necesidades del pueblo fue sistemática y constante. Y que la inequidad resultante solo podía terminar en violencia social instauradora de los derechos postergados.

 

Para la industria francesa es relativamente sencillo hacer películas sobre el siglo XVIII, muchas casas y palacios de la época siguen en pie. Por las óperas y las obras de teatro transcurridas en el período, tienen sastrerías especializadas con centenares de vestuarios. O sea que cuentan con los elementos para llenar el cuadro y el ojo con suntuosidad.

 

Philippe Noiret, Jean Rochefort y Jean-Pierre Marielle juegan con maestría admirable sus personajes y no caen en la vulgar dicotomía de volverlos ángeles o demonios, sino seres humanos, con sus vicios y virtudes, con sus claroscuros. Movidos por la ambición, aunque capaces de generosidades inesperadas o insospechadas.

 

Que la fête commence… / Que la fiesta comience (Bertrand Tavernier, 1975) es una película sólida y lograda. Hay quien dice que Tavernier hará películas mejores en este género. Puede ser, pero esta tiene méritos suficientes para engalanar por sí sola la carrera de cualquiera.

 

Cuando se revee la trayectoria de un director talentoso se cometen estas injusticias, se considera como algo menor, lo que en otras manos se considerarían obras mayores, solo porque se la contrapone con alguna excelsitud posterior.

 

A cada cual su mérito y al dios cine, el de todos.

Gustavo Monteros

viernes, 19 de septiembre de 2025

Noiret - Tavernier 01 - El relojero de Saint-Paul


 

A riesgo de hartar por repetirme tanto, igual insisto: el adicto al cine es un cazador de recuerdos (no soy dueño de muchas nociones originales, así que, si me la van a usar, sepan reconocerme el copyright).

 

De ahí que una de mis ocupaciones favoritas es barajar recuerdos. Paso horas felices confrontando datos, repasando carreras de actores, directores, libretistas. Maravillándome al comprobar que tales o cuales películas fueron estrenadas el mismo año. Constatar que tal actor saltó de esta esplendidez a esta otra. 

 

Un día, en una de esas, me cruzo con La vida y nada más (La vie et rien d’autre, Bertrand Tavernier, 1989), película que vi mal.

 

¿Qué es para mí ver mal una película? Verla en un momento en que no estaba listo para apreciarla, por obligación, por mandato cultural, porque uno no deja pasar la obra de un director importante, así como así.

 

Con el tiempo aprendí que no hay que cumplir con todos los mandatos. Algunos merecen un pito catalán. Es preferible dejar pasar una película que verla mal o ser injusto con ella.

 

Hay momentos en uno está demasiado ganado por las circunstancias personales y ante películas que demandan algo más que una presencia zombi ante la pantalla, mejor elegir degustarlas cuando se esté listo. ¿Acaso tomamos el mejor champán cuando tenemos gastritis? No.

 

Me digo, bien, hago una retrospectiva de la carrera de Tavernier y la veo en contexto. Me conozco y me corrijo. Sé como terminan mis deseos de armar retrospectivas con las carreras largas de directores, comienzo con entusiasmo, llego a la tercera parte y salto a otra cosa con renovado interés y me juro que completaré la retrospectiva en cuestión a la primera de cambio.

 

Y las intenciones se acumulan y es como cuando uno se jura terminar este libro, después de leer este otro, y la mesa de lecturas no tarda en ser una Torre de Babel que rasca el cielo.

 

Me decido por concentrarme en las películas que Tavernier hizo con Philipe Noiret. Son ocho, seis tienen a Noiret de protagonista y dos de invitado especial. Una misión que puedo cumplir. Me doy un plazo abierto (nada de los martes de agosto o los miércoles alternados de septiembre, o para cuando me pasé de café y no puedo dormir), las veré bajo el principio del placer, mandato que debería regir supremo sobre todos los demás.

 

La primera es El relojero de Saint-Paul (L’horloger de Saint-Paul), 1974, y casualmente, o no tanto, es el debut en el largometraje de Tavernier. Se basa en una novela de Georges Simenon que transcurre, leo por ahí, en Nueva York, pero que Tavernier traslada a Lyon, y reflejó la ciudad con tanto amor, que se dice contribuyó grandemente a que con posterioridad la eligieran patrimonio cultural de la humanidad.

 

Michel Descombes (Philippe Noiret) es un relojero, padre del veinteañero Bernard (Sylvain Rougerie). Se lo cree viudo. En realidad, la mujer los dejó y no volvió más.

 

Michel contrató a una mujer, Madeleine (Andrée Tainsy) para que lo ayudara con la casa y a criar a Bernard, mientras rumiaba una misoginia leve para no llenarse de tristeza y desesperación.

 

Cuando lo creyó oportuno, despidió a Madelaine y comenzó una convivencia estrecha con su hijo, con más secretos que confidencias.

 

La película arranca con Michel cenando con unos amigos. Es noche de elecciones parlamentarias, parece que para los municipios gana la izquierda. Escuchan los resultados en una radio que anda con intermitencias. La acción es contemporánea a la hechura de la película, o sea, estamos en 1974. Perder señal era frecuente por entonces.

 

Más tarde hay un chiste, con la interferencia de señal mientras transcurre una misa, cuando de repente, interrumpen al cura unos mensajes policiales de las radios de los patrulleros. Algo también muy común por entonces.

 

Estabas en un acto escolar en el patio y te aparecían de pronto mensajes de taxistas. O estabas en el cine y la banda sonora se interrumpía para dar paso a un intercambio entre radioaficionados. Cerremos el paréntesis que se hizo largo y volvamos a Michel.

 

Terminada la cena, Michel vuelve a su casa. A la mañana siguiente, a primera hora, lo visita un policía y lo lleva a un paraje al costado de la ruta que deja Lyon para que hable con el comisario Guilboud (Jean Rochefort).

 

Bernard, el hijo de Michel, ha matado al dueño de la fábrica en la que trabajaba su novia, Liliane (Christine Pascal). Hay más interrogantes que certezas: ¿por qué?, ¿el motivo es personal o laboral?, ¿Liliane es cómplice o testigo?, ¿por qué quemaron el auto del patrón? Lo concreto es que Bernard y Liliane se han dado a la fuga y el comisario Guilboud espera contar con la colaboración de Michel, para que cuando los encuentren, los convenza de entregarse y que no respondan a los tiros cual Bonnie and Clyde.

 

Los fugitivos son hábiles y tardarán en hallarlos. Mientras tanto, Michel y Guilboud desarrollarán una relación que bordea la amistad (algo muy Georges Simenon, tal como aprendimos en las muchas películas que se basan en sus novelas, estar con la ley o en su contra es una circunstancia casual casi, los personajes de uno u otro lado tienen más en común de lo que a priori podría sospecharse).

 

Y en esta espera que lleva a la captura, conocemos más y más a Michel. Cómo es y fue su vida, su relación con Bernard, con sus amigos, y como inciden en él los cambios en estos peculiares tiempos presentes.

 

No es casual que la película se abra con los resultados de las elecciones, la visión política o la falta de ella será relevante. No olvidar que estamos en las postrimerías del mayo francés.

 

Pero todo, tanto la relación de Michel con Bernard, con sus amigos, con el comisario, con Madelaine, tiene más puntos suspensivos que declaraciones. Nada es oscuro, pero está implícito, se trabaja en entrelíneas, y no es que haya que prestar mucha atención, los actores hacen un trabajo prístino, luminoso. A lo que voy es que no entregan todo deglutido y subrayado, solo hay que ver y deducir.

 

Y es curioso como todos los temas que discutimos hoy están presentes aquí: la polarización política, el avance sobre los derechos laborales, el atropello a la mujer, objetivada por el machismo patriarcal, el empeño en creer que la política tiene poco o nada que ver con nosotros, miopía que se paga cara.

 

Como es un caso policial, que implica a un patrón y a una obrera, los medios se ocupan con delectación. En un momento se ve en el televisor que se le da voz al ciudadano de a pie y se oyen expresiones que oímos todos los días en nuestras actualizadas cadenas de noticias.

 

Y yo comprendí al menos que la lucha es perpetua, que lo ganado, sean logros sociales como el matrimonio igualitario, el divorcio, el aborto, o logros laborales, como la jornada acotada, el reconocimiento jubilatorio, el acceso a obras sociales, etcétera, se defienden siempre. La derecha, el establishment, el poder verdadero no da nada por sentado. No bien pueda y tenga un resquicio arrebatará algo de lo cedido.

 

Tavernier no subraya y Noiret, Rochefort y todo el resto del elenco, tampoco ocultan nada. Y este relojero no fue una excepción, un exabrupto de talento que se agotó en el primer título.

 

No, para gloria del cine y placer de los espectadores, fue el inicio de una carrera fulgurante que abarcaría diversos géneros y dejaría algunas películas monumentales, ineludibles y como esta, entrañables, que es lo que las hace eternas e inolvidables. Si algo conmueve o hace reír, deja una sensación de belleza que no borra ni la desmemoria.

Gustavo Monteros


viernes, 12 de septiembre de 2025

La quimera del oro


 

Últimamente ando con las teorías alborotadas. Como todo viejo antes de mí, comprendo que el mundo que dejaremos es muy diferente del que conocimos cuando entramos. Y como atestigüé cada cambio, me resisto a caer en la trampa de la nostalgia. Nada es mejor o peor, solo diferente. Aunque estas consideraciones no quitan que me ponga estricto y categórico. Como con las películas, por ejemplo.

 

Las películas que se hacen hoy poco o nada tienen que ver con las que se llamaron películas cuando el cine se consolidaba. Hoy más que películas se hacen registros audiovisuales que ya deberían conocerse bajo otro nombre. A falta de uno mejor, y en homenaje a Prince, propongo “lo que antes se conocía como películas” o “expelículas”, a secas.

 

A riesgo de parecer rígido, para mí las películas son esos artificios pensados y concebidos para ser mostrados en salas a oscuras, contra un lienzo blanco, a muchos o pocos espectadores, que las aprecian de manera simultánea y mancomunada al momento de su exhibición.

 

De ahí que digo, al contrario de otros pensadores (la originalidad, si existió, ya está extinta) que al cine no lo mató la videocasete, el cable o el streaming, sino la televisión. Cuando la televisión trajo el entretenimiento audiovisual a las casas y para completar una programación demandante comenzó a exhibir películas, no significó el lento ocaso de las salas de cine sino el fin del cine y sus películas.

 

Hoy en día la cabeza que piensa y el cuerpo que hace artilugios para una sala de cine ya no existe. Hoy se piensa y se hace metrajes para ser vistos individualmente (lo grupal ya no es prioritario) en porciones (un rato hoy, un rato mañana o cuando sea), en pantallas de vidrio y plástico. (Ojo, no mezclemos las discusiones, aquí lo que considero no es las nuevas formas de ver cine, sino la manera de concebir una película)

 

A los ejemplos me remito. Hoy se da como primicia, durante una semana en salas de cine, material que será luego visto en streaming. Y como he visto casi toda la filmografía de Martin Scorsese en cine, cuando se exhibió Killers of the Flower Moon / Los asesinos de la luna en salas, allá fui a ver, de una sentada, las 3 horas con 26 minutos que duraba este opus.

 

Y me pasó que no pude juzgarla como película, porque no lo era. Si la veía como película tenía que decir que era reiterativa, machacona, que subrayaba cada tanto lo que ya había sido dicho antes (y más de una vez), que volvía una y otra vez a referir detalles ya destacados, y así.

 

En resumidas cuentas, se vendía como película, algo que no lo era, porque no había sido pensada para ser vista de una sentada, sino para ser dividida en dos o tres sesiones.

 

O sea, no era una película sino una expelícula, que estaba más emparentada con El pájaro canta hasta morir que con Lawrence de Arabia.

 

La quimera del oro (Charles Chaplin, 1925) es una película pura. De cuando el cine se preparaba para ser el séptimo arte.

 

Anuncian que la darán durante una semana, en solo una función diaria, e invito a una amiga y a un amigo (no doy los nombres porque no les pregunté si me autorizaban) para que me acompañen a verla. Las películas se ven de a muchos.

 

Pensé que no seríamos muchos, como pasó este mismo año cuando dieron en salas de cine, Rocco y sus hermanos. ¡Sorpresa! Éramos unos cuantos. La sala, para 230 personas, estaba llena en su 80%. ¡Aguante, Chaplin! ¡En tu cara, Marvel!

 

Hablando de Marvel, como la copia está restaurada con tecnología de última generación, se ve y suena como una de Marvel.

 

Unos títulos iniciales nos cuentan la historia de la restauración y que parte de la misma (o toda) fue pagada por la municipalidad de Boloña. (¡Gracias, comuna boloñesa!)

 

Y comienza la magia. Somos un público variado, hay viejos como yo, familias con chicos, parejas adolescentes románticas, solos y solas, o sea un amplio abanico de edades y elecciones sexuales (esto lo supongo porque soy muy discreto).

 

Y como de comicidad se trata, se verifica aquello de que todos lloramos por lo mismo (cuando Disney mató a la mamá de Bambi, no dejó ojo seco en el mundo), pero no todos nos reímos de lo mismo.

 

Hay gags que todos festejamos y otros que no nos dan para la risa propia, aunque genera la ajena. Y pocas cosas desatan buenos aires que oír reír a los que nos acompañan, y no hablo solo de los que vinieron con nosotros.

 

Por lo tanto, se da eso que es propio del cine, la celebración mancomunada.

 

Los padres les preguntan a sus hijos si comprendieron la resolución de tal o cual gag. Los chicos que decodifican imágenes desde la cuna, los tranquilizan y hasta les dan cátedra sobre los detalles secundarios.

 

La quimera del oro, si bien tiene un arco narrativo, no está estructurada en exposición, desarrollo y desenlace, o sea cohesionada como City Lights / Luces de la ciudad o Modern Times / Tiempos modernos.

 

Es más bien una sucesión de gags, escenas que pueden extrapolarse, o sketches variados que van uniéndose por la repetición de personajes.

 

Eso hace que los chicos de TikTok puedan seguirla con entusiasmo renovado, enganchándose y desenganchándose, como si de reels o shorts se tratara.

 

La quimera del oro tiene dos hits que regocijan siempre, el de la comida del borceguí y el de los dos panes ensartados en sendos tenedores a los que Chaplin coreografía como si fueran dos pies bailando.

 

El primero es Chaplin típico. Es cómico en un nivel y desesperado en otro. Comen el borceguí porque tienen hambre y no hay nada más que comer. Pero Carlitos come la dura suela de cuero (el grandote se apropió del cuerpo del zapato) con cuchillo y tenedor, porque no hay que perder la dignidad ni con el hambre.

 

Termina, y hasta yo que soy un purista, hago eso que no se hace en el cine: aplaudir.

 

Todos salimos felices. Porque la genialidad no apabulla, solo celebra la gloria que puede ser el hombre.

Gustavo Monteros

 

 

 

viernes, 5 de septiembre de 2025

Lecciones de un pingüino - El amigo



 

Tom (Steve Coogan) e Iris (Naomi Watts) andaban a los tumbos por la vida hasta que les cayeron como peludo de regalo a él, un pingüino (The Penguin Lessons / Lecciones de un pingüino, Peter Cattaneo, 2024) y a ella, un gran danés (The Friend / El amigo, Scott McGehhe, David Siegel, 2024)

 

(Aclaración para lectores no argentinos, “como peludo de regalo” es una expresión del lunfardo argentino que se usa para describir a alguien o algo que llega inesperada o inoportunamente, el peludo en cuestión puede referirse al armadillo, cuyo caparazón se usa para armar el instrumento musical llamado charango, o a un borracho, sinónimo muy en desuso)

 

En Lecciones de un pingüino, Tom llega a la Argentina, huyendo de una desgracia personal, pero estamos en marzo de 1976, y caerá de lleno en una de las peores desgracias sociales conocidas por la humanidad, la dictadura militar argentina, ejemplo perfecto de terrorismo de estado, con desaparición de personas, tortura y asesinatos, secuestros de bebés, apropiación ilegal de bienes y el inicio de una especulación financiera desastrosa que todavía subsiste.

 

Tom es un profesor de lengua y literatura inglesa que viene a trabajar a un exclusivo colegio bilingüe de Quilmes. A poco de llegar se desata el golpe de estado y como las clases se suspenden temporariamente, se va a pasar a unos días a Uruguay.

 

En una discoteca conoce a una mujer joven con la que espera tener sexo. Cuando salen de la disco, amanece y mientras caminan por la playa se topan con pingüinos muertos cubiertos de petróleo. Uno de ellos agoniza en realidad. Se lo llevan al hotel en el que él se aloja para limpiarlo.

 

Después, más tarde, Tom hará todo lo posible para sacárselo de encima. Obviamente por el título de la película (por lo tanto no es un espóiler) no podrá.

 

Tom, recién llegado, es indolente, indiferente, todo le resbala, le da lo mismo, es superficial, vacuo, egoísta, o sea un ser despreciable. Personaje para el que Steve Coogan se pinta solo.

 

De a poco el pingüino hará que se relacione con sus alumnos, su colega docente, Tapio (Björn Gustafsson), con el director del colegio (Jonathan Pryce), con el personal de limpieza, María (Vivian El Jaber), Sofía (Alfonsina Carrocio) de un modo diferente al inicial. Sabremos que su indolencia es una coraza para protegerse de las consecuencias de la desgracia que arrastra.

 

La película filmada en Gran Canaria es muy respetuosa con lo que de verdad importa, las dolorosas contingencias provocadas por la dictadura.

 

En los detalles escenográficos, Quilmes les quedó como una mezcla rara entre San Telmo (un barrio de la ciudad de Buenos Aires) y Concepción (ciudad uruguaya). No seamos quisquillosos, los ambientes no serán exactos, pero tienen sabor argentino.

 

En El amigo, Iris es una de las integrantes del harén de Walter (Bill Murray), escritor talentoso y celebrado. Dentro de este harén (metafórico), Iris es la amiga, Elaine (Carla Gugino) fue la primera esposa, Tuesday (Constance Wu) fue la segunda, y Barbara (Noma Dumezweni) es la esposa actual, y Val (Sarah Pidgeon) es una hija (¿adoptiva?, ¿fruto de una relación pasajera?, queda como un cotilleo, pero que es hija es hija.

 

A pesar de tanto soporte femenino, Walter, ya sea por una enfermedad terminal o por una depresión irreversible, ha decidido suicidarse, hecho que todas respetan.

 

Aunque un inconveniente persiste. Entre el legado material, intelectual y espiritual a repartir, figura con preminencia, Apolo (Bing), la mascota. Iris es la afortunada depositaria que debe cuidarlo.

 

Pero Iris vive en un departamento minúsculo, de renta controlada (o sea que no es cuestión de mudarse y perderlo) de un edificio que no acepta mascotas. Y Apolo no es un caniche toy, que se mete en una bolsa y se lleva a todas partes, es un gran danés, que como hasta su propio nombre lo indica, es de gran porte.

 

Encima Apolo también es un deudo y desconoce los protocolos humanos de lidiar con el duelo, el pobre extraña y no sabe qué hacer con eso.

 

Y mientras Iris considera cómo solucionar el problema (¿entregarlo a un refugio?, ¿darlo en adopción?, ¿encajárselo a alguien cercano?, ¿quedárselo?), se va relacionando con Apolo y como no ha tenido mascotas, no sabe que convivir con un animal de compañía no es algo que se tome a la ligera.

 

Las dos películas se centran en la relación hombre-animal y lo que provoca: solidaridad, entendimiento, trascenderse. Salirse de uno y hacerse cargo.

 

Y parece magia, pero no, a cambio de dar cariño, comida, un techo a un no humano, uno se vuelve más humano.

 

Yo soy un hombre perro más o menos reciente y lamento los años que perdí sin tener una mascota al lado.

 

En una nota reciente en The Guardian listaban las mejores películas vistas en el 2025 hasta la fecha y figuraban estas dos. Adhiero.

Gustavo Monteros