Nicolas
(Marcello Mastroianni) es un profesional implacable de lo suyo. Y ¿qué es lo
suyo? La morisqueta, la payasada, actuar que le dicen. Es un actor a secas. Sin
especialización a la vista. Hace lo que puede, lo que le piden, lo que halla.
Corre de un
lado para otro. De día puede ser un secundario en una película de época, a la
noche un partiquino en una obra de teatro y en trasnoche parte de un acto para
cabarets. Trabaja también de extra especializado, no de los que hacen bulto,
sino de los que actúan peleando y muriéndose en una de guerra, con granada,
fusil o lo que venga. Y también hace doblajes. Siempre listo para lo que guste
mandar.
En teatro es
un soldado de la patria (se llama así a los actores que obedecen ciegamente al
director, sin cuestionarlo ni pedir precisiones demandantes).
Y en eso de
ser partiquino y en el acto de cabaret, tiene un socio, Clément (Jean
Rochefort), que todo es más fácil en sociedad. Clément acaba de pegarla con una
publicidad para televisión bastante estúpida, pero al menos difundirá su cara.
El acto de cabaret que hacen es gracioso y muy creativo, aunque un tanto
mecánico, depende más de cambios de traje que de otra cosa, pero es ideal para
cabarets internacionales porque su efectividad no depende de las palabras. A
veces presentan este acto en grandes fiestas de casamientos o de embajadas.
Toda la vida
de Nicolas gira alrededor del actuar y alrededores. Su exesposa, madre de su
hijo, es una costurera que trabaja para una casa que hace trajes para los
coristas de la ópera o los comparsas de los filmes de época. Su actual pareja
es una directora de diálogos para dibujos animados extranjeros a los que
actores locales les prestan su idioma y expresividad.
A veces a
Nicolas lo reconocen en la calle, porque ha estado en escenas claves de
películas populares.
Por la mitad
del metraje de la película, Clément, harto de trabajitos que no conducen a
nada, se aparta de la actuación, deja solo a Nicolas y toma un trabajo de
publicidad teatralizada en los supermercados para una empresa que, entre otras
cosas, hace fideos. Estas teatralizaciones consisten en poner en stands,
personajes disfrazados de Reyes Magos, Papas Noel, ángeles o Marys Poppins a
que interaccionen con los clientes. Y suprema ironía, ahora que es solo un
vendedor, a Clément le surge una oportunidad única. Claude Chabrol, el gran
director, lo descubre en un supermercado y le ofrece ser el protagonista de un
documental. Clément teme, con razón, que si le confiesa que fue actor, Chabrol
se eche atrás.
Nicolas ha
reemplazado a Clément en el acto que compartían por un colega más bajo y más
gordo, al que la ropa no le entra. La ropa y la delgadez de Clément eran claves
para la eficacia del número, de ahí que la fisonomía del nuevo integrante
augura el probable fin del acto.
Nicolas no
se queja nunca, porque es un actor de alma, de oficio, de vocación, de destino.
Y eso que algunas cosas que le toca hacer bordean la humillación, como cuando
en una película, es un gag secundario. La acción principal pasa por una pareja
que está en un bote en un río angosto. Detrás se ve un muelle con un pescador,
nuestro Nicolas. De repente el muelle se
viene abajo y el pescador se hunde. Por desinteligencias de producción, la toma
se hace una y otra vez. Y si bien todos son muy amables rescatando a Nicolas
del agua, secándolo y acicalándolo para que vuelvan a hundirlo con el muelle,
nadie está muy cómodo con repetir el gag una y otra vez.
En la
Argentina para su distribución la titularon Intimidades de un seductor.
Les debe haber parecido que tenía más gancho, sin embargo, nada más alejado de
la esencia de la película. Nicolas tiene sus aventuras con actrices que se
inician en la profesión, a las que seduce con cuentos sacados de historias de
películas o tramas de obras de teatro. Pero hay poco o nada de intimidades y
Nicolas, por más que lo haga Mastroianni, no es ningún seductor.
Este film
fue escrito y dirigido por Yves Robert, uno de los reyes de la comedia amable y
un poco melancólica. Y es un claro homenaje a los actores que están siempre
ahí, a la espera larga de que se les dé la oportunidad de saltar al primer
plano. El hombre dirigió, entre otras, las recordadas La guerra de los
botones (1962), Buenas noches, Alejandro (1968), Alto, rubio y
con un zapato negro (1972) (que en 1985 tendría una remake norteamericana
protagonizada por Tom Hanks), y Un elefante con una trompa enorme (1976)
(que en 1984, Gene Wilder protagonizaría y dirigiría para el cine yanqui como Una
chica al rojo vivo, aunque hoy quizá se la recuerde más por la pegadiza
banda sonora hecha y cantada por Stevie Wonder.
El título de
esta película de 1973 es a la vez burlón y afectuoso. Salut l’artiste es
Hola, artista y se lo dice un tramoyista a la pasada a Nicolas. E
insisto, es tanto una burla como un reconocimiento. Porque Nicolas no será
Alain Delon o Jean-Paul Belmondo, pero es un artista con mayúsculas. Talentoso
como el que más, no en vano lo interpreta Marcello Mastroianni. Pero en arte,
el talento no alcanza, tanto o más que en otras profesiones, la suerte es
decisiva. Y a Nicolas le es esquiva. Pero Nicolas no se arredra. Ama lo que
hace como quien cumple un único destino posible.
Gustavo
Monteros
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