Por fin una película a la que no le tenía que poner fuerza
para que me gustara.
Esto de ponerle fuerza o ganas viene a cuento, gracias a
una amiga, desde fines de los noventa. Ella acababa de ver una película con
Anthony La Paglia, en la que era un cura, en amores con una chica de la
resistencia, en la Italia de la Segunda Guerra y cuando le pregunté si le había
gustado, me dijo: Y si le ponés ganas, te gusta, ¿viste que ahora con muchas
películas, hay que ponerle fuerza, hacer como que te gustan, para no dejarlas y
ver otra cosa. Yo me reí, pero la observación tenía verdad y se me pegó. Son
pocas las películas que nos gustan naturalmente, a la mayoría le ponemos ganas,
garra, fuerza.
Bueno, a esta no le tenemos que agregar ningún aditamento
extra, nos gusta, nos atrapa, nos interesa, por lo que cuenta y por como lo
cuenta.
Y si el argumento nos recuerda a una de principio de los
ochenta, muy glamorosa y estelarizada, con Stallone, Michael Caine, Max Von
Sydow, Osvaldo Ardiles y ¡Pelé!, que se llamó Victory, en el original, o
Escape a la victoria en el título que le pusieron para estos pagos, es
porque es una remake de esta de la que hablo ahora. Que se llama, Két félidö
a pokolban, que en húngaro vendría a ser: Dos medios tiempos en el
infierno, que en 1961 dirigió Zoltán Fábri y que participó en el Festival
de Cine de Mar del Plata de 1962, y que por aquí se estrenó como Un match en
el infierno.
Y es sobre un partido de fútbol entre un equipo de
prisioneros húngaros y un seleccionado de guardias alemanes durante la Segunda
Guerra, claro.
Hay un campo de prisioneros de Hungría bajo el mando ruso.
Si decimos que los pobres presos están mal es casi un eufemismo. Apenas los
alimentan con un menjunje, con buena voluntad digerible, que les refuerza el
hambre, más que quitárselo. Visten harapos, las frazadas son unos remedos de
abrigo, y se roban unos a otros unas botas rotosas para ver si pueden soportar
mejor el frío y sobrevivir unos días más.
Entre ellos, está Ónodi (Imre Sinkovits) que fue jugador
profesional de fútbol, al que muchos le tienen envidia por su pasado de gloria.
Se viene el cumpleaños de Hitler, y como ningún elenco
teatral de los que alegran el frente puede venir a este asentamiento perdido en
las montañas, y como ni siquiera se pueden conseguir putas para armar un
prostíbulo provisorio, es que a uno de los comandantes alemanes se le ocurrió
la idea de armar un partidito de presos y guardias.
El crack Ónodi primero dice que no, pero después, cuando lo
convencen sus compañeros más cercados de que puede sacar algunas ventajas, como
más comida para todos o que los que integren el equipo dejen de trabajar
algunos días para entrenar, acepta (dicho sea de paso, el supuesto “trabajo” es
esclavizante, en sentido literal),
El equipo se completa con un rebelde ideologizado que los
insta a escapar durante un entrenamiento. Eso hacen, pero son capturados. Y
cuando creen que los van a ejecutar, les dicen que antes deben jugar el
partido.
Menuda motivación saber que la muerte los espera al final
del encuentro. Pero la esperanza es lo último que se pierde y si dan un buen
espectáculo (¡ni sueñan con ganar!) esperan que se apiaden y los perdonen.
Entonces llega el partido y los espectadores nos comemos
las uñas, nos llevamos unas cuantas sorpresas y no podemos menos que
conmovernos con estos pobres desgraciados, que hacen tripas corazón y rescatan
desde el fondo del tarro, una dignidad que ya creían perdida.
Los actores son maravillosos y dan y lucen el personaje.
Mientras que Stallone, Caine, Ardiles y compañía estaban más a dieta que con
hambre, en aquella película que dirigió John Huston en 1981, a estos unos los
ve y dan ganas de llevarles un plato de comida.
Tendría que ser de visión obligatoria para nuestros neo
fascistas contemporáneos que eligen no conmoverse ni con los chicos que se
duermen llorando de hambre. Si la ven es imposible que no recuperen algo de la
humanidad que alguna vez tuvieron. O al menos en mi desesperación es lo que
elijo creer.
Gustavo Monteros
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