¿Acaso fue porque el afiche me remitía a algo que había
visto y me había gustado? ¿Acaso fue porque el film era del año 1999 que fue un
buen año en lo personal? ¿Acaso fue porque estaba harto de barajar que podía
ver y optar por esta película era una elección tan buena o tan mala como
cualquier otra?
Uno de los problemas que enfrenta el cinéfilo de hoy es que
las posibilidades se han extendido inabarcablemente. Y cuando hay tanto para
ver o rever, uno se neurotiza, pierde el tiempo sopesando opciones y uno se va
a dormir sin ver nada o termina viendo algo que nos entusiasma tanto como
contar cuántos clavos hacen 200 gramos.
En algún momento de mi vida, me crucé con personas que
decían que terminaban de leer todo libro que comenzaban, aunque los aburrieran
tremendamente. Me pareció una conducta a imitar y durante unos cuantos años,
terminé todos los libros que empecé. Una reverenda estupidez. Si un libro no te
gusta o te aburre, cerralo con una palmadita en la tapa y le agregás un
Perdona, hermoso, pero no sos para mí y en vez de terminar un mamotreto que
jamás te deparará placer, intentá con otro, que bien puede compensarte con
creces el aburrimiento absoluto que te generaba el anterior.
Ahora a la vejez y contra toda previsión lógica y
esperable, se me ha dado por terminar toda película que empiezo. Si de buenas
intenciones está lleno el camino al infierno, de estupideces varias está lleno
el camino a ninguna parte. Acallo mi sensatez diciéndole, la culpa es que no se
van, siempre están ahí, en tal archivo bajado, en el streaming, en el cable y
en los miles de formatos y estados en que sobreviven las películas.
Eso sí, las veo en capítulos. Llego hasta algún momento de
la trama en el que puedo poner punto y dejo esa película y me voy a intentar
con otra. Cuando se me juntan unas 10 o 12, cueste lo que cueste, retomo donde
las dejé y termino de ver a todas, con disciplina prusiana que bien podría
ejercitar en tareas más útiles.
Sorpresa. La ducha (Yang Zhang, 1999) me atrapó de
tal modo que la vi de un tirón.
Da Ming (Cunxin Pu), un próspero empresario de Shenzhen,
regresa a su casa natal de Beijing, creyendo que su padre viudo ha muerto. Es
que su hermano menor, Er Ming (gran trabajo del espléndido actor y cineasta, Wu
Jiang), un discapacitado mental le ha enviado un dibujo en el que se ve al
padre acostado en una cama y tapando parte de su figura se ve a Er Ming,
sentado en la misma cama, mirando al frente. El padre (Xu Zhu) no solo no está muerto, sino
que regentea con entereza el negocio familiar: un baño público. Puede que se lo
vea un poco cansado, pero enfrenta lo que le toca con energía y así no es solo un
padre estimulador para Er Ming sino un consejero matrimonial, un rompe pleitos,
un presta orejas y lo que sus clientes habituales necesiten.
Da Ming más pronto que tarde se entera de que el barrio en
el que está el baño será derribado para dar espacio a un gran centro de
compras. O sea, ha vuelto en el momento preciso de tomar decisiones que
condicionarán su futuro, porque el pasado del que ha huido le exige que lo
enfrente y el presente agradable del reencuentro no será eterno. Tampoco el
padre y solo él quedará a cargo de su hermano discapacitado.
Da Ming ha escapado tan perfectamete de Beijing que se ha
“olvidado” de contarle a su nueva esposa en Shenzhen que tiene un hermano
encerrado en una infancia eterna. La pobre, cuando se entera, no reacciona bien
y no da la altura de lo que se entiende como buena persona.
La película, a pesar de ser elegíaca, y mostrar en un
último fulgor lo que ya no volverá, la infancia, el sitio donde pasó, las
costumbres de bañarse en público con otros, que son reemplazadas por duchas
automatizadas individuales (como bien ilustra la primera escena), tiene la
pujanza de lo que jamás se olvidará. Porque si bien el film está lleno de
adultos, que discurren sabiamente, que toman decisiones maduras, el punto de
vista es el del inocente, Er Ming.
Esa, quizás, es la palabra clave que vertebra a toda la
película: inocencia. El cuerpo de Er Ming, como el de todos los demás hombres,
a lo largo del tiempo se deteriorará, perderá pelo, dientes, vista, padecerá
achaques crónicos y los huesos comenzarán a sostenerlo con esfuerzo, pero su
mente será siempre la de un chico, con sus asombros, sus caprichos, sus
berrinches. Su inocencia será imperturbable toda la vida y sus ojos jamás
tendrán la opacidad de los que saben de crueldades inútiles. Saldrá de esta
vida con la misma mirada con la que entró. Una mirada que cada día esperó que
el mundo fuera bello, bueno y afectuoso. Ese mundo que los que no somos
inocentes debemos crear.
Gustavo Monteros
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