viernes, 12 de abril de 2024

Querido diario - Hoy: La ducha


 

¿Acaso fue porque el afiche me remitía a algo que había visto y me había gustado? ¿Acaso fue porque el film era del año 1999 que fue un buen año en lo personal? ¿Acaso fue porque estaba harto de barajar que podía ver y optar por esta película era una elección tan buena o tan mala como cualquier otra?

 

Uno de los problemas que enfrenta el cinéfilo de hoy es que las posibilidades se han extendido inabarcablemente. Y cuando hay tanto para ver o rever, uno se neurotiza, pierde el tiempo sopesando opciones y uno se va a dormir sin ver nada o termina viendo algo que nos entusiasma tanto como contar cuántos clavos hacen 200 gramos. 

 

En algún momento de mi vida, me crucé con personas que decían que terminaban de leer todo libro que comenzaban, aunque los aburrieran tremendamente. Me pareció una conducta a imitar y durante unos cuantos años, terminé todos los libros que empecé. Una reverenda estupidez. Si un libro no te gusta o te aburre, cerralo con una palmadita en la tapa y le agregás un Perdona, hermoso, pero no sos para mí y en vez de terminar un mamotreto que jamás te deparará placer, intentá con otro, que bien puede compensarte con creces el aburrimiento absoluto que te generaba el anterior.

 

Ahora a la vejez y contra toda previsión lógica y esperable, se me ha dado por terminar toda película que empiezo. Si de buenas intenciones está lleno el camino al infierno, de estupideces varias está lleno el camino a ninguna parte. Acallo mi sensatez diciéndole, la culpa es que no se van, siempre están ahí, en tal archivo bajado, en el streaming, en el cable y en los miles de formatos y estados en que sobreviven las películas.

 

Eso sí, las veo en capítulos. Llego hasta algún momento de la trama en el que puedo poner punto y dejo esa película y me voy a intentar con otra. Cuando se me juntan unas 10 o 12, cueste lo que cueste, retomo donde las dejé y termino de ver a todas, con disciplina prusiana que bien podría ejercitar en tareas más útiles.

 

Sorpresa. La ducha (Yang Zhang, 1999) me atrapó de tal modo que la vi de un tirón.

 

Da Ming (Cunxin Pu), un próspero empresario de Shenzhen, regresa a su casa natal de Beijing, creyendo que su padre viudo ha muerto. Es que su hermano menor, Er Ming (gran trabajo del espléndido actor y cineasta, Wu Jiang), un discapacitado mental le ha enviado un dibujo en el que se ve al padre acostado en una cama y tapando parte de su figura se ve a Er Ming, sentado en la misma cama, mirando al frente.  El padre (Xu Zhu) no solo no está muerto, sino que regentea con entereza el negocio familiar: un baño público. Puede que se lo vea un poco cansado, pero enfrenta lo que le toca con energía y así no es solo un padre estimulador para Er Ming sino un consejero matrimonial, un rompe pleitos, un presta orejas y lo que sus clientes habituales necesiten.

 

Da Ming más pronto que tarde se entera de que el barrio en el que está el baño será derribado para dar espacio a un gran centro de compras. O sea, ha vuelto en el momento preciso de tomar decisiones que condicionarán su futuro, porque el pasado del que ha huido le exige que lo enfrente y el presente agradable del reencuentro no será eterno. Tampoco el padre y solo él quedará a cargo de su hermano discapacitado.

 

Da Ming ha escapado tan perfectamete de Beijing que se ha “olvidado” de contarle a su nueva esposa en Shenzhen que tiene un hermano encerrado en una infancia eterna. La pobre, cuando se entera, no reacciona bien y no da la altura de lo que se entiende como buena persona.

 

La película, a pesar de ser elegíaca, y mostrar en un último fulgor lo que ya no volverá, la infancia, el sitio donde pasó, las costumbres de bañarse en público con otros, que son reemplazadas por duchas automatizadas individuales (como bien ilustra la primera escena), tiene la pujanza de lo que jamás se olvidará. Porque si bien el film está lleno de adultos, que discurren sabiamente, que toman decisiones maduras, el punto de vista es el del inocente, Er Ming.

 

Esa, quizás, es la palabra clave que vertebra a toda la película: inocencia. El cuerpo de Er Ming, como el de todos los demás hombres, a lo largo del tiempo se deteriorará, perderá pelo, dientes, vista, padecerá achaques crónicos y los huesos comenzarán a sostenerlo con esfuerzo, pero su mente será siempre la de un chico, con sus asombros, sus caprichos, sus berrinches. Su inocencia será imperturbable toda la vida y sus ojos jamás tendrán la opacidad de los que saben de crueldades inútiles. Saldrá de esta vida con la misma mirada con la que entró. Una mirada que cada día esperó que el mundo fuera bello, bueno y afectuoso. Ese mundo que los que no somos inocentes debemos crear.

Gustavo Monteros

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