Mientras duró el descanso, elegí películas para nuestras
secciones habituales de Programa doble, Películas que ya tendría que haber
visto o Películas con títulos de una palabra evocadoras de ciudades, países o
accidentes geográficos, etc. Pensé también en nuevas secciones: 50 años no es
nada (donde repasaría films que este año cumplen 50 años de su estreno, como
Chinatown), Reverdeciendo laureles (en la que vería si algunos clásicos sigue
vigentes o ya perecieron), El original y la copia (análisis de obras que
tuvieron su remake feliz o desafortunada) o Al mal tiempo, feel-good movies
(espacio para contrarrestar la deshumanización ya instalada o para celebrar la
poca humanidad que nos queda, revitalizando costumbres perdidas, como la
solidaridad, la generosidad, la amabilidad) Pero a medida que se acercaba el
momento de concretar las ideas y sentarme a escribir, me dominaba un
sentimiento de Déjà vu, de ya lo hice antes y mejor quizá, de para qué
insistir. ¿Acaso se me habían pasado las ganas de hablar sobre cine? No, me
contesté. Solo es hora de variar el ángulo, de correrse de las estructuras
practicadas, de abandonar las rigideces a las que obligan las formas elegidas
de ejercer este amor por la narración audiovisual. Se me ocurrió entonces
intentar uno de los recursos más viejos: el clásico y confesional Diario. Allá
vamos.
Diario de un cinéfilo desesperado en tiempos de oscuridades político-sociales
(Juego a ser el ghost writer de Meg Ryan y la hago hablar
de su carrera y de su última película)
Hasta para envejecer hay que tener suerte. Catherine
Deneuve tiene una estructura ósea tan perfecta, que es bella a cualquier edad.
Sophia Loren, también. Y en esto no se aplica el chiste de El club de las divorciadas,
ese de que Sean Connery siempre es un semental sin importar su edad. A lo que
voy, es que en esto los hombres no son la excepción. Omar Sharif terminó por
ser un viejo tan apuesto como lo fue en su juventud. Pero Gregory Peck perdió
con la edad gran parte de su encanto y James Stewart fue lisa y llanamente un
viejo feo, que solo remitía de nombre al joven atractivo que supo ser. Yo tuve
lo mío, un montón de películas lo atestiguan. No fui bella, pero si atractiva.
Linda, pero no en el sentido de Ava Gardner, más bien en el de Betty Hutton. No
pasaba desapercibida, se me consideraba hermosa, la cámara amaba mis mohines,
tanto que me fijó en un solo perfil de personajes. El de la rubia un poco
despistada, aunque encantadora. Sexy, sin exagerar e inteligente. Nada de rubia,
algo bobalicona y tremendamente sexy, como Marilyn Monroe. Nada de rubia, muy
sexy y algo hueca como Goldie Hawn. Un poco neurótica, pero sin llegar a los
extremos de Diane Keaton. Fui la rubia que se salió del molde, la rubia
inteligente. Todo gracias a Nora Ephrom y su guion para Cuando Sally conoció
a Harry, que fue cuando mi carrera cambió. Hasta entonces, me había hecho
notar un poco, llegué hasta ser ¡la novia del protagonista! Pero después de
Sally fui una estrella. Claro, también soy una actriz y quise probar otras
cosas, fuera de la romanticona que ve su vida completa cuando consiguió el beso
abrasador de su galán. Probé con ser una alcohólica, una heroína militar con medalla
y todo, una policía un tanto siniestra, la esposa de un secuestrado y hasta una
representante de boxeadores. Me salí de las seudo actitudes virginales de la
protagonista romántica y me puse provocadora y muy sexuada. Todo muy
interesante para mí, pero todos pedían a la rubia más leve que se enamoraba y
lograba su galán. Y se las dimos, hay peores maneras de ganarse la vida.
Pisando los cincuenta, me dije: aunque la cara no se me cayó, la vergüenza, un
poco sí. Por más vueltas de argumentos que les den a los guiones, voy a quedar
ridícula si a una edad en la que ya alguna cosa tendría que tener clara, persisto
en tener como única preocupación vital conseguir un hombre o mantenerlo al
lado. No vivimos en las novelas de Jane Austen, hay más cosas en la vida de una
mujer que un hombre. Me di una pausa en el cine, participé de algunas series y
me puse a planificar mi debut como directora. Fue por entonces que se filtraron
unas fotos en las que se me veía de mi edad. Tenía un poco de bótox, que entre
las actrices que pierden la lozanía es como descubrirse con mal aliento y
mejorar la higiene bucal. Algo tan natural como ser encantadora. Y como ahora cualquier
cosa es un escándalo, se pusieron a especular que por mantener la belleza me había
sometido a cirugías plásticas que me arruinaron la cara, que en vez de
envejecer “naturalmente”, me ponía a emular a la recauchutada duquesa de Alba. Lo
irónico del caso es que yo no me había hecho nada, estaba envejeciendo “naturalmente”,
salvo que yo no tengo la suerte de la Deneuve o la Loren, o Sharif o Lassie, yo
estoy más del lado de Jimmy Stewart. De mayorcita doy fea. Comedia, muchachos,
comedia. Incorporarse, sacarse los restos del pastelazo de la cara y a seguir
viviendo. Y debuté nomás como directora con Ithaca, sobra la novela de
William Saroyan, The Human Comedy, sobre un carterito que durante la Segunda
Guerra Mundial en un pueblo de los Estados Unidos debe repartir los telegramas de
defunción de los soldados que cayeron en acción. Pasó con más pena que gloria,
aunque me gustó hacerla y no me salió tan mal. Y me dije si lo que más quieren
de mí es la rubia comediante de problemas amorosos, démosela. Aunque más no sea
porque le debo un homenaje a Nora, Ephrom, claro. Y elegí llevar al cine la
obra teatral de Steven Dietz, Shooting Star / Estrella fugaz y
con Steven, Kirk Lynn y yo armamos el guion. Una expareja se reencuentra en un
aeropuerto que interrumpe sus funciones por una tormenta de nieve. Son dos mayorcitos
con la vida hecha que pasa en claro lo que pasó entre ellos y lo que hicieron
después de ya no verse. Hoy la recuerdo porque es 29 de febrero que es cuando
transcurre la acción y que por ser algo que no ocurre todos los años viene con
su carga de magia excepcional. Y si a Ithaca prácticamente la ignoraron,
a What Happens Later / Lo que sucede después le tiraron con toda
la artillería conocida y por conocerse. Está bien, está bien, se basa en una
obra de teatro y más allá de todos mis esfuerzos por darle variedad a su único
escenario, un aeropuerto semi desierto, puede que denote por momentos su origen
teatral y puede que haya insistido demasiado en hacerlos pasearse en el carrito
eléctrico transportaequipaje, está bien secuenciada, el cuento se cuenta y se
comparte bien, hay réplicas ingeniosas y una química palpable con mi coequiper
David Duchovny. Y aunque no me crean por ser parte interesada, es una buena
película. Ahora, gracias a las musas del celuloide, las películas no caen
rápido en el olvido, los streamings son muchos y necesitan llenar archivos
monstruosamente grandes, de ahí que todas las películas que se hacen tengan
asegurada su ventana de acceso. Como a toda película que se ha elegido odiar,
porque sí, porque alguna tiene que tener ese destino, porque hay que destilar
veneno, porque hay que castigar la ilusión de glorias pasadas que quieren
reverdecer sus laureles, o por lo que sea, más temprano que tarde, cuando ya no
se tenga nada que ver, cuando se la elija para comprobar si es tan mala como se
dice, en alguna noche de insomnio, en una tarde perdida de lluvia, se la
descubrirá y será gozada, por lo que es, una buena comedia hecha con el mucho o
poco arte que sus hacedores tengan, pero con un oficio aceitado en años de
saberes aprendidos. Y se la querrá, se la asociará a otros recuerdos míos, tan
actos de amor como este. Porque yo no envejeceré bonito, pero tuve la suerte de
ser La Reina de la Rom Com y las coronas no son para cualquiera, son para los
que las saben portar.
(Gustavo Monteros)
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