Ellos llaman “a match made in Heaven”, lo que nosotros
decimos “nacidos el uno para el otro” Aunque sea algo decidido por el Cielo o por
los designios de las fuerzas inmanentes del Universo, la idea es la misma, se
tenían que encontrar sí o sí. Él venía de formar un dúo danzante de éxito en
Broadway y en el West End con su hermana. Ella bailaba como un recurso más de
su histrionismo innato. Y en la primera película que compartieron, los unieron de
pura chiripa. Algo así como si él baila y ella baila, que hagan juntos un
número en algún momento. Porque en Volando
a Río (Flying Down to Rio, Thorton Freeland, 1933) eran apenas
partiquinos, el comic relief (alivio cómico) para las alternativas del romance
entre la estrella Dolores del Río y el astro ascendente, Gene Raymond. Y alguien
(así, en anónimo, dado que después cuando la magia ya se había producido,
varios se apuntaron en vano el mérito de haberlos emparejado) dispuso que además
de comic relief fueran el dancing relief. Y el resto es historia, porque se
complementaron, vaya si se complementaron. Además de la gracia, de la
sincronía, exhibían una tensión sexual apreciable que los volvía (si cabe) más
atractivos. Aparearse, a decir verdad, como confesó años después Ginger, cuando
esas cosas ya podían decirse, fue algo que pasó en su prehistoria. Tuvieron un
encuentro sexual cuando los dos deambulaban por Broadway como figuras
promisorias. Ginger dijo que la primera vez fue decepcionante porque él estaba
medio borracho y con demasiadas ansías de cumplir, de deslumbrar hasta en la
cama. Después, ya cuando eran la dupla del baile en el cine, en algún momento entre
ensayo y ensayo para la sucesión de películas que protagonizaron, lo volvieron
a intentar. Con gran éxito, según ella, él, muy en caballero inglés, que no era,
claro, porque había nacido en Nebraska, selló sus labios y se guardó si no el
secreto al menos su versión.
Diez fueron las películas que hicieron juntos y la segunda,
La alegre divorciada (The Gay Divorcee, Mark Sandrich, 1934) fue
la que sentó el paradigma de las películas de Fred Astaire y Ginger Rogers. O
sea, una trama frágil, pero trama al fin, con juego de comedia clásicos y eficientes,
a puro disparate, asociables a algún sentido de realidad solo porque los
supuestos personajes estaban encarnados por seres humanos, y por las dudas a alguien
se le ocurriera confundirse y creer en la veracidad de semejante embuste, tramas
y personajes deambulan por ambientes de artificio indiscutible. A decir verdad,
esa es la palabra exacta, todo era artificio, y está bien que así sea, ya que
nadie quería otra cosa, se iba al cine a olvidar que afuera había hambre,
miseria y ningún futuro discernible.
En estas dos primeras películas, las canciones que bailaron
fueron de varios autores, pero en La alegre divorciada figuran “The Continental”
de Con Conrad y Herbert Magidson, que habrían de ganar el Óscar a la mejor
canción por la misma y, nada más ni nada menos que “Night and Day” de Cole
Porter.
Pese al éxito de la pareja recién creada, para su siguiente
película, la primera de las dos que hicieron ese año, Roberta (William
A. Seiter, 1935) los volvieron a los secundarios. Giraron alrededor de las
peripecias románticas de la súperestrella de aquellos tiempos, Irene Dunne,
enamorada en este caso de un incipiente Randoph Scott (que pasaría a la
historia por haber convivido con Cary Grant, como pareja, a la vista de todos y
por alcanzar una fugaz fama como cowboy, por esas cosas de la vida, los
westerns le sentaban a las mil maravillas). Por suerte en la segunda película
de aquel año, Sombrero de Copa (Top Hat, Mark Sandrich, 1935)
volvieron al modelo establecido en La alegre divorciada, o sea como los
dueños de una trama leve, llena de enredos tan ingeniosos como irreales, que se
resolvían dos o tres minutos antes del final como por arte de magia, después,
por supuesto, de haber enhebrado unos cuantos bailes sencillamente antológicos.
Porque todos y cada uno de los bailes que hicieron fueron históricos y
atendibles, aquel te gustará más que este, pero todos y cada uno son
ineludibles.
En Top Hat fue la primera vez que trabajaron con
partitura de Irving Berlin, el autor que más frecuentaron (esta, más Sigamos
la flota y Al compás del amor). Si de autores se trata, establezcamos
que fueron 3 películas con Berlin, dos con música de Jerome Kern (la ya mencionada
Roberta y Ritmo loco) y una con George Gershwin, Al compás del
amor, en las demás se usaron canciones de autores varios.
Volviendo a Top Hat, muchos dicen que es la mejor
película de este dúo, otros eligen La alegre divorciada, y no faltan los
que optan por Ritmo loco. Como sea, al año siguiente también hicieron
dos películas, primero, Sigamos la flota (Follow the Fleet, Mark
Sandrich, 1936) con música de Irving Berlin, como ya dijimos y segundo, Ritmo
loco (Swing Time, George Stevens, 1936) con música de Jerome Kern,
también como ya fue mencionado.
Al año siguiente, solo una, Al compás del amor (Shall
we dance, Mark Sandrich, 1937, según música de George Gershwin, como fuera
oportunamente consignado). Y en el próximo año, también solo una, Baila
conmigo (Carefree, Mark Sandrich, 1938) con canciones de Irving
Berlin.
Para esta sección, elijo sus dos últimas, La vida de
Irene y Vernon Castle (The Story of Vernon and Irene Castle, H.C.
Potter, 1939) la que cerró el ciclo de las hechas para la productora RKO y con 10
años de diferencia, La magia de tus bailes (The Barkleys of Broadway,
Charles Walters, 1949), la única que hicieron juntos para la MGM. Las dos películas
se centran en vida y milagros de sendas parejas triunfantes en escenarios (en
las anteriores, él era el que generalmente bailaba como profesional (La
alegre divorciada, Roberta, Sombrero de copa, Ritmo loco), ella era una millonaria
a divorciarse en La alegre divorciada, una cazafortunas en Roberta,
una modelo rica en Sombrero de copa y una instructora de baile en Ritmo
loco; en Volando a Río, él era un músico y ella, cantante; en Sigamos
la flota, ella era cantante y bailarina y él que había bailado con ella antes,
era ahora marinero; en Al compás del amor él dirigía una compañía de ballet
clásico y ella bailaba tap; y en Baila conmigo, él era ¡psiquiatra!, y
ella era paciente)
La vida de Irene y Vernon Castle es la
más tierna de todas las que hicieron, a pesar de estar presente la levedad de
conflictos que caracterizó a sus películas, al estar basada en una historia real,
los personajes viven situaciones disparatadas, pero tienen carnadura humana, no
son muñecos elegantes que solo abren la boca para cantar o decir brillanteces. A
principios del siglo XX, Irene y Vernon intentan triunfar como pareja de baile
en el music-hall (él venía de ser el objeto de burla en sketches de
capocómicos, o sea el equivalente al “que recibe las cachetadas” en el mundo
circense y ella era una aficionada entusiasta, aunque no profesionalizada) pero
el suceso les es esquivo. Una gira los lleva al viejo continente y una confusión
los deja varados en París, sin un céntimo ni un contrato. La casualidad les
regala un trabajo en un restaurant-concert de lujo y se convierten en los antecedentes
de los modernos influencers o modelos a seguir de un reality show. Dictan la
moda en bailes, ropas y gustos en comida, bebida, cigarros, y productos de aseo
personal. Pero se declara la Primera Guerra Mundial y ya nada será como antes.
En La magia de tus bailes son los Barkley, una
pareja de baile de gran éxito en Broadway. Pero ella tiene ambiciones de ser
una actriz importante o sea de dramas para arriba, no solo de comedias musicales.
Un dramaturgo pretencioso acaba de escribir una obra sobre al ascenso a la fama
de Sarah Bernhard y por varios juegos de comedia clásica, ella obtiene el papel
y abandona el musical que coprotagonizaba con él, que no se queda de brazos
cruzados. Con la pretensión de recuperarla, terminará ayudándola a triunfar
como actriz dramática. En el final el engaño caerá y la verdad (paradoja de las
comedias, en los dramas la verdad siempre separa) los reunirá. Al revés de los
Castle, el brillante guion de Betty Condem y Adolph Green no se basa en personajes
reales, aunque hay quien dice que algunas vueltas del argumento, no el nudo
central, evocan problemas atravesados por Alfred Lunt y Lynn Fontanne, pareja
de divos teatrales que vivieron y triunfaron en la primera mitad del siglo XX, dato
que no debe ser tomado muy en serio, ya que se afirma (por unanimidad y sin
excepción ni fundamento) que toda comedia con dos divos del teatro refiere a
Lunt-Fontanne.
La magia de tus bailes fue
el exitoso canto del cisne para las películas de Fred Astaire y Ginger Rogers.
Él seguiría una larga carrera, llena de musicales con partenaires tan fabulosas
como Rita Hayworth, Judy Garland, Cyd Charisse, Audrey Hepburn o Leslie Caron,
para nombrar solo algunas de las más rutilantes, y ya maduro haría alguna que
otra comedia sin baile y algún que otro papel dramático tan inolvidable como su
pasado danzarín, La hora final (On the Beach, Stanley Kramer,
1959), por ejemplo. Ella, al igual que su personaje en La magia de tus
bailes, triunfaría como actriz dramática y hasta ganaría un Óscar con Espejismo
de Amor (Kitty Foyle, Sam Wood, 1940), pero es en la comedia donde
mejor se perfilan sus talentos. Les hizo frente de igual a igual a reyes del
género como David Niven, Cary Grant y no en vano, para mí y muchos otros, su
mejor comedia es la única que hizo con Billy Wilder, El mayor y la menor
(The Major and the Minor, 1942) Y al revés que Astaire, solo esporádicamente
hizo musicales. Porque bailar para ella era solo un recurso más de su
histrionismo innato.
Muchos se han esforzado en intentar describir con palabras
o con pinturas el Paraíso. Ilusos, no saben lo que sabemos los que hemos visto
una película de Ginger Rogers y Fred Astaire: el Paraíso es verlos bailar y por
la magia vicaria e hipnótica del cine, ser Ginger y Fred. “A Fine Romance”, “Cheek
to Cheek”, “Night and Day”.
Gustavo Monteros
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