Programa doble, sección en la que repasamos dos películas
con aspectos en común.
Hoy: Celda 211 – Modelo 77
¿Para qué sirve la cárcel? No, mejor dicho: ¿para qué debe
servir la cárcel? ¿Para purgar la condena sobre lo que sea que se haya hecho,
recapacitar y salir y reinsertarse en la vida en sociedad? ¿Para castigo
ejemplar y así someter al culpable a las más abyectas condiciones de vida, a
las más aberrantes humillaciones, a que sufra en carne propia una equivalencia
al dolor y pérdida que por su accionar hubiera podido provocar? ¿Algo en el
medio, un poco de sufrimiento al inicio de la condena y superación y reflexión
antes de la liberación?
En este país, en este momento las condiciones carcelarias
son temibles. Hacinamiento, mugre, políticas erráticas, falta de direccionamiento
de lo que se quiere lograr con los presos, humillación, degradación, fomento de
la reincidencia en el delito. El capitalismo ha convertido el crimen contra la
propiedad en el peor delito, inclusive uno peor que el asesinato. En un
altísimo porcentaje los presos cumplen condenas por robo, estafa, fraude. Y nadie
se pregunta por qué hizo lo que hizo. No sea cosa que haya que contestarse: por
hambre, por mala distribución de los ingresos, por falta de equidad en las
posibilidades para ascender socialmente, por desesperación.
En esta supuesta tendencia global hacia la derecha y la
ultra derecha, ante un robo a uno o a alguien muy cercano, la víctima vocifera
que al culpable habría que meterlo en cana de por vida, porque eligió delinquir
en vez de trabajar de algo, ofreciendo el servicio de limpiar o cortar pasto,
aunque más no sea. Nadie se pregunta qué pudo haber llevado al ladrón a
robarme, ponerse en el lugar del otro es una postura humanista que se ha
perdido. Ante el delito violento con muerte de alguien muy cercano, es lógico y
humano que se pida venganza, la retribución ojo por ojo. Pasado el duelo se verá
qué clase de retribución para paliar la pérdida irreparable quieren los deudos.
Pero los medios, en su afán de justicia mediática, valga la
contradicción en términos, no dejan que nadie haga el duelo, alimentan el fuego
del dolor y hacen que los deudos exijan lo que el rating más disfruta: sangre, martirio,
revancha. La noción de accidente está perdida, hay, por ejemplo, solo asesinos
al volante. Como si todo el resto de la sociedad, menos el atropellador vial en
cuestión, esté exento de provocar accidentes luctuosos.
Y, sin embargo, incluso los exégetas de la violencia, de
los castigos ejemplificadores, de la reducción de la imputabilidad a las edades
de jardín de infantes se les caen las medias cuando los llevan de paseo a una
cárcel. Ni el cínico más curtido permanece incólume ante lo que se ve. Lo que
atestiguan no se lo desearían ni al peor de los enemigos.
Con los vociferantes de las penas capitales pasa algo
similar cuando se les pregunta al estar tan convencidos de matar al congénere,
si llegado el caso conformarían un pelotón de fusilamiento y si darían el tiro
certero, o peor, el tiro de gracia, si accionarían la trampa del patíbulo, si
bajarían la palanca de la silla eléctrica, si administrarían la inyección
letal. La respuesta es siempre un silencio culposo.
Como sea, la cuestión de que para qué es la cárcel sigue
sin discutirse y el horror de las prisiones se propaga como si no le importara
a nadie. Bueno, a nadie no. A los presos y a los parientes de los presos les
importa. Y a veces se hacen oír. De la peor manera, que es la única que les
dejan, la que ya no se puede ignorar.
En un lapso de tiempo más o menos cercano, dos películas
españolas se plantearon la situación de las prisiones.
Primero fue Celda 211 (Daniel Monzón, 2009). Juan
Oliver (Alberto Ammann) un oficial muy celoso de su trabajo, tanto que el día
anterior a asumir su puesto en la prisión, va de visita a la misma, para que
sus futuros compañeros le informen lo que le espera, cómo se trabaja, etc. Mientras
le hacen la visita guiada, se desata un motín y Juan, que es un sobreviviente
de aquellos, al no poder escapar, se hace pasar por un preso recién llegado. El
jefe del motín es el rey sin corona de la cárcel, Malamadre (Luis Tosar en uno
de sus más hipnóticos papeles). Y como ya
lo dijo el bueno de Shakespeare que “inquieta vive la cabeza que lleva la corona”,
Juan comprende que nada lo pone más a salvo que convertirse en lacayo, consejero,
asesor de Malamadre.
La trama se despeña a una velocidad de catarata y disimula,
o más bien, hace olvidar que el guion se basa en una obra de teatro, que se
agita en el más puro melodrama. Y como el melodrama es binario a más no poder,
de un lado están los buenos, o sea las víctimas, aquí los presos y del otro
lado, los malos, o sea los victimarios, en este caso todo el resto de la
sociedad, con la vanguardia de ministros, jefes de cárceles, guardias,
asistentes sociales, médicos, abogados y especialistas en crisis.
Y para que no sea todo tan básico, tan blanco y negro, están
los grises, o sea los traidores, o los débiles, si se los mira con piedad, los
que informan a las autoridades a cambio de alguna mejora en la condena o en las
condiciones del día a día. Y ya se sabe, el traidor solo es fiel a sí mismo, y
puede traicionar para este lado y para el opuesto.
Y como el melodrama español ha aprendido a tenerse mucha fe
y nada de vergüenza es capaz de ir a los extremos más extremos, con vueltas de
tuerca tan manipuladoras, que hasta el más ingenuo se da cuenta, pero todos nos
hacemos los distraídos, porque la desvergüenza y la convicción en lo que se
cuenta apasiona y arrastra hasta el más superado, que terminado el cuento dirá:
no me tragué el anzuelo, pero bien que no se retiró ofendido y se quedó hasta
el final.
El autor de la idea, de la obra y su novelización, o al
revés, no sé, las dos existen, obra y novela, y no supe cuál vino primero, o
sea Francisco Pérez Gandul, y sus compañeros coguionistas, Jorge Guerricaechevarría
y Daniel Monzón, con mucha astucia le dan a Malamadre más sutilezas que a
diplomático chino, entonces puede que este personaje no dude en matar
cruentamente, pero a la vez tiene más moral, ética (o la definición que más les
guste) que otros que se creen impolutos e intachables. Uno, en la vida común y
corriente puede que no lo quiera ni de vecino de las antípodas, pero en una
crisis, se lo quiere al lado y de esta parte.
Como bien nos enseñó Dante en La divina comedia,
para visitar el Infierno se necesita un Virgilio, o sea un cicerone. Y como las
películas de prisiones son una visita al infierno, el guion requiere de un
personaje introductorio al mundo a describir. En la anterior era el guarda
celoso atrapado en el motín. Aquí, en Modelo 77 (Alberto Rodríguez,
2022) es un joven preso, Manuel (Miguel Herrán) un contador acusado de desfalco
que espera una sentencia que puede ser de diez años (comprobamos otra vez que
los delitos al capital son imperdonables)
Según parece el pobre es inocente de toda inocencia, le
hizo un favor al hijo del dueño, que al verse apretado por su padre hizo recaer
la responsabilidad en Manuel. El pobre cree que puede conservar el traje caro
con el que fue aprehendido. Tarde y de la peor manera comprenderá su error.
La cárcel es un mundo con sus propias leyes y el que no se
adapta a ellas, sucumbe. Su entereza y rebeldía lo pondrán en contacto con una
organización de presos que lucha clandestinamente por mejoras al sistema. Un preso
veterano, Pino (Javier Gutiérrez) con el que comparte la celda lo interpelará
con su cinismo.
Habrá idas y vueltas y Pino terminará convencido de que
pertenecer a la organización quizá sea el camino. Habrá más idas y vueltas y
no, la organización no es la salida. Pino y Manuel sobreviven a duras represalias
y Pino convence a Manuel que la única salida, valga la redundancia, es el
escape. ¿Lo lograrán?
Como su título lo indica, la acción transcurre a finales de
los setenta y se basa en circunstancias que fueron reales, como la organización
de presos, pero el film hace una reelaboración y lo que se cuenta se parece a
la realidad más que por “pura coincidencia” de puro milagro. Los destinos de
Pino y Miguel están sujetos a tantas vueltas de tuerca melodramáticas que son
difíciles de pasar por reales. Sin embargo, la convicción del guion y del
director las vuelven “creíbles” por aquello de “se non è vero, è ben trovato”
(si no es cierto, está bien armado/contado/compuesto) La verosimilitud no denota
verdad sino plausibilidad.
Los españoles pueden que se vayan bien al carajo a la hora
de contar, pero mientras dura el cuento nos tienen agarrados de las bolas y no
podemos apartarnos ni si nos pagan fortunas. Después, despabilados, decimos sí,
pero manipulan mucho. Lo que es decir nada, porque todo cuento es manipulación.
Y a la hora del cuento, lo que cuenta (valga la aliteración) es el
entretenimiento. Y en eso, no hay con qué darles.
Gustavo Monteros
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