Programa doble, sección en la que repasamos dos películas
con aspectos en común.
Hoy: La velada más hermosa de mi vida – Un burgués pequeño,
pequeño
En La più bella serata della mia vita / La velada más
hermosa de mi vida (Ettore Scola, 1972) Alberto Sordi hace una de sus
especialidades, un personaje que es vano, amoral, machirulo. Un tal Alfredo
Rossi que anda por Suiza para cobrar un dinero que no se supone muy limpio.
Cuando va a depositarlo, el banco ya ha cerrado y debe esperar hasta el día
siguiente. En vez de ir al hotel donde se aloja, persigue con su auto a una
bella motociclista con la intención de tener un encuentro sexual. Ella lo aleja
de la ciudad y lo pierde entre las montañas. El auto se le descompone, pide auxilio
y un carro lo deja en una especie de palacio fortificado, propiedad del conde
de La Brunetière (Pierre Brasseur), un noble, exabogado de profesión, que viene
de una cacería, acompañado de viejos colegas, como el exfiscal Zorn (Michel
Simon), el exjuez Dutz (Charles Vanel) y el asesor legal Bouisson (Claude Dauphin).
Todos lo invitan a pasar la noche en el castillo mientras le arreglan el auto.
Y para que la cena sea más atractiva le proponen un juego, le harán unas preguntas
para interiorizarse de su vida y lo juzgarán por algún delito que consideren
haya cometido en algún momento de su vida. Alfredo Rossi, encantado de ser el
centro de atención, contará más de una indiscreción y les fundamentará a estos viejos
leguleyos más de una acusación penal. La cena es pantagruélica, literalmente,
en comida y bebida. Y a pesar de los excesos etílicos, Rossi comienza a darse
cuenta, de que el juicio no es tan juguetón como se pretende y quizá vaya más
en serio de lo que quiere admitir. Esta extrañeza va ganando el ánimo del
espectador y uno comienza a dilucidar hasta dónde es un juego, hasta dónde es
realidad, si se trata de una comedia que los viejos y aburridos abogados montan
para recuperar por un rato los laureles perdidos o si es un proceso legal un
poco sui generis, pero formal y de condena firme. Mientras lo dilucidamos, se
nos instala la pregunta de qué es en realidad un proceso legal, ¿una
representación teatral o una convención ritual para impartir justicia? ¿En qué
consiste lo que llamamos justicia? Cuando no se trata de una falta concreta,
como el asesinato de alguien, el robo perpetrado o el abuso comprobado, ¿qué se
juzga en realidad? ¿La intención, lo que elegimos entender o los prejuicios enquistados?
La trama se basa en un relato de Friedrich Dürrenmatt, al que Scola profundiza
con maestría para que surja con meridiana claridad la ironía encerrada en el
título. ¿La más bella? Hum…
En un Un borghese piccolo piccolo / Un burgués pequeño,
pequeño, (Mario Monicelli, 1977) Sordi redondea otro tipo de personaje al descrito arriba, aunque
es asimismo otra de sus especialidades, un personaje gris, cauto, medroso. Aquí
es un tal Giovanni Vivaldi, casado con Amalia (Shelley Winters) y con un hijo
veinteañero, Mario (Vincenzo Crocitti) recién recibido de contador. Giovanni
trabaja en una dependencia pública que se ocupa de las jubilaciones. Quiere que
su hijo entre a una oficina igual a la suya, con un cargo igual al suyo
conquistado después de toda una vida de trabajo, aunque en el caso del hijo,
por el título universitario no será la culminación de una carrera, sino el inicio
de un camino seguro y empinado, porque el Estado nunca se funde. Pero el puesto
no se gana por acomodo sino por examen, al que se presentan miles de
participantes de todo el país. Aunque para lograr alguna ventaja como asegurarse
de que se lo puntee alto o de conocer los temas del examen, Giovanni no duda en
chuparle las medias a su jefe, el Dr. Spaziani (Romolo Valli), que le
recomienda que se haga masón. Para Giovanni esto transgrede sus creencias
católicas de toda la vida, pero no duda ni un instante, para asegurar el futuro
de su hijo atravesaría el fuego si fuera necesario. Se lo comprende, pertenecen
al estamento más bajo de la clase media. Viven en un departamento chiquito, de
una sola habitación, Mario duerme en el living-comedor, con un balcón a la autopista,
el auto que poseen es viejo y modesto, tienen una casucha de fin de semana con
un muelle mohoso y podrido que da a un lago o río, feo como el más feo de los
lagos o ríos, la heladera del departamento está rota y no pueden cambiarla ni
arreglarla y todos visten apenas decorosamente dignos, tanto que a fuerza de
esmeros le sacan provecho a una vieja corbata de seda, que hace mucho tiempo
pasó por lujosa. Es decir que, si Mario gana el puesto, muchas cosas
mejorarían. Pero el destino no es piadoso y en un segundo un giro sorpresivo pone
todo patas para arriba…Y Giovanni, por casualidad o designio superior, termina en
juez y jurado de presuntos inocentes de arraigada culpabilidad. ¿Acaso el
bosque elige derribar algunos árboles para mantener su fortaleza? ¿Acaso la
naturaleza mantiene el equilibrio a mansalva y suprime lo que la debilita? O ¿es
la mala suerte, a secas y sin pretensiones, la que determina quién gana y quién
pierde? Estipulando de paso algún equilibrio de manutención o supervivencia. Algo
así como que sobreviva el más fuerte…O no.
Alberto Sordi fue una estrella atípica, un capo-cómico de
excepción, tanto en los resultados como en los talentos. El hombre no es muy
agraciado de ver, la voz es de horrible a fea, y sus comportamientos corporales
desconciertan o causan estupor. Pero le afloran por todos los poros una humanidad
flagrante. Y su personaje puede ser un miserable como Alfredo Rossi o un chivo
expiatorio (solo Dios sabe de qué) como Giovanni Vivaldi, pero Sordi sabrá redimirlos
con la carcajada de quién sabe de qué va la vida (Alfredo Rossi) o con el golpe
de quién castiga no para vengarse sino para poder seguir viviendo (Giovanni Vivaldi).
En definitiva, a algunos actores no se los respeta por ser llamativamente
lindos u ostensiblemente feos, sino por ser honradamente humanos.
Gustavo Monteros
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