Siempre me divirtió su título original en
francés: De la part des copains
(Terence Young, 1970) sobre todo por la palabra “copains” (amigos), por como
resuena en la boca. Que una película de Charles Bronson tenga un título en
francés no es nada raro, dado que fueron los franceses los que lo hicieron una
estrella internacional con Adiós al amigo
(Adieu l’ami, Jean Herman, 1968), en
la que compartía cartel con Alain Delon.
Siempre me divirtió que la protagonista
femenina fuera Liv Ullman. Si bien su nombre quedará asociado al de Ingmar
Bergman por siempre jamás en la historia del cine a partir del 66 y Persona, Liv ambicionaba ser una
estrella popular y aceptaba lo que le parecía que la ubicaba en esa dirección,
de ahí el contraste extremo entre lo que hizo para Bergman y lo que Hollywood
le dio. Como sea ver en el mismo fotograma a una musa bergmaniana y a un
forzudo de cara difícil que llegó a la fama pisando la cincuentena me divierte,
son encuentros inesperados, asociaciones imprevistas, festines suculentos para
un espectador que se precie de tal.
Eso sí, no es raro que el jefe de los malos
sea James Mason, por entonces este precursor de De Niro o de Bruce Willis, en
cuanto a elección de proyectos, aceptaba lo que le ponían delante, y si era
como en este caso en locación, mejor. (Beaulieu-sur-Mer, Nice, Alpes-Maritimes,
Francia) Asolearse en la costa francesa incluso por trabajo se asemejaba a una
vacación.
La trama es la típica aventura de disrupción
del refugio protector y venganza. Joe Martin (Bronson) tiene un yatecito que
lleva turistas a pescar. Está casado con Fabianne (Liv Ullmann), madre de una
chica de 10 años, Michèle (Yannick Delulle) y parece haber dejado su oscuro
pasado atrás. Pero, claro, se sabe, nadie huye de su pasado, este es más
volvedor que el reflujo. El de Joe reaparece corporizado en la figura del
Capitán Ross (James Mason) y su banda (Michel Constantin, Luigi Pistilli, Jean
Topart y Jill Ireland). Entonces habrá secuestros, extorsiones, cambio de
lealtades, códigos volátiles y noblezas impensadas.
El veterano (incluso por entonces) Terence
Young dirige con brío, sostiene el suspenso y desata una empatía duradera por
todo lo que cuenta. El hombre tenía oficio y talento, combinación imbatible
para el género, porque si la intuición se apaga, queda la experiencia.
Hay algo medio Hemingway en estas desventuras de cofradía de hombres, en la que la mujer puede participar, siempre y cuando se talle digna de pertenecer, si no será una cocinera, limpiadora, cuidadora de niños, un adorno útil de la masculinidad rampante. Aquí Liv Ullmann, y no hay spoiler al respecto, da la talla y sin perder femineidad le planta cara a cualquiera.
Tengo la sensación de no haber visto Juggernaut, salvo escenas sueltas en las
tardes de los cinco canales de mi infanto-adolescencia. Es un film de Richard
Lester de 1974 sobre un ataque a un trasatlántico que va de Londres a Nueva
York. No es un atentado terrorista sino el de un resentido ex desarmador de explosivos
que planta bombas para exigir un rescate millonario. La empresa está dispuesta
a pagarlo, el gobierno inglés no. El capitán es Omar Sharif, los expertos en
desarmar bombas son, entre otros, Richard Harris y David Hemmings. Un joven
Anthony Hopkins es un policía con su mujer y sus hijos a bordo. Roy Kinnear es
quien está cargo de los entretenimientos en el barco. Un joven Roshan Seth es
un camarero indio y Freddie Jones, que entonces estaba por todos lados, es uno
de los sospechosos. Shirley Knight es el angustioso interés romántico del
capitán. E Ian Holm es la cara visible de la compañía dueña del barco.
Es un film muy entretenido, de gran suspenso,
con la lógica de la catástrofe inminente. El magnífico elenco está a la altura
de sus antecedentes y al revés de muchas películas contemporáneas, entendemos
que es lo que está pasando todo el tiempo, sin un montaje confuso que ensucie
el desarrollo.
Tengo la sensación de no haber visto La jaula (La cage, 1975) y sí, la vi. Me quedó la sensación, porque cuando
deambulaba los años setenta, me topaba con la cola (hoy tráiler) de esta
película a menudo y no llegaba nunca a verla. (Terminé por verla en el auge del
videoclub, pero persistió en mi memoria la sensación de que no la había visto,
una excusa quizás para buscarla y volver a verla.)
Su director Pierre Granier-Deferre era muy
popular en los setenta con películas en las que participaban estrellas
contemporáneas del cine francés de entonces como Alain Delon, Sidney Rome,
Ottavia Piccolo, Romy Schneider, Jean-Louis Trintignant o Philipe Noiret y
estrellas míticas de siempre como Yves Montand, Simone Signoret o Jean Gabin.
Se dice que su mejor película es El gato
(Le chat, 1971) en la que según
novela de Georges Simenon, Simone Signoret y Jean Gabin conformaban un
matrimonio de adultos mayores, como se dice ahora, que se odiaban a más no
poder, suele pasar.
En La
jaula también casi toda la acción pasa por dos personajes. Ingrid Thulin
(bella y luminosa como el primer día, aunque por entonces pisaba la
cincuentena), una escritora de novelas policiales citaba en su casa de los
suburbios parisinos rodeada de un gran parque, envidiable y aislada de los
demás vecinos, a su ex pareja, Lino Ventura, un desarrollador inmobiliario con
la excusa de la venta de dicha casona señorial. Ingrid hace caer a Lino en una
trampa (literal) y lo encierra en un calabozo que improvisó en el sótano. Lo secuestra
para que piense y le diga por qué no pudo amarla y rompió la relación. El argumento
es de Jack Jacquine, con diálogos de Pascal Jardin y el propio director. La
idea (que puede parecer disparatada) y los diálogos (que pueden parecer absurdos)
son más profundos de lo que parece y redondean una película rara y atendible.
Al final terminé por hacerme un programa
triple como el de los cines de cruce de mi infanto-adolescencia. Pasé una tarde
de lo más agradable. No es poco para el encierro de cuarentena.
Gustavo Monteros
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