jueves, 9 de mayo de 2019

Undercover, Operación Éxtasis



De antemano de entre las vertientes del policial, me da más confianza la de los policías infiltrados en una red mafiosa. Por las siguientes razones: los personajes principales tienen una doble vida, la que dejan atrás y la que empiezan a tener, el peligro siempre latente de ser descubiertos, el secreto que debe mantenerse y que siempre se cuela (así un colega corrupto puede ponerlos al borde de la muerte), la manipulación de un inocente (siempre se logran más cosas de los que están alrededor de los mafiosos), el difuso margen que existe entre los que viven de este o aquel lado de la ley  (al estar sumidos en un mundo de violencia, los códigos y las actitudes ante la vida se vuelven muy parecidos), y la riqueza de las relaciones (entre los policías que pasan a interpretar un rol con alguien al que acaban de conocer, fingir ser marido y mujer y esas cosas) y la empatía que desarrollan con quienes deben a la larga acusar (en las noticias en los medios de después, todos son malos, pero en el día a día, hasta el villano más perverso exhibe rasgos queribles).


Todos estas características y otras más que no enumeramos para no espoilear aparecen en Undercover, Operación Éxtasis, miniserie belga que Netflix acaba de estrenar. Bob (Tom Waes) y Kim (Anna Drijver) son dos policías que hasta ayer ni sabían de la existencia del otro y que a partir de mañana deben pasar por casados. Serán vecinos en un camping de Ferry Bouman (Frank Lammers), un alto capo del narcotráfico, y de su joven esposa, Danielle (Elise Schaap). Hay, también, como corresponde, un lugarteniente muy peligroso, John (Raymond Thiry, por momentos de asombroso parecido al Frank Sinatra adulto).


El showrunner Nico Moolenaar perjura que se basa en hechos reales, aunque lo más exacto sería decir inspirada en hechos reales, porque en líneas generales los hechos policiales suelen tener un punto final y aquí se deja una rendija para una nueva temporada.
En resumen, aunque no es perfecta, hay un par de personajes en apariencia importantes al principio que desaparecen sin que nadie se pregunte mucho por ellos (¡?), y sobre el final el destino de otro queda boyando, ¿quizá como puente para la parte dos?, no impide que se vuelva adictiva y uno consuma capítulo tras capítulo. 

Además está el interés adicional de espiar cómo viven y trabajan comunidades como las belgas, de las que no sabemos tanto porque no son tan frecuentadas en el cine o la tele que se ven por estos pagos.


Ideal para organizarse una maratón de fin de semana lluvioso.

Gustavo Monteros

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