jueves, 20 de diciembre de 2018

Roma


En la vida de cada uno de nosotros hay dos historias, la que protagonizamos puertas adentro y la otra, la que atestiguamos o de la que participamos puertas afuera. La de puertas adentro se escribe injustamente con minúsculas, aunque sea la raíz de nuestras alegrías y dolores, y la de puertas afuera se escribe con mayúsculas, aunque a veces sea tan mezquina como injusta.


¿Cómo representarlas para que la pequeña esté a la misma altura de la grande? Alfonso Cuarón propone una respuesta: filmarla con grandes planos generales. Darle a la supuesta pequeñez la amplitud de la épica. Y no es una mala respuesta, todo lo contrario.


Roma es el nombre de un barrio mexicano y cuenta un año en la vida de dos mujeres, sirvienta y patrona. Y para una completa justicia poética, se cuenta la vida de la patrona desde la perspectiva de la sirvienta.


Cleo (Yalitza Aparicio) es una sirvienta cama adentro que goza (más que padece como suele ser la costumbre) de la promiscuidad de la servidumbre y se hace querer de puro noble, buena y generosa. Y la vemos trajinar de aquí para allá con la alegría de quien puede, en vez de con la condena de quien no tiene más remedio. Le tocó una buena familia y lo agradece.


Su señora, Sofía (Marina de Tavira) no tiene un buen año y si se permite algún grito o alguna injusticia, se debe a que ya no se aguanta más que por maldad.


Y hay, claro, un señor, Antonio (Fernando Grediaga), la madre de la señora, Teresa (Verónica García), cuatro chicos, uno de preescolar y tres de primaria (Marcos Graf, Diego Cortina Autrey, Carlos Peralta y Daniela Demesa), otra cocinera/también mucama, Adela (Nancy García García) y un perro, Borras.


Dicen que Cleo recibió su nombre en referencia a Cléo de 5 a 7, esa vieja película de 1962 de Agnès Varda. No sé ni me interesa, siempre me lleve fatal con esta señora.


El año de la acción de Roma es 1970 y 1971, ya cuando el blanco y negro casi había desaparecido. Hasta los grandes maestros ya lo habían dejado atrás, algunos (Visconti, Fellini) más temprano que otros (Bergman, Kurosawa), pero por entonces, inicios de los setenta, ya casi todos filmaban en colores, adelanto técnico que el cine industrial abrazó con fervor ni bien pudo. Pero para Cuarón (cincuentón largo, nació en el 61) y para todos los que nos criamos con el cine clásico, el CINE, así con mayúsculas, es en blanco y negro. Además para la fecha evocada, Cuarón tenía 10 años, de modo que es una evocación de infancia, que debe tener mucho de autobiográfico, deduzco porque a propósito quise saber lo menos posible de esta película, para que me gustara o disgustara sin interferencia alguna.


Alfonso Cuarón, que se dio a conocer internacionalmente con la bella y sensible La princesita (1995), y siguió deslumbrando con Grandes esperanzas (1998), Harry Potter y el prisionero de Azkaban (2004), Hijos del hombre (2006) y Gravedad (2013), es un mago de la imagen que aquí no solo reverdece sus laureles sino que los cultiva en nuevas cumbres.


Aunque no exige mucho del espectador salvo dejarse ganar por la historia, es cine de autor. Bah, sí, exige una cosa, adecuarnos al ritmo de su narración que no es el del apurado cine actual. En ese sentido es magistral la apertura, el baldeo de un pedazo de patio que puede parecer eterno, pero que en realidad nos está adaptando al detalle con el que se narrarán los hechos. Esta escena y la del cierre me traen a la memoria la ya legendaria Forrest Gump, porque como en ese film de 1994 de Robert Zemeckis, las escenas de apertura y de cierre hacen al sentido de lo que se quiere contar y me callo, porque si revelara algo más sería imperdonable.


Roma tiene más nominaciones para la temporada de premios que propiedades el aloe vera. Y si bien se disfrutaría a lo grande en la sala de un cine, gracias a su productora, Netflix, puede verse en dicha plataforma.


Cuando se esté con ánimo de descubrir una obra de arte imperecedera, no debe perdérsela. Es bella y emocionante, combinación si no perfecta, casi.

Gustavo Monteros

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