En la vida de cada
uno de nosotros hay dos historias, la que protagonizamos puertas adentro y la
otra, la que atestiguamos o de la que participamos puertas afuera. La de
puertas adentro se escribe injustamente con minúsculas, aunque sea la raíz de
nuestras alegrías y dolores, y la de puertas afuera se escribe con mayúsculas,
aunque a veces sea tan mezquina como injusta.
¿Cómo representarlas
para que la pequeña esté a la misma altura de la grande? Alfonso Cuarón propone
una respuesta: filmarla con grandes planos generales. Darle a la supuesta
pequeñez la amplitud de la épica. Y no es una mala respuesta, todo lo
contrario.
Roma es
el nombre de un barrio mexicano y cuenta un año en la vida de dos mujeres,
sirvienta y patrona. Y para una completa justicia poética, se cuenta la vida de
la patrona desde la perspectiva de la sirvienta.
Cleo (Yalitza
Aparicio) es una sirvienta cama adentro que goza (más que padece como suele ser
la costumbre) de la promiscuidad de la servidumbre y se hace querer de puro
noble, buena y generosa. Y la vemos trajinar de aquí para allá con la alegría
de quien puede, en vez de con la condena de quien no tiene más remedio. Le tocó
una buena familia y lo agradece.
Su señora, Sofía
(Marina de Tavira) no tiene un buen año y si se permite algún grito o alguna
injusticia, se debe a que ya no se aguanta más que por maldad.
Y hay, claro, un
señor, Antonio (Fernando Grediaga), la madre de la señora, Teresa (Verónica
García), cuatro chicos, uno de preescolar y tres de primaria (Marcos Graf,
Diego Cortina Autrey, Carlos Peralta y Daniela Demesa), otra cocinera/también
mucama, Adela (Nancy García García) y un perro, Borras.
Dicen que Cleo
recibió su nombre en referencia a Cléo de
5 a 7, esa vieja película de 1962 de Agnès Varda. No sé ni me interesa, siempre
me lleve fatal con esta señora.
El año de la acción
de Roma es 1970 y 1971, ya cuando el
blanco y negro casi había desaparecido. Hasta los grandes maestros ya lo habían
dejado atrás, algunos (Visconti, Fellini) más temprano que otros (Bergman,
Kurosawa), pero por entonces, inicios de los setenta, ya casi todos filmaban en
colores, adelanto técnico que el cine industrial abrazó con fervor ni bien
pudo. Pero para Cuarón (cincuentón largo, nació en el 61) y para todos los que
nos criamos con el cine clásico, el CINE, así con mayúsculas, es en blanco y
negro. Además para la fecha evocada, Cuarón tenía 10 años, de modo que es una
evocación de infancia, que debe tener mucho de autobiográfico, deduzco porque a
propósito quise saber lo menos posible de esta película, para que me gustara o
disgustara sin interferencia alguna.
Alfonso Cuarón, que
se dio a conocer internacionalmente con la bella y sensible La princesita (1995), y siguió
deslumbrando con Grandes esperanzas
(1998), Harry Potter y el prisionero de
Azkaban (2004), Hijos del hombre
(2006) y Gravedad (2013), es un mago
de la imagen que aquí no solo reverdece sus laureles sino que los cultiva en
nuevas cumbres.
Aunque no exige mucho
del espectador salvo dejarse ganar por la historia, es cine de autor. Bah, sí,
exige una cosa, adecuarnos al ritmo de su narración que no es el del apurado
cine actual. En ese sentido es magistral la apertura, el baldeo de un pedazo de
patio que puede parecer eterno, pero que en realidad nos está adaptando al
detalle con el que se narrarán los hechos. Esta escena y la del cierre me traen
a la memoria la ya legendaria Forrest
Gump, porque como en ese film de 1994 de Robert Zemeckis, las escenas de
apertura y de cierre hacen al sentido de lo que se quiere contar y me callo,
porque si revelara algo más sería imperdonable.
Roma
tiene más nominaciones para la temporada de premios que propiedades el aloe
vera. Y si bien se disfrutaría a lo grande en la sala de un cine, gracias a su
productora, Netflix, puede verse en dicha plataforma.
Cuando se esté con
ánimo de descubrir una obra de arte imperecedera, no debe perdérsela. Es bella
y emocionante, combinación si no perfecta, casi.
Gustavo Monteros
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