Ernst Lubitsch fue uno de los maestros de la comedia clásica, tan grande fue que se llama
“toque Lubitsch” a los momentos en los que el ingenio, la singularidad, la
sofisticación y la elegancia elevan a la comedia al campo de lo sublime. Pero
como integrante de la producción del Hollywood de la Era de Oro se vio obligado
a cultivar todos los géneros. En 1932 aparte de concebir una de sus comedias
más destacables Una hora contigo y
una de sus obras maestras Un ladrón en la
alcoba (Trouble in Paradise), le
encomendaron un melodrama antibélico Remordimiento
(Broken Lullaby, Canción de cuna rota, en el original). Se basaba en una obra de
teatro de Maurice Rostand, I killed a man (Maté a un hombre). A un francés, Paul Renard (Philips Holmes) le
cuesta superar haber matado a un alemán, Walter Holderlin (Tom Douglas) durante
un combate hombre a hombre un una trinchera de la Primera Guerra Mundial. En
1919, decide viajar a Alemania y conocer a la familia de la víctima para
pedirles perdón. Facilita las cosas que el padre del difunto sea médico, el Dr
Holderlin (Lionel Barrymore). Llegado el momento de la verdad, al francés le
falta coraje y se hace pasar por amigo. Terminará por desatar el amor de la
novia del alemán, Elsa (Nancy Carroll). La guerra “es un monstruo grande y pisa
fuerte”, pero aquí no es mostrada en su dimensión épica con una Vivien Leigh
caminando entre cadáveres como en Lo que
el viento se llevó, sino que se centra en su costado más íntimo, el de los
individuos particulares y sus pérdidas.
François Ozon, que ha hecho de la heterogeneidad el
rasgo más sobresaliente de su carrera, toma este viejo melodrama de Lubitsch y
lo somete a una transformación extrema. Para empezar tiene el coraje de decir
que se basa, no en tal obra de teatro o en tal guión, sino en la película de
Lubitsch. Otros, por pudor o hipocresía, dicen que recrearán tal o cuál
material por este o aquel motivo, nunca que reharán la película que otro hizo
antes. Una tontería, una remake es siempre en primer término sobre una
película, no sobre una historia. Respeta, eso sí, el punto de partida y el
blanco y negro del original. Cambia los nombres, el francés afligido se llama
ahora Adrien Rivoire (Pierre Niney), la víctima es el Frantz del título, Frantz Hoffmeister (Anton von Lucke), el padre
sigue siendo médico, pero va con el nombre de Hans Hoffemeister (Ernst
Stötzner) y la novia del muerto responde al nombre de Anna (Paula Beer).
Ozon ofrece una versión corregida y aumentada. No en
el sentido de corregir lo que está mal (a pesar del tiempo transcurrido, aceptados
los códigos de la época de su creación, casi nada está mal en el film de
Lubitsch) sino de potenciar lo que estaba en ciernes, y aumentar no solo el
volumen de los conflictos sino extenderlos para explorar otras posibilidades y
otros finales. No en vano el viejo film dura 76 minutos, mientras que el de
Ozon dura 113. Y pueden verse uno detrás del otro sin que el de Ozon pierda
interés, tan distintos son, a pesar de sus coincidencias.
Durante los primeros 18 minutos, Ozon concreta una
película como las que aprendimos a amar en los setenta o de antes con los
grandes maestros. La acción avanza a imagen pura, sin subrayados musicales, con
sonido natural, o sea sin que nadie nos indique cómo tenemos que sentir, qué
emoción manejar de acuerdo a la situación. Pero en el minuto 18 entrará la
música, que ya no se irá, y el color, que aparecerá y desaparecerá. Ozon les da
más carnadura psicológica a los personajes, ya no están solo dominados por las
pasiones demandantes que impulsan a los protagonistas de Lubitsch. Adrien es un
narcisista rico y mimado, por lo tanto es un peligro inmenso para una familia
que atraviesa un luto. La novia ya no es una personita práctica con gran
sentido del sacrificio, no, es una mujer compleja que comprende el poder de la mentira
y comienza a usarlo, no bien Adrien confiesa que no es un amigo de Frantz, sino
el soldado que lo mató. Nótese que la irrupción del color coincide cuando la
mentira, en cuanto fantasía, revive y se fortifica. Aunque, a pesar del
atractivo de someter a otros y del color, la fantasía mentirosa es un
artificio, no tiene la contundencia de la verdad y se necesita verdad para amar
y ser amado, de allí el regreso al blanco y negro.
Como vemos a Ozon le interesan otras cosas aparte del
alegato antibelicista, como el poder que da la mentira manipuladora, o en tiempos
en los que Europa tiende a cerrar fronteras, hablar también del temor al extranjero, al que se ve, antes que
nada y por sobre todo, como a un enemigo. En Lubitsch, la confesión del francés
lleva al final del drama, aquí conduce a otra culminación y a una segunda
parte, comandada más por el punto de vista de la novia, que el del francés. Y nos
adentramos, entonces, en el más puro y delicioso melodrama de sentimientos, de
amores que quien sabe si pueden ser.
Algunas películas nos regalan frases que no nos
abandonan y que hacemos nuestras para usar cuando llegue la ocasión ideal. Aquí
hay una que a mí en lo particular se me pegó, sabrá Dios quien la pergeño, un
guión es una tarea a varias manos, ya estaba en el filme de Lubitsch y Ozon
vuelve a usarla, los padres del muerto le pedirán al francés en un momento
clave: “No tenga miedo de hacernos felices.”
En resumen, Frantz
es un elegante y exquisito film melancólico que merece verse.
Gustavo Monteros
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