Había una vez un actor
desesperado por triunfar en la pantalla grande. Tan desesperado estaba que
hasta participó en una película porno, soft, pero porno al fin. Un día tuvo una
idea, en un supermercado compró un libro sobre cómo escribir un guión cinematográfico
y la plasmó en papel. La idea era tan transparentemente buena que consiguió
productores, que le dieran el protagónico y como las rachas (buenas o malas)
son imparables, hasta dio con un director sensible que contó la historia con
pulso estable, John G Avildsen. Y tan seductora fue que se llevó los Óscares a
Mejor Película y Mejor Director, y como tres es número mágico, también el de la
Mejor Edición. El año era 1976, la película se llamó Rocky y el actor era Sylvester Stallone.
Se dice que hay entre siete
y diez ejes narrativos y que todas las historias que se han contado y se
contarán pueden remitirse a esos ejes. No sé si esto es tan así, pero Stallone
con Rocky construyó su cuento sobre
el eje de La Cenicienta. El pobre
boxeador con tanto músculo como determinación y disciplina, enamorado de una
chica que hasta que él llegó parecía destinada a una solteronía irreversible,
desafía al campeón. Y por astucia de Stallone no llega a rey, no destrona al
campeón, aunque sí queda en príncipe. De todas maneras el cuento de la mágica
movilidad social ascendente se cumple y no habrá ganado (era ilógico que lo
hiciera) pero peleó con dignidad. Y nosotros, el público, vicariamente, nos
reflejamos en Rocky, porque somos más los nadies que los campeones y siempre
respondemos emocionalmente a los que llegan ahí, arriba. Supongo que los de
arriba deben ver este ascenso, que a los de abajo nos parece justiciero, como
una amenaza. Sin duda la corte del reino de Cenicienta la vio como una sucia
advenediza, aunque, claro, no hay una auténtica movilidad social en el cuento,
ya que la chica era una noble relegada a las cenizas del rescoldo por la maldad
de la madrasta y las hermanastras.
Cenicientas al margen o no
tanto, Stallone hizo de su Rocky una
saga. Explotó el filón todo lo que pudo, sometió a los personajes que creó a
todos los vaivenes, vicisitudes, encrucijadas del destino que se le ocurrieron.
Bah, los cinco o seis hitos clásicos del melodrama, enfermedades y muertes
injustas, ascensos y caídas, hijos ingratos, etc. Y ganó más plata de la que
perdió y convirtió a su Rocky Balboa en referente cultural ineludible.
Y cuando precisamente con el
nombre de Rocky Balboa (2006) en el
título, creíamos que la historia había llegado a su Colorín Colorado, no,
aparece Ryan Coogler (Fruitvale Station,
2013) y le transfunde sangre nueva al mito. Parte de un desprendimiento
lateral, Adonis Johnson (Michael B Jordan) hijo de Apolo Creed, quiere boxear y
convence a Rocky (Sylvester Stallone, ¿quién más?) para que lo entrene.
Con la anuencia de Stallone
y de todos los involucrados en la franquicia, el dúo Coogler-Jordan más que
revisitar las piruetas más salientes de la saga, las vampirizan y hasta abren
la puerta para una continuación. Si La
guerra de las galaxias va por una nueva trilogía, ¿por qué no Rocky?
Michael J Jordan (nada que
ver con el homónimo famoso, es hijo de una profesora de arte y de un gerente
gastronómico) tiene carisma y por ende un futuro promisorio. Sylvester
Stallone, entre los referentes de los setenta no estará junto a los “dioses”
Dustin Hoffman, Al Pacino o Robert DeNiro, pero es hombre de dos personajes
“fuertes”, Rocky y Rambo. Aquí reverdece sus laureles actorales y se gana con
justicia una nominación para el Óscar como Mejor Actor de Reparto. Ahora es fácil
imitar a Rocky, parodiarlo, pero primero fue necesario crearlo y él lo hizo. La
muy bella Tessa Thompson es el interés romántico y Phylicia Rashad con su
hermosa voz de terciopelo es la viuda de Creed.
En resumen, si usted es
seguidor de Rocky o le gustan las de boxeo, esta semana ésta es su película.
Gustavo Monteros
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