El
inicio es prometedor. Una cámara subjetiva (famosa toma donde vemos lo que ve
el personaje como si fuéramos él) nos lleva por una rambla parisina bordeada de
árboles en un atardecer tormentoso. Paris es bello incluso cuando es tétrico.
Entramos después a un hermoso y pequeño teatro casi vacío. Casi, porque en el
interior alarga su presencia, Thomas (Mathieu Amalric) un dramaturgo y director
que se ha pasado la tarde tomando audiciones a un montón de actrices
inadecuadas para el papel que quiere cubrir, el de la protagonista de una
adaptación de la novela de Leopold von Sacher-Masoch, La Venus de las pieles. La cámara subjetiva se revela como Vanda
(Emmanuelle Seigner) una actriz que llega tarde a la prueba. Vanda es
intrigante, seductora, demandante, viscosa y terminará convenciendo a Thomas de
que le dé la audición. Comienza así un juego que alternará la lectura del guión
con la relación que establecen entre ellos y que refleja, cual espejo, la
dualidad dominador-dominado que cuenta la novela. (No olvidemos que del
apellido del autor surge el término sadomasoquismo).
Sí, La piel de Venus es una obra de teatro
filmada (la misma que, casualmente o no, porque en estas cosas hay un cálculo
propagandístico de retroalimentación, representan en un escenario porteño Carla
Peterson y Juan Minujín) y más que de la sagacidad narrativa de Polanski, el
histrionismo de los actores, las virtudes de la ambientación y vestuario, y la
siempre hermosa música de Alexander Desplat, dependeremos para nuestro
entretenimiento del mucho o poco arte que haya puesto en la pieza el dramaturgo
David Ives.
Poco,
en mi humilde opinión, a los diez minutos yo estaba más aburrido que perro en
plaza seca. Salvo alguna muy ocasional réplica feliz, la conversación se
enredaba y desenredaba en argumentos tan profundos como los editoriales de la
revista Susana y hasta la paradoja típica de este tipo de relaciones, aquella
que cuanto más poderoso es el mando del dominador, más endeble es, porque es
cuando está más necesitado de la sumisión del otro, está más cacareada que
mostrada en términos dramáticos.
Y lo
que es ser la esposa del director, Emmanuelle Seigner luce magnífica en las
películas de Roman Polanski y no tanto en la iluminación de otros directores.
En resumen, Polanski va al teatro y si le gusta
la obra después la filma. Lástima que no coincidamos en los gustos, viene de
filmar una de las obras más torpemente construidas de la historia del teatro, Un dios salvaje, y ahora nos asesta esta
Venus tan tosca como la lana de la bufanda que en el ensayo reemplaza a las
pieles.
Gustavo Monteros
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