Cualquier
guionista o dramaturgo al que le pregunten, les dirá lo mismo: no hay nada más
difícil que escribir una buena comedia romántica. El género ordena que no haya
besos definitivos, bodas inclaudicables y engordamiento con perdices hasta el punto final. Y ese es el malabar más arduo,
mantenerlos químicamente cerca aunque físicamente separados según
circunstancias altamente entretenidas hasta para el más adusto detractor. Hay
trucos, claro. Para todo hay trucos, pero se abusó tanto de ellos, que ya hay
más lugares comunes que trucos a los que recurrir.
Con derecho a roce (Playing it cool, en el
original, o sea “irla de callado”, “jugar con la aquiescencia”) se la hace
fácil. Arranca con el recurso favorito de la postmodernidad: la
autoreferencialidad. Chris Evans es un guionista al que le encargan un guión
para una comedia romántica, que no puede escribir por no tener una experiencia
feliz a la cual aferrarse.
Se
procede, entonces, a dar una justificación para semejante anomalía. Chris
Evans, entre todos los habitantes del planeta, parece el menos indicado para no
haber tenido jamás una pareja. El hombre es de esos errores genéticos que
parecen existir solo para habitar el cine. Apolíneo hasta la perfección (no en
vano en la saga Marvel es El Capitán
América) ni ojeras tiene. Su voz no es del todo agradable, pero algún
casillero no debe llenar para evitar el linchamiento a manos de los menos
agraciados. Otorgada que fue la justificación que avala que esté solo, se
procede a otorgarle un amigo gay (Topher Grace) (una bienvenida contravención,
normalmente es la heroína quien tiene un amigo gay) aparte de otros compinches
más de peculiares características (Luke Wilson, Aubrey Plaza, Martin Starr) que
conforman una especie de coro que comenta, alienta o critica las alternativas
del romance.
Porque
habrá romance, qué duda cabe, aunque la heroína no haya hecho todavía su
aparición. Y como es el elemento que falta, no tarda en irrumpir en el genio y
figura de Michelle Monahan, hermosa, dúctil y simpática como corresponde.
Lástima que esté comprometida con Ioan Gruffudd. Y bueno, tiene que haber un
impedimento para atrasar el happy ending a toda orquesta. Comienzan entonces
los avances y retrocesos de la historia, generadas por el
ex-truco-devenido-lugar-común: salir solo como amigos a pesar del
alborotamiento hormonal y el desquicio sentimental.
Como
se ve Con derecho a roce no aspira a
la originalidad, pero logra sostener el interés, más que nada por el sólido
desempeño del elenco y porque el director, Justin Reardon, decidió comandar la
nave y no descansar en el piloto automático.
En
resumen, los amantes del género no saldrán defraudados. Los demás,
abstenerse o no según su propia cuenta y riesgo.
Gustavo Monteros
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