Nada
despierta más respeto que ser sin inhibición, con orgullo. Cuando se es lo que
se es sin pudor, con altivez.
Ocho apellidos vascos es cine popular que quiere ser popular y que se
enorgullece de querer serlo. Abreva en el siempre rendidor esquema de Romeo y Julieta. Un sevillano se enamora
de una vasca; pertenencias, que según parece, tienen tan irreconciliables
diferencias que dejan a los Caputelo y Montesco a la altura de niños de jardín
de infantes dispuestos a reconciliarse después de un ínfimo entredicho.
La
historia avanza con las sutileza de un tren expreso, los personajes se arman a
puro estereotipo, las situaciones ostentan el grosor de las secuoyas y sin
embargo nada de esto importa, porque es lo que es y a mucha honra. Se permite
todos los colorinches y las cursilerías. Tantas que es imposible no adherir con
simpatía ante semejante avasallador desfile de desvergüenza.
Dirigió
Emilio Martínez Lázaro, sobre guión de Borja Cobeaga y Diego San José. Integran
la parejita joven, la simpatiquísima Clara Lago y el no menos simpático Dani
Rovira. Carmen Machi y Karra Elejalde (que participara en estas tierras en El dedo en la llaga, 1996, de Alberto
Lecchi, junto a Darío Grandinetti y Juanjo Puigcorbé) aportan aplomo y encanto
a la pareja mayorcita.
Se
convirtió en la película española más vista de la historia, o sea que consiguió
lo que buscaba: ser popular.
En
resumen, si se aceptan sus estridencias, se disfruta. (En este instante se
filma la secuela que lleva el tentativo título de Nueve apellidos vascos. Ah, lo de los apellidos es la prosapia
indispensable que hay que tener para ser un verdadero vasco)
Gustavo
Monteros
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