Cada
edad tiene su conflictividad. Siempre se puede tardar unos años en enfrentar
alguna en particular. Un lustro, digamos. Una década, tal vez. Como mucho. Si
se tarda dos, se bordea la imbecilidad (literalmente, entendida en sentido
clínico). Y el personaje de Kevin Kline no parece caer en esa categoría. Del
autor/director prefiero no opinar.
Mathias
Gold (Kline) dice tener casi 58 años ¿y todavía tiene asuntos pendientes que
solucionar con sus padres? Algo con lo que lidiamos a los veintipico, a los
treinta y pico si se es muy lerdo. Encima el pobre cuenta un hecho altamente
traumático que vivió en la veintena, de lo que se cae de maduro que tuvo que
enfrentarlo… para poder sobrevivir. (A menos que no haya sobrevivido y sea un
zombi más de los que tanto pululan).
Mi vieja y querida dama, al igual que El
último amor, que casualmente también transcurre en París, tiene un buen
inicio, pero también como ese fallido film con Michael Caine, no tarda en
desbarrancarse en el mar de la pelotudez, donde navega, feliz, con viento en
popa hasta poner a prueba toda nuestra paciencia, que no es precisamente
infinita.
Mathias
(Kline) ha heredado de su padre un departamento, hermoso y grande, hasta con
jardín, en pleno Marais, el barrio de París. El único inconveniente es que no
puede disponer de él antes de la muerte de Mathilde (Maggie Smith) que habita
el lugar y a la que además debe pagarle una renta (interesante arreglo del
derecho francés con el que se insiste mucho). Vive también allí, la hija de
Mathilde, Chloé (Kristin Scott Thomas). El neoyorquino Mathias, que no tiene un
euro ni para comprarse un chupetín, está más que apurado por venderlo y
regresar a L’Amérique, pero, claro, debe encontrar un comprador que acepte
también a las “inquilinas” del inmueble.
Hasta
ahí, todo bien, pero a medida que comienzan a desarrollarse los conflictos,
vemos que no solo son ilógicos para la edad de los protagonistas, que debieron
resolverlos o enfrentarlos hace muchos años atrás, sino que además son medio
zonzos, bastante sosos, con menos variedad que el blanco. Todo es “apenas”
malo, no nos da ni siquiera el gusto de una caída en el absurdo, de un revolcón
en el ridículo. De haberlo hecho, quizá al menos nos habríamos reído, tal como
está, nos aburre o nos exaspera.
Kline
y Scott Thomas hacen como que actúan, lo único que pueden hacer en realidad.
Maggie Smith procura devolver la plata de la entrada exprimiendo cada línea que
le toca, pero son tan pobres que es casi un trabajo inútil. El fabuloso
Dominique Pinon sonríe con tristeza como deseando que la película fuera otra
cosa.
Escribió
y dirigió (es una manera de decir) Israel Horovitz. Imprescindible solo para
híper-fanáticos de Kline, Scott Thomas y Smith que no puedan vivir sin haber
visto la filmografía completa de sus ídolos.
En
resumen, una de esas películas que de no haberse filmado hubieran hecho más
hermoso el mundo.
Gustavo Monteros
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.