Hay
actores que cuando se ponen detrás de la cámara, dirigen como actúan. Mathieu
Amalric, por ejemplo. Se lo ve actuar cinco minutos y uno cree que sabe todo de
su personaje, y no, el retrato es sesgado, en contraluz, el muy ladino tiene
todavía que dar un paso más para que veamos todos los dobleces que hay en lo
que hace. Así dirige. Cuatro años después de su magnífica Tournée, sobre la gira de un empresario y un elenco de
stripteaseras, arremete contra una novela negra clásica de Georges Simenon y
deslumbra con un ejercicio de estilo que se inscribe en la mejor tradición del
cine noir.
El cuarto azul, no
es el sitio del primer amor como el del tango pero casi, una habitación de
hotel donde los amantes, Julian Gahyde (Mathieu Amalric) y Esther Despierre (Stéphanie
Cléau) se reúnen a darle placer sexual a sus cuerpos y meterle, claro, los
cuernos a sus cónyuges. Como corresponde cuando hay pasión abrasadora, la
cuestión va a complicarse y mucho. Todo lo vamos sabiendo a través de
conversaciones, más bien declaraciones de Julian ante policías, psicólogos
legistas y jueces de instrucción. Una apasionante manera de contar porque en un
principio sabemos que hay un crimen y que acusan a Julian del mismo, pero no
sabemos quién es la víctima. Y cuando lo sepamos, no sabremos el cómo, y así.
Tal como a Amalric le gusta actuar.
Mucho
hay de bueno para destacar en esta película. Entre lo mejor, sin duda, figuran
los escarceos eróticos en el mentado cuarto azul. Los directores siempre caen
en las variantes del soft porno para contar la pasión sexual y como se
repitieron hasta el hartazgo, ya cansan, y uno desea que recurran a los sugerentes
puntos suspensivos de la vieja época, en que casi no se podía mostrar sexo,
tiempos en los que se activaba la más desenfrenada virtud humana, la
imaginación. Sabemos que Ingrid Bergman tuvo con Cary Grant, y con casi todos
sus galanes, los orgasmos más refulgentes sin que la viéramos jamás en paños
menores, le bastaban unos labios anhelantes antes y una mirada de lascivia
satisfecha después para contarnos la experiencia. Amalric no regresa a los
puntos suspensivos, muestra, pero de una manera novedosa en la que los diálogos
y los cuerpos se mezclan refrescantemente.
Como
buen actor que es, sabe que las historias se cuentan mejor con intérpretes
inspirados. Él está como siempre, o sea, más allá de los adjetivos. La casi
debutante Stéphanie Cléau no se anda con vueltas y no se guarda nada, mientras
que Léa Drucker, como la esposa de Julian, siembra pertinente misterio.
En
resumen, meterse a espiar en este cuarto azul es pasarla muy pero muy bien.
Gustavo
Monteros
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