jueves, 5 de febrero de 2015

La teoría del todo



Como es temporada de premios, quiero que me entreguen uno al mejor espectador por haber visto La teoría del todo de principio a fin, sin saltarme un fotograma, ni evitar chistando o masticando ningún acorde de violín. Es el tipo de películas que los entregadores de premios adoran, o sea un drama esperanzador sobre una persona real que padece una enfermedad terrible.


En este caso se trata de Stephen Hawking, el famoso físico teórico, astrofísico, cosmólogo y divulgador científico, de sus años mozos en la universidad de Cambridge, de cómo conoció a Jane, le diagnosticaron una enfermedad motonueronal, de cómo igual se casó con Jane, tuvo hijos con ella y esas cosas, hasta que se separaron. Sí, el guión se basa en el libro que escribió Jane, de allí que el film cuente solo la historia del primer matrimonio de Hawking.


Como se trata de una biografía oficial, las agachadas, los renuncios, las traiciones, los conflictos inconfesables están entre escena y escena, en los puntos suspensivos, los que con discreción inglesa se esbozan, pero jamás se explicitan. Todo bien, muy humano eso de mostrar solo lo que se puede o quiere mostrar y ocultar lo que avergüenza o intimida. Eso no quita que la pregunta del millón se imponga, no para Jane, claro, que en su biografía cuenta lo que le sale, sino para los creadores que acometieron con este material: ¿para qué jugar con el morbo de los efectos de una enfermedad muscular atrofiante y degenerativa para dejar cerradas las puertas del baño y del dormitorio? Ojo, no es que yo quiera saber con detalles qué es lo que pasa en esos lugares, es más, podría haber prescindido de toda la película, insisto, detesto las películas de enfermedades, porque son la forma menos imaginativa de hacer drama o melodrama, pero si van a jugar con el morbo, después no sean hipócritas y se comporten como pudorosas señoronas de la acción católica.


Eddie Redmayne (a quien vimos en Los miserables y como el breve enamorado de la Monroe en Mi semana con Marilyn) hace bien los deberes y reproduce con detalle todas las contorsiones a los que la horrible enfermedad condena a Hawking. Como con Daniel Day Lewis en Mi pie izquierdo, Mathieu Amalric en La escafandra y la mariposa o John Hawkes en Las sesiones) uno se apabulla ante los logros físicos de una actuación tan exigida, lo que hace que los dadores de premios se predispongan generosamente. Felicity Jones como Jane ejecuta una faena impecable, aunque en mi modesta opinión ni tan nominable ni tan premiable. Es impecable, insisto, pero no destacable entre las “mejores” del año. Tuvo la suerte que no tuvieron Charlie Cox como Jonathan o Maxine Peake como Elaine, ambos impecables también, pero sin ligar ninguna nominación. David Thewlis y Simon McBurney pasean su autoridad y la gran Emily Watson dice una línea inolvidable de involuntario humor que remata Felicity.


En resumen, que se yo, no soy el espectador requerido para estas películas. No puedo negar que cumple con creces lo que promete, un personaje célebre, una enfermedad temible y mucho violín. Si les atrae este tipo de temas, la incluirán entre sus favoritas.Dirigió James Marsh.

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