Como
es temporada de premios, quiero que me entreguen uno al mejor espectador por
haber visto La teoría del todo de
principio a fin, sin saltarme un fotograma, ni evitar chistando o masticando
ningún acorde de violín. Es el tipo de películas que los entregadores de
premios adoran, o sea un drama esperanzador sobre una persona real que padece
una enfermedad terrible.
En
este caso se trata de Stephen Hawking, el famoso físico teórico, astrofísico,
cosmólogo y divulgador científico, de sus años mozos en la universidad de
Cambridge, de cómo conoció a Jane, le diagnosticaron una enfermedad
motonueronal, de cómo igual se casó con Jane, tuvo hijos con ella y esas cosas,
hasta que se separaron. Sí, el guión se basa en el libro que escribió Jane, de
allí que el film cuente solo la historia del primer matrimonio de Hawking.
Como
se trata de una biografía oficial, las agachadas, los renuncios, las
traiciones, los conflictos inconfesables están entre escena y escena, en los
puntos suspensivos, los que con discreción inglesa se esbozan, pero jamás se
explicitan. Todo bien, muy humano eso de mostrar solo lo que se puede o quiere mostrar
y ocultar lo que avergüenza o intimida. Eso no quita que la pregunta del millón
se imponga, no para Jane, claro, que en su biografía cuenta lo que le sale,
sino para los creadores que acometieron con este material: ¿para qué jugar con
el morbo de los efectos de una enfermedad muscular atrofiante y degenerativa
para dejar cerradas las puertas del baño y del dormitorio? Ojo, no es que yo
quiera saber con detalles qué es lo que pasa en esos lugares, es más, podría
haber prescindido de toda la película, insisto, detesto las películas de
enfermedades, porque son la forma menos imaginativa de hacer drama o melodrama,
pero si van a jugar con el morbo, después no sean hipócritas y se comporten
como pudorosas señoronas de la acción católica.
Eddie
Redmayne (a quien vimos en Los miserables
y como el breve enamorado de la Monroe en Mi
semana con Marilyn) hace bien los deberes y reproduce con detalle todas las
contorsiones a los que la horrible enfermedad condena a Hawking. Como con
Daniel Day Lewis en Mi pie izquierdo,
Mathieu Amalric en La escafandra y la
mariposa o John Hawkes en Las
sesiones) uno se apabulla ante los logros físicos de una actuación tan
exigida, lo que hace que los dadores de premios se predispongan generosamente. Felicity
Jones como Jane ejecuta una faena impecable, aunque en mi modesta opinión ni
tan nominable ni tan premiable. Es impecable, insisto, pero no destacable entre
las “mejores” del año. Tuvo la suerte que no tuvieron Charlie Cox como Jonathan
o Maxine Peake como Elaine, ambos impecables también, pero sin ligar ninguna
nominación. David Thewlis y Simon McBurney pasean su autoridad y la gran Emily
Watson dice una línea inolvidable de involuntario humor que remata Felicity.
En
resumen, que se yo, no soy el espectador requerido para estas películas. No
puedo negar que cumple con creces lo que promete, un personaje célebre, una
enfermedad temible y mucho violín. Si les atrae este tipo de temas, la incluirán
entre sus favoritas.Dirigió James Marsh.
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