Stephen
Sondheim, el compositor y letrista de Broadway, es un genio. No porque lo diga yo sino por la diamantina
contundencia de su producción. Se dice que se requiere una dosis de
conocimiento o sofisticación para apreciarlo, puede que eso fuera cierto cuando
comenzó, hoy sus innovaciones ya están incorporadas a las resoluciones de la
música popular, porque como con todo genio, los compositores que admiraron su
trabajo y surgieron después lo hicieron asequible al gran público. Tanto es así
que Disney, que no produce nada que no llegue a generar adhesiones millonarias
en almas y billetes, se anima a llevar al cine este musical suyo. Se dice
también que es un gusto adquirido, que es necesario escucharlo más de una vez
para comenzar a degustarlo, dicho así suena trabajoso, pero Patricio Rey y los
redonditos de ricota también lo son y eso no impidió que se transformaran en un
culto multitudinario. A lo que voy es que no será Palito Ortega, pero tampoco
es Schoenberg. No tendrá la fácil y verificable melodía típica del sonido
Broadway, pero tampoco se sale de sus obras sin tararear alguna canción. Él es
otra cosa. Sus devotos siempre debemos sacarnos de encima primero estas
consideraciones, porque más de una vez nos hemos chocado al mencionarlo con un
“Ah, Sondheim”, con el que se quiere descalificarlo por raro o demandante.
En
1987, o sea siglos antes de que a algunos productores se les ocurriera la
serie, en mi modesta opinión un tanto pedorra, Once upon a time, el dramaturgo James Lapine y nuestro Sondheim estrenaron
en Broadway Into the woods. La obra
mezclaba algunos personajes de cuentos infantiles clásicos como Caperucita
Roja, la Cenicienta, Jack (el de las habichuelas mágicas), Rapunzel, con otros
de su propia cosecha tales como el Panadero, su Mujer, la Bruja y el Narrador,
quien podría ser también el padre fugitivo del Panadero. La obra fue un éxito
arrollador inmediato y conoció una larga temporada inicial, celebrados montajes
en grandes capitales teatrales y diversos reestrenos.
Como
en toda obra de Sondheim, la música está al servicio de la teatralidad de la
trama, que tiene una notable profundidad temática, aunque el seguimiento de la
misma sea algo sencillo y muy disfrutable. Como con los imperecederos clásicos
setentistas, Tiburón o Cabaret las
ideas surgen de una trama asequible y atrapante, no están impresas en ella, de
allí su éxito instantáneo. Y como en los cuentos cuyos personajes toma, las
vueltas del argumento por momentos son
oscuras y ostentan hechos de sangre, y el tono es, también por
momentos, reflexivo, asertivo,
aleccionador. Y parte de la noción, inserta en la tradición cultural
anglosajona, de que el bosque es un lugar misterioso, en el que no se sale
nunca de la manera en que se entró, es un lugar de aprendizaje en el que pueden
pasar cosas que se salen de lo normal, tales como el sexo irrestricto o el
crimen. Todo con mucho humor, gracia inspirada e ingenio envidiable.
Las
canciones claves nos dan la pista de cuáles son los ejes de la obra. Children
will listen (Los chicos escuchan) testimonia que los deseos, sueños o anhelos
de los padres forman o deforman los de los hijos. No one is alone (Nadie está
solo) ratifica que toda acción o elección tienen su consecuencia y que muchas
veces nuestro egocentrismo nos impide ver que nuestras acciones o elecciones
exceden nuestro encierro y tienen repercusiones sociales. Las canciones de Jack
y de Caperucita, después de hechos decisivos sobre los que no conviene
adelantar mucho, ratifican que crecer es inevitable, y que por más traumático
que sea es mejor que vegetar. Agony (Agonía) el vals de los príncipes da cuenta
de la necesidad de tener a veces anhelos incumplidos para poder ser con
plenitud o poder seguir adelante. La bruja dice por ahí que amar a veces es
meter la pata y que no hay disculpas pero tampoco salidas.
La
obra es rica de toda riqueza, elijan cualquier personaje, sigan su derrotero y
se toparán con unas cuantas revelaciones sobre las conductas humanas, las
concepciones sociales o sexuales heredadas y lo divertidamente equivocadas que
pueden estar.
Rob
Marshall, después de Chicago, es como
el señor de los musicales para el cine yanqui. Como se inició también como
coreógrafo, yo digo con maldad que se cree Bob Fosse, y por las dudas no se
entienda la maldad, agrego: Pobre. Esta vez procuraré ser justo con él. Como
fanático de Sondheim que soy, no coincidiré plenamente con nadie que acometa
este material. Al único director que no le objetaría decisión alguna hubiera
sido Ingmar Bergman, que entendía mucho de bosques, mitos y reveses humanos. Un
sueño, claro, porque Bergman que llegó a conocer y admirar la pieza, ni se
le cruzó por la cabeza la posibilidad de dirigirla.
Uno
de los méritos de Marshall, y no es poca cosa, consiste en reunir elencos
maravillosos. Este no es la excepción: Emily Blunt, James Corden, Meryl Streep,
Anna Kendrick, Chris Pine, Johnny Depp, Simon Russell Beale, Frances de la
Tour, Christine Baranski, Tracey Ullman; los casi debutantes Daniel Huttlestone
(Jack) y Lila Crawford (Caperucita); y los jóvenes aunque experimentados Billy
Magnussen (el Príncipe de Rapunzel) y Mackenzie Mauzy (Rapunzel) que acceden a
medirse con Meryl Streep y gente así.
Mi
corazoncito late más por algunos (Blunt, Corden, Kendrick) que por otros, pero
la dueña de la velada es , otra vez, Meryl Streep. Meryl vive en el prodigio, cuando uno cree que ya tocó techo y
que comenzará a desandar sus logros, repitiéndolos, revitalizándolos, lo que no
estaría mal, porque tiene joyas como para varias coronas, alcanza nuevas
alturas y uno se queda pasmado, con la boca abierta y con el alma otra vez de
fiesta. De allí que aunque parezca un abuso, una prepotencia, merezca todas y
cada una de las nominaciones que ganó por este trabajo. Lo que hace es perfecto
y podrían darse clases de cómo actuar en un musical, desmenuzando este casi
milagro que ejecuta aquí. Hace que cada inflexión, respiración cuenten. Las
intenciones, los subtextos, los matices son infinitos. Sabe que Sondheim es
genial y se abalanza con espíritu sibarita para saborear y hacernos partícipes
del banquete.
Puede
que no todas las decisiones de Rob Marshall sean las acertadas, pero Stephen
Sondheim y Meryl Streep hacen ineludible un paseo En el bosque.
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