No soy perro en el horóscopo chino,
aunque debería serlo. Comparto con el mejor amigo del hombre un sentido de
lealtad que me lleva a veces casi hasta la autoinmolación. Equivocadamente soy
fiel a los actores que me regalaron momentos inolvidables. Contra toda
prudencia no puedo dejar de ver películas con Robert De Niro, Bruce Willis,
Diane Keaton, Susan Sarandon, entre otros. Las estrellas incluso en el cuarto
menguante de sus carreras pueden darse el lujo de elegir en qué proyectos
malgastar su carisma o su talento. Sabrá Dios qué razón, capricho o
imponderable los hace optar por films en los que hasta el portero de sus
edificios les aconsejaría no participar. Para colmo de males, una vez en el
baile piensan solo en ellos, ponen piloto automático y no siguen el ejemplo de
Michael Caine. El inglés, acuciado por deudas, juicios y cuentas, se involucró
en unos cuantos bodrios sin remedio, pero siempre se preocupó por devolver la
plata de la entrada. En el centro del desastre no olvidaba que habría
espectadores que irían por él y nos entregaba una actuación decente que no nos
avergonzaba de ser sus devotos seguidores. Nadie les pide que salten de una
obra maestra a otra, sino que tengan un dejo de lealtad hacia su abnegado público.
Hoy mi reclamo va dirigido a Harrison
Ford. En estos últimos tiempos no pega una. El hombre está en mi altar de
favoritos. Lo hicieron ganar ese sitial su
Han Solo, su Indiana Jones, su Testigo en peligro, su Rick Deckard de Blade
Runner, su Costa Mosquito y si me apuran hasta su Búsqueda frenética y su
Fugitivo. No voy a bajarlo de un plumerazo, pero me está cansando su
insistencia en hacerme tragar un bodrio tras otro. Paranoia entra en ese menú
sin discusión, es otro plato indigesto y pesado.
Un joven (Liam Hensworth) experto en
tecnología digital queda en el centro de la disputa de dos titanes de la
industria (Harrison y Gary Oldman). La trampa en la que cae de puro ambicioso tarda
como 40 minutos en armarse, lo cual pasado a tiempo psicológico equivale como a
cuatro siglos de tedio. Y bueno, hay que dar tiempo a que el espectador al que
está dirigido el producto degluta el pochoclo tranquilo, no sea cosa de
complicarle la masticación con una idea. El módico suspenso se establecerá en
ver cómo zafa. Obviamente habrá un subtrama amorosa con sus consabidos besos y
sexo, más una emotiva, es un decir, y conflictiva, es otro decir, relación
padre-hijo.
Liam Hensworth es un muchacho buen
mocito con menos encanto que un papagayo desplumado. Gary Oldman no tiene esta
vez que impostar un acento estadounidense y habla su inglés natal con un
subrayado de sainete. Harrison se empeña en aparentar ser más viejo de lo que
es, una especie de coquetería al revés, no disimular la edad sino marcarla
exageradamente. Y cuando se enoja hace como que actúa. Richard Dreyfuss es el
padre perdedor y ético, lo que supuestamente garantiza nuestra simpatía. Amber
Heard hace de chica linda (en Machete kills la pasa mucho mejor). Julian
McMahon (Nip/Tuck) pone cara de malo, lo que le cuesta poco. Embeth Davidtz (la
recordada Miss Honey de Matilda) hace de señora fina y Lucas Till hace de amigo
rubio. Eso sí, es de muy buen gusto la ambientación y el vestuario (qué se le
va a hacer, cuando uno se aburre presta más atención a esas cosas). Dirigió un
tal Robert Luketic.
Querido Harrison, no hemos terminado,
pero en honor a nuestro pasado sería beneficioso que dejaras de amargar las
promesas de un futuro en común con una desilusión tras otra.
Un
abrazo, Gustavo Monteros
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