Hay películas que son como
aproximarse al mar. Uno oye hablar persistentemente de ellas, como a las olas a
la distancia, hasta que finalmente se las ve…
Hay películas que son como un deber
cívico. Uno las ve porque es una obligación que se espera de nosotros…
Una vez en una fiesta me preguntaron
si había obras de teatro fáciles de escribir. Sí, contesté, dale a el o la
protagonista una enfermedad grave, marcales el deterioro hasta matarlos y tenés
garantizado que todos empatizarán con dicho drama, no puede fallar.
Sigo pensando lo mismo.
La vejez, la enfermedad y la muerte
son miedos atávicos de los que es imposible huir. No hay quien no los tenga.
Comprendo que haya creadores que
sientan la necesidad de exorcizarlos contando historias que los abarquen. Comprendo
que haya espectadores que necesiten hacer catarsis de los mismos, para poder
enfrentarlos cuando lleguen o poder superarlos si los han experimentado.
La vejez, la enfermedad y la muerte
son tragedias cotidianas.
Ya no soy joven y he conocido, como todos
los que ya no lo son, la enfermedad, el deterioro y la muerte de seres cercanos
y queridos. Pero cuando todo ha pasado, cuando el espanto y la tristeza se han
ido, prefiero recordarlos en la plenitud, en la fuerza.
O sea que comprendo pero no comparto
la necesidad de revisitar las agonías.
Amour de Michael
Haneke es el relato de la enfermad y decadencia de una mujer vieja, Emmanuelle
Riva. La atiende amorosamente su marido, Jean-Loius Trintignant. La hija,
Isabelle Huppert, no termina de entender que es lo que está sucediendo.
No diré nada más porque Amour no es una película para mí. Ojalá
que lo que escribo les sirva para saber si es una película para ustedes.
Un abrazo, Gustavo Monteros
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