La colosal (por lo significativa y
voluminosa) novela de Víctor Hugo es como el Highlander de Christophe Lambert:
nunca muere y siempre vuelve. Conoció versiones teatrales, cinematográficas y
televisivas, pero desde 1980, año en el que los franceses Claude-Michel
Schönberg y Alain Boublil pusieron la última nota y la última palabra, se dice Los miserables y se piensa en el
musical.
Les
Miz, para los íntimos, dio la vuelta al mundo y sus melodías se canturrean
hasta en cantonés. Fenómeno más que justificado porque es un musical
portentoso. Superó cuanto record se le
puso en frente y ostenta cifras de venta escalofriantes. Y con la certeza de
que el día sigue a la noche se sabía que en algún momento sería llevado al cine
en una gran producción. Tarea no muy complicada por la cantidad de personajes y
escenarios. Eso sí, causa extrañeza que estando tan cerca de lograr lo que Tim
Burton y Stephen Sondheim ambicionaban para su Sweeney Todd, Tom Hooper (El
discurso del rey) más allá de la innovación técnica de la que hace uso,
subrayara el “distanciamiento” teatral que el musical que viene de los
escenarios provoca en el cine. Me explico.
Tim Burton y Stephen Sondheim querían
que Sweeney Todd tuviera la lógica de
una película, que fluyera sin números “explicativos”, que si le sacara el
sonido y se pusieran sólo los subtítulos funcionara como un film corriente. En
teatro, por ejemplo, poner en el segundo acto una canción-monólogo en la que un
protagonista nos cuenta lo que siente es una convención aceptada y no molesta,
pero trasplantada al cine en iguales
términos detiene la acción y denuncia que estamos ante un material que viene de
otro lado. Para evitar esto, Burton y Sondheim eliminaron incluso melodías
favoritas de los conocedores del Sweeney
Todd teatral, como la bella balada coral que abre la obra y que establece
los personajes y la época, relegando algunas notas de la misma a los títulos
iniciales.
Tom Hooper en Los miserables parte de una innovación técnica que parece ir en el
mismo sentido. Normalmente en un musical para cine se graba primero la banda de
sonido y después los actores hacen playback (fonomímica) al filmar. Aquí los
actores cantaron en el set, en vivo, como si de parlamentos comunes se tratara,
acompañados de un piano, y recién en la post-producción se añadieron las
orquestaciones. Se dice que de ese modo las actuaciones ganan en espontaneidad
y se acercan a lo que los actores están habituados a hacer para una película.
Pero a la hora de la puesta en escena Hooper se puso a “teatralizar” lo más que
pudo. Hay, por ejemplo, cielos cargados y ambientes sombríos toda vez que los
personajes sufren y da la impresión de que más que locaciones, Hooper manejara
escenografía y luces en un foro teatral.
Lo que digo es meramente descriptivo
o especulativo, cada uno hace la película que quiere o que puede y lo que
importa son los resultados. Hooper, teatral o no, entrega una versión cinematográfica de Los miserables que potencia las virtudes
del material original, y que entusiasma incluso a los fanáticos de la obra. Algo
que no sucedió con el malhadado Fantasma
de la ópera para el cine, sus seguidores siguen prefiriendo la obra a la
película. Hooper, proponiéndoselo o no, obtiene lo que buscaba Jack Warner al
llevar al cine Mi bella dama o sea
que los que la habían visto en el teatro recrearan la experiencia y los que no
la hubieran visto tuvieran una idea de lo que se habían perdido. Imposible no
mencionar aquí la “traición” de Warner: la sustitución de la protagonista.
Julie Andrews no repitió en cine su Eliza que la convirtió en súper estrella
teatral de la noche a la mañana, el papel le fue dado a una figura
cinematográfica ya consolidada: Audrey Herpburn. Warner argumentó que Andrews
no daba bien en cámara. La luminosa carrera posterior de la impar actriz y
cantante dio cuenta del error. Aunque quizá Warner con mentalidad cruel de
productor quería ofrecer un solo elemento de diferencia de la versión de
Broadway y Andrews pagó el banquete. Pudo ser el fin de su carrera, por suerte
hay algo de justicia para el espectador de cine y esto no pasó.
Les
Miz lleva más de 30 años cabalgando los escenarios y Hooper les hace guiños
a sus devotos. Numerosos actores-cantantes que protagonizaron las puestas
míticas hacen en el film pequeños papeles, un pequeño homenaje a los mismos y a
los espectadores que los adoraron. El más notorio es Colm Wilkinson que hace
aquí el cura de los candelabros y que fue el primer Jean Valjean inglés y cuya
vocalización para Bring him home (Que termine a salvo) han repetido todos los
Valjean que le siguieron, incluido Hugh Jackman en la que nos ocupa.
Cuando se dio a conocer el elenco,
había en él nombres que ya habían demostrado virtudes canoras (Hugh Jackman,
Anne Hathaway, Amanda Seyfried, Sacha Baron Cohen, Helena Bonham Carter) y dos
que al menos en cine jamás habían cantado: Eddie Redmayne y Russell Crowe. El
primero había estado en un Oliver! de
modo que se suponía sabía cantar. De Russell Crowe se sabía que había andado
por bandas de rock, así que tampoco era un novato. Crowe no me va ni me deja de
venir, pero algo parecido a la simpatía le tengo porque fue uno de los últimos
actores que mi madre prefirió y como le resultaba difícil pronunciar su
apellido, lo llamaba “Ojitos claros”. Más allá de los recuerdos familiares, a
“Ojitos claros” siempre le admiré su voz grave a la que le saca cantando el
máximo provecho.
La trama central, ya se sabe, se
centra en las dificultades de Jean Valjean (Hugh Jackman) para redimirse
(terminó en la cárcel por hambre, por robar ¡un pan!) y la eterna persecución
que sufre por parte de Javert (Russell Crowe), representante policial de un
orden social despiadado. Hay dos subtramas femeninas, la de Fantine (Anne
Hathaway), la del triste destino, y la de su hija, Cosette (Amanda Seyfried), a
la que le va un poco mejor. Más la subtrama político social con Marius (Eddie
Redmayne) a la cabeza. Y, por supuesto, la inolvidable (por lo temible)
injerencia de los Thénardier (Helena Bonham Carter y Sacha Baron Cohen).
Todos están muy pero muy bien, y se
destacan, con justicia, los que vienen cosechando premios y nominaciones: Anne
Hathaway, que es la imagen misma de la desesperación, el abandono y el
resentimiento justificado, y el bueno de Hugh Jackman que da su mejor actuación
hasta la fecha en un Valjean de lujo. No creo que se quede con el Óscar porque
tuvo la poca suerte de corporizar este gran papel el año en que Daniel Day
Lewis pasa a la historia de la interpretación con su insoslayable Lincoln. No
importa, Jackman ya está en los anales de los grandes del musical. Se hacen
notar también los casi debutantes, Aaron Tveit (Enjolras) y Samantha Barks (Éponine).
A ella le toca cantar la hermosa On my own (Por mi cuenta) y se pone a años
luz de su apellido (al que si lo traduzco me queda: Samantha Ladra).
En resumen, a menos que se deteste
los musicales por principio, Los
miserables es una cita ineludible por la potencia de la historia (mezcla
perfecta de melodrama y drama social), la belleza de la seductora partitura
(aunque no se quiera se sale del cine silbando algo) y la entrega de los
actores (no es común ver tanta pasión).
Un abrazo, Gustavo Monteros
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