Luc Besson es más francés que le croissant, la baguette o
l’éclair. Sin embargo es el más hollywoodense de los realizadores europeos. A
las pruebas me remito: Azul profundo,
Nikita, El perfecto asesino, El quinto elemento. Aunque le ha dado un toque
de finesse, d’auteur a la estandarizada receta yanqui del cine de acción.
La fuerza del amor (The
lady, en el original) es su segunda biopic (película biográfica) si
consideramos como tal su pochoclerísima Juana
de Arco. Se centra en Aung San Suu Kyi, una líder pacifista birmana que se
opone a una dictatorial Junta Militar. Ya se sabe, en las dictaduras la vida no
vale nada y Suu conserva su pellejo primero por la superstición de un general y
después por la siempre atendible razón de que contra un enemigo vivo se puede
luchar mientras que con un mártir no queda otra que verlo agigantarse. La dama,
que lo es en todo el sentido de la palabra, cuenta con el apoyo incondicional
del marido y padre de sus dos hijos, Michael Aris, un erudito inglés en
cuestiones orientales.
The lady comete todos los pecados veniales y
mortales de una biopic. Idolatra a su protagonista, simplifica lineamientos
políticos que se intuyen más complejos y banaliza dilemas éticos
inconmensurables. Con buen criterio Besson muestra cuidado y reserva en el
registro de las atrocidades de una dictadura, lo que resulta paradójico en
alguien que no tuvo restricciones en pergeñar sadismos varios en producciones
anteriores. Pero claro aquello era ficción pura y esto realidad amarga: la
crueldad de los dictadores supera la imaginación descabellada de cualquier
autor. De todos modos el peor pecado del film, la santificación de su
protagonista (de la que se ríen en un tierno diálogo) es absuelto por la
franqueza que exhibe. Es una película militante, el problema sigue sin
resolverse, Birmania continúa bajo una dictadura y se dice por ahí: Ustedes que
tienen libertad ayúdennos a obtener la nuestra. La señora ganó en 1991 el
otrora significativo Premio Nobel de la Paz, devaluadísimo ahora desde que se
lo dieron a ¡Obama!
El film triunfa o sea gana en temperatura emocional cuando se
concentra en detalles: la radio sin pilas, el teléfono espasmódico que
incomunica más que comunica, el piano que enseña la palabra música o los dedos
del asesino que se despiden en el gesto de disparar un arma. Es cuando lo
político se convierte en peripecia humana que se logra la conmoción y la
solidaridad del espectador.
Me costó entrar en la película, un problemita que tengo
últimamente. Es que el cine contemporáneo es tan previsible, tan verificable,
tan fácilmente decodificable que uno al segundo fotograma ya sabe de qué viene
el trámite y se padece un déjà vu que dura toda la proyección. Como siempre los
actores vinieron a mi rescate. Una mirada desesperada, triste y piadosa de
Michelle Yeoh me hizo entrar y la historia ya no me soltó. Yeoh nació en
Malasia y tiene una carrera muy particular. Estudió danza en Londres, fue reina
de la belleza, triunfó en el cine haciendo acrobacias y artes marciales en
películas de acción, hasta coprotagonizó un par con, nos ponemos de pie y
hacemos una reverencia, el genial Jackie Chan. Occidente la conoció cuando
James Bond era Pierce Brosnan en El
mañana nunca muere y alcanzó notoriedad mundial con la inolvidable El tigre y el dragón. Después Hollywood
la usó en varios despropósitos, pero no importó, porque ya sabíamos que era una
actriz maravillosa. Aquí deslumbra. Hay una foto del estreno, en la que Besson
se inclina y le besa la mano. No es un aspaviento francés, es el reconocimiento
sincero a una grande. El bueno de David Thewlis es el marido, que hace una cosa
medio rara, por momentos su actuación tiene profundidad y sutileza y en otros
un trazo grueso con acabado de hilo chanchero. Sea como fuere, tamaño contraste
lo vuelve hipnótico.
Un abrazo, Gustavo Monteros
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