Suele decirse que a la hora de las historias, nada es más
difícil de contar que la bondad y la felicidad. Se afirma que la dificultad
radica en que la bondad es absoluta, y en que la felicidad carece de matices.
Habla mucho de la condición humana que la maldad, a la que también podría
caracterizarse como absoluta, se cuenta con facilidad pasmosa, y que los
infortunios de diverso calibre nutren todo tipo de narraciones.
Sin embargo de vez en cuando alguien descubre un modo de
contar la bondad y la felicidad sin villanos ni esquemas melodramáticos. Como
ahora el francés Philippe Le Guay.
Había una vez en el París de 1962 una casona señorial. En el
quinto piso vivían Jean-Louis Joubert (Fabrice Luchini) y su esposa Suzanne
(Sandrine Kiberlain). Él es un asesor de inversiones (uno más y van…) (pero es
1962 y el daño recién empieza…). Ella se dedica a ser una señorona. Son muy formales,
correctos, hacen lo que se debe, los mandatos sociales son su segunda piel. Muy
conservadores, bah. Aunque no lo saben, están más muertos que el Mar ídem. Por
suerte a él la frustración soterrada no lo ahoga como para no ver que a su
alrededor hay personas necesitadas de ayuda. Y un pequeño gesto solidario lo
pondrá en contacto con las mujeres del sexto piso: unas españolas más vivas que
un bebé recién palmeado. Las españolas dejaron atrás afectos y familias para
hacer “la Francia” y llevarse de vuelta algunos francos trabajando de
sirvientas. La vida en el sexto piso es más que precaria. Se mueren de calor en
verano y de frío en invierno, no tienen baño para higienizarse y sólo disponen
de un excusado. Una canilla y la luz eléctrica son todos sus lujos. Aunque esto
no mella su vitalidad, su alegría, sus ganas de comer rico, tomarse un buen
vinillo y cantar coplas.
Así que Jean-Louis al entrar en contacto con ellas descubrirá
que lleva una vida gris y vacía aunque tenga la panza llena y casi todas sus
necesidades satisfechas.
Como en todo relato que se centra en la bondad y en la
felicidad hay algo de cuento de hadas. No es para menos. No se necesita ser
ningún Einstein para comprobar que estamos hasta las orejas de maldades,
mezquindades y desgracias… Pero es hermoso y gratificante ver para variar gente
que lucha por ser feliz, por no perder la alegría y que ejerce la solidaridad
no como una obligación moral o religiosa sino como algo natural, de pura buena
gente que son.
Fabrice Luchini (visto el año pasado como marido de Catherine
Deneuve en Potiche/Las mujeres al
poder de Ozon) es, aunque parezca una contradicción de términos, tan sutil como
histriónico. Se ven con claridad los cambios de su personaje pero no los hace
obvios. En las escenas de la oficina es donde más se nota esta metodología de
trabajo. En apariencia sigue siendo el mismo y sin embargo ya no lo es.
Sandrine Kiberlain está también muy bien en su burguesa convencional pero que
no ha perdido la bondad. Y sin desvirtuar su personaje se permite actuarlo con
alguna ironía. A la cabeza de las españolas está Natalia Verbeke, actriz
argentina formada en España a la que vimos como pareja de Darín en El hijo de la novia de Campanella y
junto a Nancy Duplá y Pablo Echarri en Apasionados
de Jusid. Aquí se la ve segura, dueña de sus medios expresivos y en la escena
de la ducha ratifica que está para el “crimen”. Es María, la nueva mucama de
Jean-Louis y Suzanne, que desempolvará los muebles y las ganas de vivir
perdidas. Las demás españolas son el colmo del gracejo y superan con talento
los estereotipos propuestos por el guión y le dan carnadura de personajes. Dejo
para lo último a la extraordinaria, descomunal, iridiscente Carmen Maura que
ganó el César, el Óscar francés, a la mejor actriz de reparto por esta
película. Cuando está en escena es imposible mirar para otro lado. Destella.
En resumen una película bella y luminosa. Eso sí, si a
ustedes los conmueven como a mí los actos solidarios espontáneos lleven pañuelos
descartables. Se me empañaron los anteojos más de una vez.
Un abrazo, Gustavo Monteros
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