viernes, 13 de abril de 2012

Las mujeres del sexto piso



Suele decirse que a la hora de las historias, nada es más difícil de contar que la bondad y la felicidad. Se afirma que la dificultad radica en que la bondad es absoluta, y en que la felicidad carece de matices. Habla mucho de la condición humana que la maldad, a la que también podría caracterizarse como absoluta, se cuenta con facilidad pasmosa, y que los infortunios de diverso calibre nutren todo tipo de narraciones.

Sin embargo de vez en cuando alguien descubre un modo de contar la bondad y la felicidad sin villanos ni esquemas melodramáticos. Como ahora el francés Philippe Le Guay.

Había una vez en el París de 1962 una casona señorial. En el quinto piso vivían Jean-Louis Joubert (Fabrice Luchini) y su esposa Suzanne (Sandrine Kiberlain). Él es un asesor de inversiones (uno más y van…) (pero es 1962 y el daño recién empieza…). Ella se dedica a ser una señorona. Son muy formales, correctos, hacen lo que se debe, los mandatos sociales son su segunda piel. Muy conservadores, bah. Aunque no lo saben, están más muertos que el Mar ídem. Por suerte a él la frustración soterrada no lo ahoga como para no ver que a su alrededor hay personas necesitadas de ayuda. Y un pequeño gesto solidario lo pondrá en contacto con las mujeres del sexto piso: unas españolas más vivas que un bebé recién palmeado. Las españolas dejaron atrás afectos y familias para hacer “la Francia” y llevarse de vuelta algunos francos trabajando de sirvientas. La vida en el sexto piso es más que precaria. Se mueren de calor en verano y de frío en invierno, no tienen baño para higienizarse y sólo disponen de un excusado. Una canilla y la luz eléctrica son todos sus lujos. Aunque esto no mella su vitalidad, su alegría, sus ganas de comer rico, tomarse un buen vinillo y cantar coplas.

Así que Jean-Louis al entrar en contacto con ellas descubrirá que lleva una vida gris y vacía aunque tenga la panza llena y casi todas sus necesidades satisfechas.

Como en todo relato que se centra en la bondad y en la felicidad hay algo de cuento de hadas. No es para menos. No se necesita ser ningún Einstein para comprobar que estamos hasta las orejas de maldades, mezquindades y desgracias… Pero es hermoso y gratificante ver para variar gente que lucha por ser feliz, por no perder la alegría y que ejerce la solidaridad no como una obligación moral o religiosa sino como algo natural, de pura buena gente que son.

Fabrice Luchini (visto el año pasado como marido de Catherine Deneuve en Potiche/Las mujeres al poder de Ozon) es, aunque parezca una contradicción de términos, tan sutil como histriónico. Se ven con claridad los cambios de su personaje pero no los hace obvios. En las escenas de la oficina es donde más se nota esta metodología de trabajo. En apariencia sigue siendo el mismo y sin embargo ya no lo es. Sandrine Kiberlain está también muy bien en su burguesa convencional pero que no ha perdido la bondad. Y sin desvirtuar su personaje se permite actuarlo con alguna ironía. A la cabeza de las españolas está Natalia Verbeke, actriz argentina formada en España a la que vimos como pareja de Darín en El hijo de la novia de Campanella y junto a Nancy Duplá y Pablo Echarri en Apasionados de Jusid. Aquí se la ve segura, dueña de sus medios expresivos y en la escena de la ducha ratifica que está para el “crimen”. Es María, la nueva mucama de Jean-Louis y Suzanne, que desempolvará los muebles y las ganas de vivir perdidas. Las demás españolas son el colmo del gracejo y superan con talento los estereotipos propuestos por el guión y le dan carnadura de personajes. Dejo para lo último a la extraordinaria, descomunal, iridiscente Carmen Maura que ganó el César, el Óscar francés, a la mejor actriz de reparto por esta película. Cuando está en escena es imposible mirar para otro lado. Destella.

En resumen una película bella y luminosa. Eso sí, si a ustedes los conmueven como a mí los actos solidarios espontáneos lleven pañuelos descartables. Se me empañaron los anteojos más de una vez.

Un abrazo, Gustavo Monteros

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