¡Pobre Robert Redford! Se pasa la vida procurando demostrar
que no es sólo una cara bonita. Como director, hace denodados esfuerzos para
probar que es un hombre serio, profundo y bien pensante. Y como toda persona
que se toma demasiado en serio, el pobre Robert resulta formal, solemne, un
poco dogmático, algo sermoneador y con menos humor que un ornitorrinco rengo en
el hombro de monseñor cardenalicio.
Esta vez ratifica su compromiso social y su corrección
política refiriéndose por elevación a los “juicios” (nunca las comillas fueron
tan expresivas) de Guantánamo. Lo hace a
través de una historia que se dice no está muy difundida: las consecuencias “tapadas”
del asesinato de Lincoln. Como se sabe John Wilkes Booth comete el magnicidio.
Lo abaten en un granero, detienen a sus cómplices y los someten a un juicio
sumarísimo. Lo que no se sabe tanto es que detuvieron y juzgaron también a la
dueña de la pensión, Mary Surratt (Robin Wright), en la que se reunían los
complotados. En realidad debían implicar al hijo de la señora, pero como había
logrado huir, inculparon a la señora en su lugar.
Redford pretende un drama potente pero le sale más bien un
melodrama blandengue. El conflicto central, la pérdida de los derechos
individuales en nombre de la seguridad del estado, permanece igual de principio
a fin, no hay alternativas, cambios ni sorpresas. Los personajes se dividen en
dos bandos irreconciliables. De un lado los buenos buenísimos y del otro, los
malos malísimos. Y poco ayuda a salir de esta estrechez las pobres ideas
visuales que Redford se permite. En el juzgado, por ejemplo, la escasa luz que
entra por las escuetas ventanas envuelve a los buenos en un angélico halo
dorado y sume a los malos en la penumbra, no sea cosa que nos desorientemos y
perdamos la brújula moral.
El tono es grave, severo, de lección de historia importante,
de prédica indiscutible. Lo que lleva que a este melodrama de tribunal con ropa
de época le falte espesor emocional. Nos indignaremos mucho, pero a
emocionarnos o a llorar no llegaremos a menos que repartan cebollas.
El guión no se aparta nunca de su derrotero censor,
aleccionador y edificante. Me trajo a la memoria las películas de André Cayatte
o los films serios de Enrique Carreras (Los
viciosos, Los evadidos, Los hipócritas, Las procesadas, Los drogadictos, Las
barras bravas y Delito de corrupción).
El único personaje realmente interesante es el abogado
defensor, Frederick Aiken (James McAvoy), puesto de prepo por su mentor, el
senador Reverdy Johnson (Tom Wilkinson). El hombre, un ex capitán que luchó en
la Guerra de Secesión por la Unión, pasa del prejuicio hacia la viudita sureña
a la duda de que quizá sea inocente y necesitada de justicia. Aunque, claro, es
tan obvia la manipulación que hacen de las supuestas pruebas el fiscal, Joseph
Holt (Danny Huston) y el Secretario de Guerra, Edwin Stanton (Kevin Kline) que
el bisoño abogadito tendría que ser zonzo para no darse cuenta de que la
viudita está condenada y que el juicio es una farsa.
Sin embargo, pese a todo, la película interesa por lo que
hacen los actores. No todos muy parejos, lo que suma interés. James McAvoy da
otra gran actuación, aunque abusa de los resoplidos cuando se siente frustrado
en el juicio. Robin Wright y Danny Huston se las ingenian para dar sutileza y
variedad a sus monolíticos personajes. Ella evita con astucia ser la imagen de
la abnegación materna y él, la del pérfido villano abogadil. Evan Rachel Woods
y Sarah Weston están muy bien como dos damitas jóvenes con ingredientes. La
primera es Anna Surratt, hija de la viudita juzgada y dueña de algún módico
secreto. La segunda es la novia del abogadito, más preocupada por lo que hay
que hacer que por la justicia. El simpático Justin Long se hace notar en un
personaje inexistente, aunque uno desea todo el tiempo que el guión le tire
alguna línea graciosa. Esperanza vana. Kevin Kline está de vacaciones y cae en
el estereotipo más flagrante. Tan de vacaciones está que ni siquiera
sobreactúa. Y el inmenso Tom Wilkinson da cátedra de cómo actuar cuando el
personaje es sólo un esbozo.
Entretiene, por los motivos equivocados, pero entretiene. Que
al fin y al cabo es lo que importa.
Un abrazo, Gustavo Monteros
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