Oscar Schell (Tom Hanks) es el padre ideal que a todos nos
hubiera gustado tener. Es cariñoso, comprensivo, motivador. Pero es el padre de
Oskar Schell (Thomas Horn) un chico de 11 años, súper inteligente e
hiperactivo, con una voracidad por las ciencias, la naturaleza y la
exploración. Mamá es tan bella, inteligente y contenedora como sólo Sandra
Bullock puede serlo.
Esta familia perfecta se ve desmembrada porque papá Hanks
tiene la desgracia de estar en las Torres Gemelas aquel 9/11 e hijo Oskar
imagina que no murió en la explosión sino que se tiró por una ventana.
Un año después de la tragedia, Oskar se mete en el clóset de
papá Hanks a buscar una vieja cámara fotográfica. Rompe sin querer un florero
azul y halla una llave dentro de un sobrecito amarillo, que tiene el nombre
Black en la solapa. Tomará las guías telefónicas de la ciudad, anotará las
direcciones correspondientes y se
lanzará a buscar a todos los Black de la ciudad, para ver quién conocía a papá
Hanks y/o obtener pistas o certezas de la cerradura que abre la llave
misteriosa. En algún momento de la búsqueda fanática y frenética, reclutará la
compañía del enigmático inquilino mudo (Max von Sydow) de la abuela (Zoe Caldwell).
El personaje del chico tiene una arista dramáticamente
peligrosa, para concederle inimputabilidad en las reacciones emocionales que
despierta en los Black que encuentra en la búsqueda, es multifóbico y quizá
sufra de autismo leve o de síndrome de Asperger. Digo dramáticamente peligrosa,
porque más de una vez, en vez de provocar empatía, da fastidio.
Eso sí, conmueve plenamente en la explosión de su frustración
frente a mamá Bullock. Y es precisamente en esa escena en la que la película
expone su trampa ideológica. El chico quiere comprender racionalmente porque
pasó lo que pasó para aplacar su inmenso dolor. Sin embargo, mamá Bullock en
vez de sentarlo y explicarle los probables motivos que llevaron al 9/11, dice
no saber por qué pasó lo que pasó.
La película no necesitaba caer en esa trampa, podría haberse
centrado en la elaboración del luto por parte del chico. Pero los yanquis,
tanto en novelas como en películas sobre el 9/11, no pueden evitar cierta
culpabilidad que no terminan de aceptar. Quieren verse como víctimas
indiscutibles de un ataque asesino injustificable, pero no les sale, saben que
esa postura de pretendida inocencia es insostenible, aunque prefieren seguir pataleando
en el aire antes de ensayar otra alternativa.
Más allá de ese “detalle”, de los fulgores técnicos
impecables, de la habilidad del director para manipular lágrimas, la película
luce demasiado rebuscada en la exploración y aceptación del luto y la pérdida.
Tom Hanks y Sandra Bullock ponen en juego los aspectos más
“blancos” de sus perfiles cinematográficos en estos personajes y rozan lisa y
llanamente la santidad. Max von Sydow, cuando está quieto, vislumbra su mítico
e inmenso talento, pero cuando se mueve su actuación parece sacada de una
comedia musical mala, coreografiada por el enemigo. El pibe Thomas Horn tiene lo
suyo, pero las reacciones ante su personaje oscilan entre la compasión y el
rechazo por partes iguales. Viola Davis y Jeffrey Wright tienen más suerte y
salen airosos a puro talento.
El director Stephen Daltry firmó la inolvidable Billy Elliot, la aceptable Las horas, la tramposa El lector y ahora esta artificiosa y descabellada
Tan fuerte y tan cerca.
Un
abrazo, Gustavo Monteros
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