La película se abre con unas impresionantes y bucólicas tomas
aéreas que despertaron todos mis sensores de cinismo. ¿Qué es esto?, me dije,
¿belleza convencional?, ¿primores de almanaque o de tarjeta postal? La
inspirada partitura de John Williams me puso en el camino correcto. ¿Y si como
Robert Wise en La novicia rebelde, me
pregunto, nos está presentando un paraíso que será desbaratado por la guerra?
Gracias, John. Era la pregunta, con respuesta implícita, correcta. En un
paraíso nace Joey, el caballo, destinado a conocer los horrores de la Primera Guerra Mundial.
Como en Colmillo blanco,
la paradigmática novela de Jack London, la narración será omnisciente, pero se
centrará en las experiencias protagónicas de un animal. Un caballo, en este
caso, tendrá la voz cantante y el centro de la escena, aunque se narre en la
objetiva tercera persona del singular. Tanto es así que todos sus
circunstanciales dueños serán secundarios, de lujo en algunos casos, ante el
dominante protagonismo del caballo.
Poner a una animal como eje es emocionalmente irresistible.
Toda nuestra incredulidad se suspende al instante. La empatía que establecemos
con el animal y su suerte es abarcadora y dominante. Lo sé porque lo aprendí
gracias a una amiga que tomaba conmigo clases de inglés. Me pidió que leyéramos
en clase Colmillo blanco, lo que
resultó una experiencia fascinante. Había mañanas en que, respetuosos ambos de
las convenciones sociales, decidíamos parar y hablar de lo que fuera para no
ponernos a llorar como huérfanos. Y había intervalos entre clase y clase en que
deseábamos que el tiempo se apurara para poder saber como el perro lobo se las
arreglaba para salir del aprieto en que estaba. Podíamos leerlo por nuestra
cuenta, pero moralmente nos estaba vedado, era una aventura de a dos. La historia
nos poseía. Mi teoría es que establecemos una empatía más directa con un animal
de protagonista que con un ser humano, por conmovedor y creíble que sea este
humano, en la misma o parecida circunstancia. Creo que vemos en el animal y su
suerte, una metáfora potente del ser humano en manos de un Dios o un destino
incognoscible, todopoderoso y perturbador.
Expando la idea (o más bien la machaco). En el fondo nos
vemos como las hormigas de Hemingway en Adiós
a las armas, organizadas pero sujetas a ser pisoteadas o quemadas en el
tronco hueco en que decidimos armar el hormiguero. Un protagonista humano, por
las razones que sea, aunque víctima de una atrocidad, puede ganarse nuestra
antipatía. Un protagonista animal, en cambio, aunque nos caiga mal porque es perro
y prefiramos los gatos, cuenta con nuestra simpatía e identificación inmediata
porque lo vemos, insisto, como un ser indefenso en garras de un destino
ulterior incomprensible, caprichoso, inapresable. Como quizá lo estemos
nosotros.
De allí, creo, que Caballo
de guerra sea un melodrama de aventuras tan conmovedor e insoslayable. Y si
de conmover, atrapar e ilusionar se trata, que mejor narrador que Spielberg
podemos aspirar.
Caballo de guerra fue primero una novela para chicos
que atrapó hasta los más barbudos. Después una obra de teatro que con sus
muñecos caballares articulados sedujo hasta los tramoyistas, gente poco
propicia a dejarse engatusar por la magia escénica porque ellos son generadores
de trucos. Ahora es, a veces la justicia y no sólo la poética existe en la vida real, un film de
Spielberg.
Steven es un maestro maravilloso, un narrador portentoso, un
manipulador genial. Hay aquí una colección de prodigios. Desde Kagemusha de Kurosawa no veía una carga
de caballería tan devastadora, bella y letal. Las aspas del molino, que tapan
lo que no puedo develar, deslumbran de piedad y síntesis. El monte, que oculta
y que después revela a la chica francesa, angustia y libera y viceversa. El gas
que abre puntos suspensivos alcanza una expresividad perdida desde aquel final
congelado de Gallipoli de Peter Weir.
El caballo que huye a la tierra de nadie y su espectral liberación llegan a
cumbres cinematográficas inéditas. Y el atardecer deslumbrante del final que se
carga de reminiscencias de Lo que el viento
se llevó es tanto homenaje como celebración del cine.
La historia no es original, tiene las vueltas típicas del
melodrama de aventuras. Pero ya se sabe, no es lo inédito lo que importa en las
historias sino cómo se las cuenta. Y hoy en día, pocos, con los dedos de una
mano, mire, cuentan como Spielberg.
Steven, como Woody Allen, a la hora de elegir actores, se da
todos los gustos. Que Peter Mullan, Emily Watson, David Thewlis, Tom
Hiddleston, Niels Arestrup, Eddie Marsan o Liam Cunningham iluminen papeles
breves y secuencias cortas es un lujo que sólo los reyes magos pueden
permitirse. La felicidad es mutua y el beneficio abierto para todos. Spielberg
está feliz de llamarlos, los actores están felices de trabajar con Spielberg y
los espectadores están felices de que hayan aceptado trabajar con Spielberg y
que Spielberg los haya llamados. Todo un círculo virtuoso. Como la película,
como la felicidad que nos queda, una vez secadas las muestras de gratitud que
nos provoca.
Cine puro, popular y del mejor cuño, ¿qué más se puede pedir?
Una
abrazo, Gustavo Monteros
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