Juliet (Hilary Swank) es una cirujana que cose
corazones destrozados a cuchillazos con la misma destreza con que mi mamá
zurcía medias, o sea es una chica moderna y profesional. Duerme en un hotel
porque descubrió a Jack, su media naranja (Lee Pace) en su propia cama con
otra. Jack se disculpará después diciendo que se sentía dejado de lado, y… la
modernidad es así, ahora son los hombres los que se sienten relegados. Como la
pobre Juliet no puede dormir en un hotel por tiempo indeterminado está buscando
departamento. Y ya se sabe, hallar departamento en Nueva York es más difícil
que hallar una virgen en una orgía. Le muestran pocilgas con camas empotradas y
ventanas que dan a muros ciegos y le dicen que son comodísimas y con grandes vistas;
y encima le quieren cobrar un ojo de la cara, cosa que no puede dar porque es
cirujana. Como puso un cartelito en el hospital diciendo que busca
departamento, recibe una llamada ofreciéndole uno. Lo va a ver, y es un
tremendo piso, grande como Versalles, amplio como la cintura cósmica del Sur,
con una arrebatadora vista de tarjeta postal, y barato como una liquidación. El
dueño (Jeffrey Dean Morgan) es apocado, sensible, un poquito desencajado y algo
encantador… como Norman Bates, pero de cuarta. El muchacho le dice a la chica
que es barato porque es ruidoso ya que pasa un traqueteante tren a toda hora y
tiene mala recepción para los celulares. Y como en el afiche, el muchacho la
está agarrando del cogote a la chica, uno supone que el ruido del tren ahogará
sus gritos y que no le andará el celular cuando más lo necesite. Para colmo de
males, en el departamento de al lado vive el abuelo del muchacho, Christopher
Lee, que en la vida real es más bueno que Lassie y que mata de amor a las
actrices recitándoles dulces poesías románticas, pero que en la pantalla es más
malo que jerarca del FMI; entonces uno supone que jugarán con la ambivalencia
que el viejo Christopher puede crear y que no sabremos si en el momento
culminante ayudará a la chica o contribuirá a que la despanzurren. Error,
error, error. El tren no ahogará ningún grito, el celular funcionará de lo más
bien y el viejo Christopher tendrá tanta relevancia como un cactus en sala de
espera. Y no porque quieran revolucionar el género creando expectativas falsas,
no, quieren respetar todas las convenciones y los lugares comunes, pero no
saben cómo hacerlo. El guión es tan malo que parece escrito por alguien que vive
en Alaska, vio muy pocas películas e hizo un curso por correspondencia y perdió
las últimas clases por una huelga de carteros. Y el director, el finlandés
Antti Jokinen, parece no dominar mucho el inglés y no hacerse entender muy
bien. Preferimos darle ese beneficio de duda a decir que es un inútil que no
puede ni dirigir una fiesta escolar.
Invasión a la privacidad es un intento muy
fallido de resucitar el subgénero paranoico que hacía furor a principio de los
noventa, el del enemigo cercano, el del peligro al otro lado de la puerta del
living, el de los locatarios locos como Michael Keaton que hacía la vida
imposible de Melanie Griffith y Matthew Modine en El inquilino o el de la
compañera de departamento desquiciada, Jennifer Jason Leigh, que desbarataba la
vida de la pobre Bridget Fonda en Mujer soltera busca, etc. etc. etc. Sorry,
muchachos, el subgénero se agotó porque aburrieron. La vida no te deparará
vecinos que te dan la bienvenida con el pastel, pero tampoco hay un psicópata
talentoso por cada ciudadano paga- impuestos-integrado.
Sorprende que con tanta película interesante
que podría venderse muy bien y que pasa directamente al DVD sin recalar en los
cines, se estrene esta bazofia sin remedio. Azares de la muy azarosa
distribución cinematográfica, una ratificación más de que los yanquis están del
bonete.
Un abrazo, Gustavo Monteros
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