Los amantes (Io sono l’amore o Yo soy el amor,
en el original) de Luca Guadagnino es un drama de emancipación en la alta
burguesía de Milán. Y sí, no se tarda mucho en deducir que estamos en
territorio de Luchino Visconti. Intentar calzarse hoy los zapatos de Visconti,
aparte de un anacronismo es todo un atrevimiento. Guadagnino no sale mal parado
del brete, pero ni por asomo logra la textura, la densidad y la profundidad del
gran maestro. La elegancia puede copiarse, pero el aliento divino es
inimitable. De todos modos agrada reencontrarse con esos planos amplios, el
empaque operístico y la suntuosidad ampulosa. El escenario elegido es esta vez
un palazzo racionalista de los 30. Consigno este detalle porque en este tipo de
films, la ambientación es un elemento mayor.
Hay personajes extraordinarios, no en el
sentido de excepcionales sino en que no son corrientes; pasiones indómitas,
melodramas intensos y todo el glamour que da el dinero. Hay glorificación de
los ricos y algún comentario suelto sobre riquezas amasadas por la explotación
y la miseria para compensar. Y para que el drama de la emancipación funcione,
hay una pormenorizada descripción de que ese ambiente tan poderoso es rígido y
asfixiante.
Sólo en un momento Guadagnino se
aparta del modelo viscontiano y es para sumergirse en las aguas del David Lean de La hija
de Ryan. Es una escena de sexo en la naturaleza. Algunos quedarán deslumbrados,
pero, perdón, a mí me pareció una mezcla de National Geographic y Soft porno.
Eso sí, me gustaron la larga escena de la fiesta de cumpleaños del patriarca
con la se inicia la película y la escena final, muy bien orquestada y
musicalizada, pero en la escena que la precede podrían habernos evitado la
obviedad del pájaro encerrado que se golpea contra la cúpula.
Sin duda el film no lograría ni la mitad de lo
que se propone sin la inestimable ayuda de Tilda Swinton en el protagónico. Es
una actriz maravillosa. Está también muy bien, Marisa Berenson. La señora es el
colmo de la finura y la aristocracia y trae los ecos imperecederos de las tres
joyas del cine por las que paseó: Muerte en Venecia, Cabaret y Barry Lyndon. Y
claro, todos sonreímos cuando descubrimos que el hijo del patriarca se llama
Tancredi, como el personaje de Alain Delon en El gatopardo.
En definitiva, una película que a algunos
gustará mucho y a otros dejará indiferentes. Yo, vaya uno a saber por qué,
quedé en el medio.
Un abrazo, Gustavo Monteros
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